Quedamos, para la entrevista, en uno de estos cafés que abundan por todas las esquinas y el profesor, al constatar el toque norteamericano de la cadena, declara solemnemente: “Mire, joven, dicen que Europa se está americanizando, pero no es cierto. No hay influjo ni reflujo entre ambos continentes: hay nivelación”. Así es nuestro hombre, incapaz de hablar como todo el mundo, incapaz de expresarse como una persona normal. Catedrático de Metafísica ejercitante a todas horas. Así que entramos en materia sin dilación.
Usted siempre ha sido un firme defensor de Europa y un precursor de la unión de todas las naciones del continente. ¿Sigue creyendo en ello pese a las actuales circunstancias?
Ha sido el realismo histórico el que me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como sociedad no es un «ideal», sino un hecho y de muy vieja cotidianidad. Una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general europeo se impone necesariamente.
No parece que las cosas estén ahora en su mejor momento para alcanzar ese objetivo…
Es deplorable el frívolo espectáculo que los pueblos menores ofrecen. En vista de que, según se dice, Europa decae, cada nación y nacioncita brinca, gesticula, se pone cabeza abajo o se engalla y estira dándose aires de persona mayor que rige sus propios destinos. De aquí el vibriónico panorama de «nacionalismos» que se nos ofrece por todas partes. Pero no importa. La ocasión que lleve súbitamente a término el proceso puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico.
Pero habrá que esperar a que la situación mejore…
La primera condición para un mejoramiento de la situación presente es hacerse bien cargo de su enorme dificultad. Sólo esto nos llevará a atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina. Es, en efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos.
Ya, pero hagámonos cargo: las cosas están peor que antes…
La decadencia es, claro está, un concepto comparativo. Se decae de un estado superior hacia un estado inferior. Ahora bien: esa comparación puede hacerse desde los puntos de vista más diferentes y varios que quepa imaginar. Para un fabricante de boquillas de ámbar, el mundo está en decadencia porque ya no se fuma apenas con boquillas de ámbar. Otros puntos de vista serán más respetables que éste, pero, en rigor, no dejan de ser parciales, arbitrarios y externos a la vida misma cuyos quilates se trata precisamente de evaluar.
Pero la crisis es evidente, los problemas palpables…
¿Qué diría sinceramente cualquier hombre representativo del presente a quien se hiciese una pregunta parecida? Yo creo que no es dudoso: cualquier pasado, sin excluir ninguno, le daría la impresión de un recinto angosto donde no podría respirar. Es decir, que el hombre del presente siente que su vida es más vida que todas las antiguas, o dicho viceversa, que el pasado íntegro se le ha quedado chico a la humanidad actual. Esta intuición de nuestra vida de hoy anula con su claridad elemental toda lucubración sobre decadencia que no sea muy cautelosa.
Usted sostiene que, más allá de los problemas económicos, estamos ante una crisis de pensamiento…
Estamos ante el problema de la vulgaridad intelectual, acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Hasta ahora, el vulgo tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser. Hoy, en cambio, el hombre medio tiene las «ideas» más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto falta? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus «opiniones».
Pero ¿no es esto una ventaja? ¿No representa un progreso enorme que las masas tengan ideas, es decir, que sean cultas?
En manera alguna. Las «ideas» de este hombre medio no son auténticamente ideas, ni su posesión es cultura. Quien quiera tener ideas necesita antes disponerse a querer la verdad y aceptar las reglas de juego que ella imponga. No hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a que apelar. No hay cultura donde no hay acatamiento de ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la disputa.
Hay quien piensa que las normas que regulan la sociedad actual están caducas, que no son representativas.
Hay que decir tres cosas al respecto: primera, que la democracia liberal es el tipo superior de vida pública hasta ahora conocido; segunda, que ese tipo de vida no será el mejor imaginable, pero el que imaginemos mejor tendrá que conservar lo esencial de aquellos principios; tercera, que es suicida todo retorno a formas de vida anteriores.
Pero el ciudadano, hoy, no se siente bien representado, piensa que el Estado ya no le sirve…
El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. Éste lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; cualquier dificultad, conflicto o problema que sobreviene en la vida pública de un país, el hombre-masa tenderá a exigir inmediatamente que lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios. Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos.
Pero las instituciones no funcionan. El Parlamento, por ejemplo…
Hay aquí un error de óptica que conviene corregir de una vez, porque da grima escuchar las inepcias que a toda hora se dicen, por ejemplo, a propósito del Parlamento. Existe toda una serie de objeciones válidas al modo de conducirse los Parlamentos tradicionales; pero si se toman una a una, se ve que ninguna de ellas permite la conclusión de que deba suprimirse el Parlamento, sino, al contrario, todas llevan por vía directa y evidente a la necesidad de reformarlo. Ahora bien: lo mejor que humanamente puede decirse de algo es que necesita ser reformado, porque ello implica que es imprescindible.
¿Usted cree que con una reforma sería suficiente?
El desprestigio de los Parlamentos no tiene nada que ver con sus notorios defectos. Precede de otra causa, ajena por completo a ellos en cuanto utensilios políticos. Si se mira con un poco de cuidado ese famoso desprestigio, lo que se ve es que el ciudadano, en la mayor parte de los países, no siente respeto por su Estado. Sería inútil sustituir el detalle de sus instituciones, porque lo irrespetable no son éstas, sino el Estado mismo, que se ha quedado chico.
El Gobierno, por tanto, tendrá que hacer algo
El gobierno vive al día; vive sin programa, sin proyecto. No sabe a dónde va, porque, en rigor, no va, no tiene camino prefijado, trayectoria anticipada. Cuando intenta justificarse, no alude para nada al futuro, sino a la urgencia del presente. De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por de pronto, empleando los medios que sean, aun a costa de acumular, con su empleo, mayores conflictos sobre la hora próxima.
¿Usted piensa que la juventud está afrontando la crisis con conciencia?
En la época actual la actitud ante la vida se reduce a creer que uno tiene todos los derechos y ninguna obligación. Es indiferente que se enmascare de reaccionario o de revolucionario: por activa o por pasiva, al cabo de unas u otras vueltas, su estado de ánimo consistirá decisivamente en ignorar toda obligación y sentirse, sin que él mismo sospeche por qué, sujeto de ilimitados derechos.
¿Alguna solución?
Con extraña facilidad, todo el mundo se ha puesto de acuerdo para combatir y denostar al viejo liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas. No pretendo que el viejo liberalismo sea una idea plenamente razonable: ¡cómo va a serlo si es viejo y si es ismo! Pero sí pienso que es una doctrina sobre la sociedad mucho más honda y cara de lo que suponen sus detractores, que empiezan por desconocerlo.
La solución a la crisis ¿vendrá desde la izquierda o desde la derecha?
Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de estos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías.
A usted se le atiende poco y se le entiende mal. ¿Qué prefiere, que sea por ignorancia o por mala fe?
El tonto es vitalicio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un necio es mucho más funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el necio, jamás.
Pues muchas gracias, maestro. Ha sido un placer encontrarlo de nuevo.
(Este artículo fue publicado en Vozpópuli en día 13 de enero de 2013)