Es un tópico -y, como tal, perfectamente desatendido- que lo que no se puede medir no se puede gestionar. Es menos tópico -pero igual de válido e igual de desatendido- que sobre lo que se puede medir no hay nada que opinar. Los datos están ahí y son incontestables. (Los datos serios, claro, no los manipulados ni los trampeados). De manera que llegamos a este punto, al punto de esta desescalada en desbandada a la que asistimos un poco estupefactos, estamos en condiciones de realizar algunas afirmaciones sobre las que no cabe discutir:
- Somos, cuando menos, medalla de bronce entre todos los países del mundo con mayor índice de mortalidad por la covid-19, es decir, el tercero con más muertos por cada 100.000 habitantes, ateniéndonos, en un ejercicio de bondad infinita, a los más que dudosos datos oficiales.
- Somos medalla de oro en número total de profesionales de la salud fallecidos en el ejercicio de su tarea relacionada con la covid-19.
- Somos líderes mundiales en la mortalidad producida por la pandemia en sus residencias de ancianos.
A partir de estas tres afirmaciones incuestionables, cabe abrir todos los debates que ustedes quieran. Incluso podemos seguir diciendo que la pandemia se ha gestionado maravillosamente bien, que somos un gran país y que tenemos la mejor sanidad del mundo, y hasta podemos afirmar, a través de costosas campañas publicitarias, que ahora somos más fuertes, signifique eso lo que signifique.
Opiniones, a granel. Todas las que ustedes quieran, solo faltaría. Pero lo cierto es que casi cinco meses después de que la pandemia se instalara en nuestro país y más de dos meses después de que yo publicara mis primeras palabras como enfermo de covid en las páginas que amablemente me brindó El Confidencial, hemos llegado hasta aquí con 28.313 fallecidos oficiales por covid-19, con casi un cuarto de millón de contagiados, con un país descalabrado social y económicamente, y sin haber sido capaces de responder a ninguna de las preguntas que yo ya avanzaba en aquel artículo inaugural.
Barullo, mucho. Palabrería, sin fin. Bullshit, hasta hartarnos. Pero no sabemos cómo hemos llegado hasta aquí, ni qué va a ser de nosotros a partir de ahora.
Desescalada en desbandada
Sostengo lo que he escrito más arriba: hemos hecho una desescalada en desbandada que no tenemos ni idea de hacia dónde nos conducirá, y el gobierno ha puesto fin al estado de alarma 98 días después con un desorden y una precipitación que abochorna. Ya sé que no podía prolongarlo porque no tenía apoyos para ello: no es eso lo que le reprocho, sino al revés, que, sabiendo que tenía que ponerle fin, no lo hiciera con algo más de tino. Al contrario: manteniéndose fiel al estilo que le ha caracterizado durante toda la gestión de la pandemia, las contradicciones, los cambios de criterio, las rectificaciones entre ministros y, por supuesto, las mentiras y las ocultaciones se han mantenido vigentes hasta el último momento de esta delirante etapa política que nos ha tocado vivir.
Aquí viene lo de «¡Pues anda que los otros!», y es cuando se enarbola lo de los recortes de Rajoy, la intransigencia de la oposición y todo el blablablá que tan bien ha sabido armar el aparato propagandístico del gobierno.
Y en efecto, habría mucho que decir sobre los demás, pero en primer término hay que decirlo sobre un gobierno que ha dispuesto de herramientas de gestión rayanas en lo inconstitucional (los poderes del estado de alarma han sido en muchos momentos más parecidos a los de un estado de excepción no declarado), que creó un Mando Único para la gestión de la crisis (aunque más bien pareciera que hubiera creado un número infinito de Mandos Únicos) y que no ha sido capaz de ordenar otro diálogo que el de una Comisión de Reconstrucción en la que a la oposición se le anima a marcharse de las sesiones con la indicación vicepresidencial de que cierre la puerta al salir.
El riesgo del olvido
Lo que ahora viene me produce una profunda preocupación, pero no soy capaz de preverlo. Habrá rebrotes, pero no sabemos en qué grado o con qué intensidad. Habrá una situación económica difícil, pero no sabemos cuánto. La situación seguirá siendo… mala o muy mala, táchese lo que no proceda, y la crispación social, en una sociedad ya muy crispada, subirá de tono ahora que ya podemos gritar en las calles con el botellón en la mano.
A nada de todo eso podré dar respuesta ni oponerme. No estoy en ninguna trinchera ni voy a estarlo, por mucho que se empecinen los unos y los otros. Pero me gustaría hacer algo por seguir buscando respuesta a las preguntas que me hacía en el artículo de El Confidencial; me gustaría que los menos atrincherados nos esforcemos en conocer la verdad de lo que ha sucedido y, señalar, si los hay, a los responsables por palabra, obra u omisión; me gustaría que la muerte de treinta mil compatriotas y el dolor de muchos miles más no haya sido en vano; me gustaría que la sociedad española y el Estado que la gestiona adoptara medidas para que un desastre como este no vuelva a suceder.
Los españoles somos muy dados a olvidar, y por eso tendemos a repetir con tanta frecuencia nuestros errores. Invito a todo el que lo desee a no permitir que una vez más el olvido nos pueda.
Este blog ha llegado a su fin. Ya no soy un enfermo de covid y por tanto no tiene sentido que siga desde estas páginas revistiéndome de una personalidad ficticia. De impostores ya vamos sobrados. Pero sí soy una víctima, como lo somos casi todos, y quiero seguir en el empeño de mantener viva la memoria de lo que ha sucedido.
Estoy trabajando en una plataforma de reflexión y análisis sobre los efectos de la pandemia en España. Tendréis noticias mías. Y por supuesto invito a quien quiera a contactar conmigo a que lo haga desde el espíritu que me ha animado desde el principio: hagámonos preguntas, y las repuestas, inevitablemente, irán llegando.
Gracias a todos los que, de acuerdo en desacuerdo, os habéis pasado por aquí. Ha sido un honor.
Publicado en el blog Enfermo de covid el 21/06/2020