Crónica urgente (2)

Estoy allí, en la habitación, la mañana, o quizá la tarde, del sábado 21 de marzo. Tengo puesto más oxígeno, ahora ya un inhalador grande que me cubre la cara, y suero conectado y más paracetamol -o eso me imagino-. Tengo mucha fiebre y deliro. En torno de mí hay médicos, y enfermeras -también un enfermero: rubicundo, muy joven, asustadísimo- y auxiliares, y mucho revuelo. Hay una doctora, de cierta edad – en torno a lo cincuenta: dada la extrema juventud de todos los que conocí en aquellos días, esta era una veterana-, muy alterada, que me habla con brusquedad: «No he tenido tiempo de verme el expediente… ¿Patologías? ¿Fumador?». Cuando voy a contestar se marcha…, luego vuelve… Hay otro doctor, más joven, alto, repeinado, atildado, pijo -con aspecto de traumatólogo jugador de golf: yo sé lo que me digo -, que me mira fijamente, pero no dice nada: se le nota que está pensando muy deprisa, resolutivo… Alguien del entorno susurra: «Se nos va, este se nos va», y yo también lo intuyo… En mis alucinaciones aparece junto a mí un grupo de personas que parece que han venido a verme: no reconozco a nadie, y me alegro, porque no me apetece que me vean así los conocidos, los amigos, la familia… Me da mucho apuro… Manejo la hipótesis de morirme con cierta serenidad, con sosiego. Vislumbro incluso el otro lado, un espacio vacío, perfectamente negro, lo más parecido a nada. Ni me da miedo ni me atrae: esto es lo que hay, pienso de algún modo. Y todo lo que me preocupa es no sentir dolor, que suceda lo que tenga que suceder sin sufrimiento físico… Quiero pedírselo a los médicos, pero yo no puedo hablar y ellos no me hacen caso… «Caramba -pienso-, son profesionales, ellos sabrán qué hacer». Y me quedo tranquilo.

El médico pijo reacciona y da indicaciones. Me cambian de nuevo el inhalador de oxígeno y me ponen uno enorme, con una bolsa que me cuelga a modo de papada gigante. En algún momento, el doctor me explica que necesitan mi autorización expresa para proceder a realizar conmigo un tratamiento experimental del que no entiendo nada. Saco fuerzas para preguntar irónicamente que si tengo otra opción, y alguien, irónicamente también pero con cariño, me dice: «Puede pedir el alta voluntaria. Está en su derecho». El médico pijo se disculpa: «Necesitamos su permiso expreso». Asiento al tratamiento, por supuesto. Los médicos salen y me recuesto en el sofá mientras las enfermeras proceden a instalarme del todo.

Aún deliro a lo largo de aquel día, pero los acompañantes extraños se van difuminando poco a poco. Supongo que duermo algo en algún momento.

Publicado en el blog Enfermo de covid el 29/05/20