Ensalzamiento y loa de los secretarios de organización

Nadie llega a nada en la política española si no lo quieren los secretarios de organización de los partidos


Ahora que ya han pasado las elecciones madrileñas, y antes de que caigan sobre nuestras cabezas cualesquiera otras (he oído que el alcalde de Villalpradillo del Bandajo está pensando en adelantar las de su concejo), me he animado a escribir unas líneas sobre política y lo que le cuelga.

Es un asunto que tengo en agenda desde hace tiempo, pero no sabía cómo encararlo, y han venido en mi ayuda tres expertos y un estudio. Los expertos son los profesores Iñaki Ortega, Juan Moscoso del Prado e Iván Soto, y el estudio, el que desde Deusto Business School y por encargo de APRI, acaban de hacer público bajo el título «La visión de los poderes públicos sobre las relaciones institucionales en España».

Si no se lo han leído todavía (puede que estén enzarzados con el libro del profesor Zamora Bonilla que les recomendé el otro día), háganlo cuanto antes, porque van a aprender muchas cosas sobre la realidad del lobby en España y sobre el modo en que nos relacionamos los profesionales de los asuntos públicos con nuestros representantes y gestores de los poderes legislativo y ejecutivo.

Ya saben: yo no se lo voy a resumir.

Pero hay un aspecto del estudio sobre el que me interesa detenerme: lo que el equipo investigador ha dado en llamar «Taxonomía de los representantes y cargos públicos». Con una capacidad de síntesis y una claridad de ideas admirables, los profesores Ortega, Moscoso del Prado y Soto agrupan a nuestros legisladores y altos cargos del Gobierno en tres categorías: «los militantes», es decir, aquellos que proceden de la cantera de los partidos y que han desarrollado en ellos toda su carrera, como (y los ejemplos son de los analistas) Francisco Álvarez Cascos o José Luis Ábalos; «los funcionarios», aquellos que proceden de la Administración Pública, y en particular de los escalones más altos de ella, al modo de Soraya Sáenz de Santamaría o Margarita Robles; y «los profesionales», que proceden de ámbitos diversos (la universidad o la empresa) y destinan unos años de su vida al ejercicio de la política, como pueden ser los casos de Iván Redondo o Josep Piqué.

La taxonomía es brillante porque, con todos los matices que se quiera, proporciona un buen modo de acercarse a la personalidad de aquellos (y, naturalmente aquellas) que toman decisiones importantes sobre nuestras vidas sin que la mayor parte de las veces nos enteremos de su intervención.

Lo que los autores del estudio no han abordado es una cuestión previa: cómo llegan estas personas -pertenezcan a la categoría que pertenezcan- a ocupar los puestos en los que han sido catalogados. Los autores no lo abordan -porque nadie se lo ha pedido, no porque ellos no sean capaces. Y yo no tengo posibilidades de lanzarme a estudiarlo, pero sí tengo el desparpajo de formular una conjetura: nadie llega a nada en la política española si no lo quieren los secretarios de organización de los partidos. Sean de la categoría que sean y valgan lo que valgan.

Hagamos un experimento.

Cojamos las listas de los diferentes partidos que han competido en las recientes elecciones madrileñas (si las han tirado a la basura en el contenedor correspondiente o si no estaban ustedes empadronados en Madrid, las pueden buscar en internet), y señálenme el grado de conocimiento que tienen ustedes y sus próximos sobre los candidatos, más allá de los cabezas de lista. O bien conocimiento personal y directo, o bien conocimiento inferido, derivados de sus actividades, de sus discursos o de sus publicaciones.

No hace falta que me contesten: me hago una idea. Por tanto, los 132 legisladores electos que durante los próximos dos años van a opinar y decidir sobre nuestras madrileñas vidas son personas, seguramente muy valiosas, no me cabe ninguna duda, que han sido puestas ahí por decisión directa de los líderes de los partidos y de lo que ampulosamente se llama «los aparatos».

Elaborar una lista de legisladores es una tarea hercúlea de la que se exime, como es natural, al ciudadano

El máximo exponente del aparato de un partido es el secretario de organización, sobre cuyas espaldas recae el encargo, verdaderamente hercúleo, de depositar ante el líder o la lideresa la lista que ha de competir en las elecciones correspondientes.

Hercúleo he escrito, y hercúleo es la palabra. Para elaborar una lista hay que atender a una cantidad infinita de condicionantes en cada candidato: su fidelidad a la causa, naturalmente (sin duda la exigencia más determinante), su género, su representación territorial, los servicios prestados que haya que abonarle, los servicios que se le van a pedir que abone, la capacidad de presión de quienes lo recomiendan o impulsan, el grado de amistad o cercanía con los verdaderamente influyentes, una cierta competencia profesional en algún caso, por sobreentendida que sea… y algún nombre que le suene al gran público para poder abrir algún informativo hablando de fichajes al modo florentino (el de Valdebebas).

Tiene mucho mérito lo que hacen los secretarios de organización. No todo el mundo se queda contento, claro, y a veces se labran enemistades por las que a la larga terminan pagando, pero ellos hacen un trabajo inmenso y nos facilitan a todos la vida. A los líderes, que pueden volcarse en los asuntos serios sin tener que ocuparse de la tropa; a los profesionales del lobby, que podemos dedicar nuestra actividad a desentrañar el perfil perfectamente desconocido de nuestros legisladores, y a los ciudadanos de a pie, que pueden enarbolar su papeleta, sin ni siquiera leerla, y depositarla en una urna en un acto perfectamente sacramental de comunión con el Estado.

En realidad, ahorraríamos mucho gasto público si solo eligiéramos a los secretarios de organización y fueran ellos los que se sentaran a legislar, pero ya comprendo que la gran liturgia democrática perdería mucho empaque.

Publicado en LPO el 11/05/2021