Lobby vs populismo



«Cuando uso una palabra, quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos». Esta prodigiosa formulación de los problemas del lenguaje que Lewis Carroll pone en boca de Humpty Dumpty en su encuentro con Alicia contiene la clave de casi todos los debates intelectuales y señala, de modo descarnado, la dificultad de hablar con rigor de uno de los asuntos que más incumben a nuestra convivencia.

Porque esta es la cuestión: de qué hablamos cuando hablamos de democracia. El gran Churchill, que tenía frases para casi todo, tuvo también una para esto: La democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás. Se refería, claro está, a la democracia representativa, la que actualmente está en vigor, al menos formalmente, en casi todos los países del mundo, la que también se expresa con la locución democracia liberal y que, detalle más o menos, se caracteriza por unos pocos rasgos esenciales: sufragio universal, separación de poderes, igualdad de derechos, propiedad privada…

Aunque, cuando nos ponemos estupendos -los europeos sobre todo, que somos muy de ponernos estupendos- retrotraemos la invención de la democracia a los míticos atenienses de Pericles -aquel sistema que dotaba de derechos civiles a apenas el diez por ciento de la población-, lo cierto es que esta ha tenido un lento deambular hasta abrirse paso en nuestras convicciones más profundas. Hemos llamado democracia a muchos regímenes aparentemente participativos, pero, con los rasgos esbozados en el párrafo anterior, la democracia, en sentido pleno, es cosa de ayer mismo: échese un vistazo, por ejemplo, a las fechas en que el sufragio femenino se introdujo en los sistemas parlamentarios modernos (la ejemplar Suiza no lo incorporó hasta 1971) y ya me dirán ustedes si no es para abochornarse.

Pero una vez instalados aquí -es decir, en el mejor sistema posible, una vez vistos todos los demás- convendría detenerse en sus debilidades para poder luego darle una pensada a su futuro. La principal debilidad -iba a escribir «en mi opinión», pero se trata de una locución perfectamente prescindible puesto que todo lo que aquí escribo lo es- estriba en el hecho incuestionable de que el sistema parlamentario, tal como se ha establecido en los países en que está asentada, responde a necesidades de un mundo que ya no existe. Un mundo de hace varios siglos -del diecinueve en los casos más recientes-, en el que la movilidad era un asunto difícil, y las comunicaciones, vistas con los parámetros de ahora, lentísimas. Un mundo en el que al ciudadano de a pie le resultaba poco menos que imposible participar en las cosas del común si no era, en el mejor de los casos, delegando su voto en señores a los que apenas conocía para que decidieran asuntos que solo le concernían por aproximación.

No es que lo diga yo, que no soy nadie: es que basta con echar un ojo a los sistemas parlamentarios vigentes para darse cuenta de que son antiguallas perfectamente desengrasadas: el sistema electoral de los Estados Unidos, en el que el ciudadano delega en los representantes de su Estado para que vaya a Washington, un día diciembre, a votar al presidente de la nación; el sistema parlamentario español, con unos periodos de sesiones pensados aparentemente para vagos (¡quién sabe!), pero herederos en realidad de unas épocas en las que los diputados necesitaban tiempo para desplazarse y relacionarse con su circunscripción. Y no serían demasiado graves estos desajustes si no fuera porque, en paralelo, la vida real avanza exactamente en la dirección contraria: un mundo digital vertiginoso y líquido en el que los algoritmos mandan y las cosas suceden simultáneamente y sin fronteras.

En una sociedad así de compleja y con un Estado tan herrumbroso solo hay dos vías para buscar eficiencias, es decir, para acercar la Administración a los ciudadanos, y viceversa. La vía más fácil es el populismo. No me hagan explicarles lo que es: basta con que se asomen a los informativos un ratito cada día y ya lo ven ustedes mismos sentado en el banco azul. El populismo se expresa a través del ruido y persigue el ejercicio del poder para poder emitir más ruido y seguir ejerciendo el poder. El populismo es la más inútil y costosa de las herramientas que se manejan en un Estado, pero tiene su público, como lo tiene el heavy metal.

La otra vía de acercamiento del Estado a la sociedad es la mediación profesional en cualquiera de sus formas. La más importante, por supuesto, el periodismo, contra el que hay muchas pestes que echar, pero sin el cual no existiría la democracia. Pero también el lobby es una herramienta esencial para la democracia porque, cuando se hace bien (y todo en esta vida conviene hacerlo bien) ayuda a acercar posiciones, favorece el diálogo, impulsa el conocimiento recíproco de las partes y dota de transparencia las relaciones entre empresas, ciudadanos y representantes públicos.

Los lobistas, por lo menos los que yo conozco y con los que me desenvuelvo, carecen, carecemos, de glamur, y como además no damos voces en las tribunas públicas, ni insultamos, ni alentamos algaradas de ningún tipo, parecemos perfectamente prescindibles. Pero, cuidado: un sistema con tan poco fuelle como el que tenemos, con las instituciones tocadas y los dirigentes desfondados, necesita de la actuación de profesionales que ayuden a recomponer los hilos y a facilitar los diálogos. De lo contrario, los populismos seguirán viniéndose arriba y cambiando el significado de las cosas. Porque, como Humpty Dumpty le deja muy claro a la ingenua Alicia: La cuestión no es lo que significan las palabras; la cuestión es saber quién manda.

Y ese camino no conduce a nada bueno.

Publicado en La Política Online el 24/02/2021