Héroes sin necesidad

Los últimos de Filipinas no es una obra maestra del cine español, pero yo la tengo por imprescindible. Una buena mala película, por así decir.

La categoría de buenas malas películas incorpora aquellos filmes que, aun cargados de defectos, resultan necesarios para entender el mundo. Condicionadas por un presupuesto miserable, o por la censura, o por la escasa calidad de los actores, o del director, o del guion, o por todo ello a la vez, transpiran sin embargo verdad y sirven en la pantalla una buena ración de emociones auténticas o, por lo menos, de testimonio sociológico.

Todo esto le sucede a Los últimos de Filipinas. Para empezar, es una película española de 1945. Un año, en España y en el mundo, como para no perderlo de vista. Nuestro país acaba de salir de una brutal contienda civil y está metido de lleno en los equilibrios estratégicos de la segunda guerra mundial. Es una España fascista regida, con permiso de la Academia de la Historia, por un dictador. Un dictador zafio e inculto (¿acumulación de redundancias?) al que, sin embargo, le gusta el cine y lo sabe una pieza esencial para el uso eficaz de la propaganda. No es baladí el papel del cine en la España de Franco ni es irrelevante el número y la calidad de las películas realizadas para ensalzar el espíritu del nuevo régimen. El propio Franco ejerció de cineasta y a su sombra creció una industria que se descubrió pronto demasiado sometida al poder: para lo bueno en forma de subvenciones, para lo malo bajo la sombra de la censura y la simple prohibición.
Los últimos de Filipinas se rueda en este ambiente propagandístico y de exaltación de lo bélico, pero no tiene un contenido ideológico específico. Carece de la pasión puramente fascista de Raza; del mensaje falangista de Rojo y negro; del tufo nacionalcatólico de Molokai, o del entusiasmo imperial de Sin novedad en el Alcázar. Es, aunque pueda parecer que tiene un poco de todo esto, otra cosa completamente distinta. Y yo diría que, vista con los ojos de hoy, para los mandamases de la época pudo llegar a resultar una película fallida en la medida en que resulta una película antibélica. O por lo menos una película antiheroica, digámoslo así.

En realidad, Los últimos de Filipinas se concibió como una historia de amor, pura y simple, construida a partir de un guion radiofónico inicial de Enrique Llovet y unos recortes de periódico. Narra, como se sabe, un hecho histórico, entre doloroso y absurdo. En 1889, los 50 hombres que componen la guarnición española de Baler, en Filipinas, acosados por los independentistas tagalos, tienen que refugiarse en la iglesia de la aldea y allí resisten un duro asedio que se prolonga durante casi un año. Un acto heroico y de resistencia más de los que pueblan el imaginario patrio si no fuera porque, a los pocos meses de iniciado el asedio, el gobierno español, agobiado por mil males -entre los cuales figura la derrota militar contra Estados Unidos- abandona la soberanía sobre la colonia. Los militares de Baler son advertidos en tres ocasiones de esta circunstancia de la que no se dan por enterados hasta que la lectura casual de un periódico les revela la realidad de la tragedia: están defendiendo un territorio que desde meses antes ya no es suyo.

La historia verídica de este puñado de militares tiene mucha enjundia, como la tiene el estudio pormenorizado del esperpéntico papel de España en los estertores de su dominio colonial. (Puestos a esto, el papel de nuestro país en el concierto internacional a lo largo de todo el siglo diecinueve es asunto a examinar, entre el estupor, la indignación y la lástima, para entender, acaso, buena parte de las desgracias que aún hoy nos asolan).

Curiosamente, y pese al poco interés que los autores tenían por el historicismo riguroso, el filme se ajusta bastante bien a la realidad histórica. No a su esencia, por supuesto, ni a su milimétrica exactitud, pero, a grandes rasgos, digamos que de forma epidérmica, no contiene errores de bulto. Cuenta el modo en que el regimiento ha de refugiarse en la iglesia, único edificio de piedra en toda la aldea y por tanto el único que puede resistir un asedio. Cuenta cómo el capitán Las Morenas organiza la defensa y se esfuerza por mantener el espíritu de resistencia. Habla del rechazo a los sucesivos ataques tagalos y del papel del médico, doctor Vigil de Quiñones, que será determinante como precursor de la dieta mediterránea. Habla de los primeros ataques de beriberi que se van agravando a medida que se acaban las vituallas. Explica cómo, a causa de esta enfermedad, fallece el capitán y es el teniente Martín Cerezo quien se hace cargo de un grupo cada vez más mermado. Aparece el episodio en el que, por indicación del médico, un grupo de soldados españoles ataca el poblado para conseguir hacerse con verduras frescas. Y, sobre todo, la película no escatima el hecho, verdaderamente asombroso, de que, en tres ocasiones, el capitán primero y el teniente después, rechazan, con el argumento de que son trampas tendidas por el gobierno filipino, a emisarios enviados por el gobierno español para ordenarles que depongan su resistencia.

Ciertamente a la película le faltan varias cosas: profundizar en la psicología de los personajes, ahondar en el dolor y cuasi locura en que aquellos hombres viven encerrados durante 350 pavorosos días con sus noches, narrar algún episodio poco honroso como el fusilamiento en el último momento de dos soldados que semanas antes habían intentado desertar…. En cuanto a la trama sentimental que se desarrolla de forma paralela, llama la atención que en su origen fuera la motivadora de la película y que, sin embargo, quedara finalmente arrumbada en un sensato y bastante bien urdido segundo plano.

Aunque el guion está construido con intenciones anodinas y sus autores no son sospechosos de fascismo, el resultado final no puede ser ajeno a la época y a las demandas de quienes, desde el poder, controlaban la propaganda cinematográfica con firmeza y sin contemplaciones. El filme exalta hasta el paroxismo el valor de los soldados españoles –a los que luego los sucesivos gobiernos españoles abandonarían a su suerte- y su profundo sentido del deber, llevados al extremo en una situación límite. Puede que alguien percibiera incluso un oculto interés en aludir a la legitimación franquista del militar que actúa más allá de las decisiones políticas. Pero, a distancia de años y de ideología, el efecto que transmite la película es exactamente el contrario: qué cabezonería tan absurda la del teniente Martín Cerezo, qué modo tan necio de sacrificar vidas y esfuerzos, qué incapacidad para pensar, qué desastre…

Vista así, vista hoy, vista con cariño, Los últimos de Filipinas se me aparece como una película antibelicista, dirigida con solvencia e interpretada con razonable eficacia. Aunque pueda parecer un dislate, su revisión me trae a la cabeza la única película bélica española de la actual etapa democrática que me parece digna de resaltar: Guerreros. Como aquella, la de Calparsoro es también una mala película que se convierte en necesaria -por lo tanto, buena- porque destripa, con una desoladora eficacia, algunos de los tópicos militaristas que con tanta soltura se manejan. Antes era la defensa del imperio, ahora son las misiones humanitarias. En todo caso, estos filmes vuelven a poner sobre el tapete la pregunta sobre los ejércitos, el valor, el deber, o, por decirlo con música de Brassens y Paco Ibáñez, la “música militar”. El cine norteamericano, tan belicista él, como el propio país, no se ha recatado nunca de filmar las mejores narraciones antibelicistas que en el mundo han sido. Los españoles preferimos filmar comedias divertidas, para no estresarnos. Así que conviene revisar con buenos ojos las pocas muestras de cine bélico digno que sale de nuestras cámaras. Aunque sean malas películas.

Publicado en Vozpópuli entre 1916 y 1917