Un campeón que no lo fue nunca

Con ochenta y dos años, Víctor Korchnoi aún era campeón suizo de ajedrez y mantenía un elo por encima de los 2.500. Es como si Messi siguiera jugando al fútbol con 60 años en la liga argentina y aún terminara cada temporada marcando una veintena de goles. Una cosa así.

Un caso único en la historia del ajedrez. Y prácticamente de cualquier otro deporte.

Víctor Korchnoi no nació suizo, como el apellido se encarga de sugerir. Nació en la antigua Leningrado (hoy San Petersburgo y antes también San Petersburgo), en la Rusia soviética, al comienzo de los años treinta del siglo pasado.

Empezó a jugar a los 6 años, pero no llegó a conseguir el reconocimiento de Gran Maestro hasta los 25, lo que quiere decir que durante su primera juventud mantuvo una trayectoria razonable para un buen ajedrecista profesional, pero sin ser un fenómeno ni un fuera de serie.

Entró pronto, eso sí, en el establishment de los ajedrecistas soviéticos y fue obteniendo buenos resultados que lo colocaron en la élite.

Atención: ser ajedrecista de élite en la Unión Soviética de la guerra fría era más, mucho más, que ser hoy un futbolista de élite en cualquier lugar del mundo. La Unión Soviética había apostado fuerte por el ajedrez desde el triunfo de la Revolución de Octubre. Era un deporte barato, fácil de promocionar en cualquier aldea, centro social o fábrica, apto para todo tipo de públicos, adaptable a cualquier clima o época del año y con un aura de intelectualidad que le venía al pelo al nuevo Estado proletario, necesitado de hacerse visible ante el mundo y de demostrar su superioridad en cuantas facetas de la actividad humana le fuera posible.

La hegemonía soviética sobre el ajedrez, que se mantuvo hasta la irrupción de Fischer en los años setenta, era algo más que orgullo patrio al modo en que nosotros presumimos de selección de fútbol.

Era un asunto de Estado. Y los ajedrecistas, por tanto, eran hombres de Estado, agasajados por este, pero también a su servicio.

Si Korchnoi hubiera aceptado esto con la misma naturalidad con que lo aceptaron la mayoría de sus colegas, todo habría ido bien. Habría sido uno de los mejores, pero solo uno más de los mejores. Y el mundo se hubiera visto privado de un extraordinario personaje. De un soviético muy peculiar que le salió rana al sistema.

La biografía de Korchnoi hasta los cuarenta años es bastante convencional. Buenos resultados, pero nada de volverse locos. Un interesante enfrentamiento contra un jovencísimo Fischer en el Torneo de Candidatos de 1962, donde fue barrido por el norteamericano. La creación de un estilo extraño, de contraataque, con vaivenes: una especie de Atlético de Madrid unipersonal y blanquinegro.

Y un estilo de vida muy poco adecuado a la figura convencional del héroe soviético. Sibarita, vividor, un poco artista, tan apasionado por el ajedrez como por la buena vida… Una personalidad difícil de encajar en la grisácea monotonía del modelo comunista.

En 1974 Korchnoi alcanza la final del Torneo de Candidatos, lo que le enfrenta a la joven promesa del momento, Anatoli Karpov. El que gane de los dos tendrá derecho a enfrentarse al entonces campeón del mundo, Bobby Fischer. Ganara quien ganara, era la oportunidad de que los soviéticos recuperaran el trono que Fischer les había arrebatado dos años antes con su humillante victoria sobre Spassky.

Pero Korchnoi ya era un abuelo. En ajedrez, como en cualquier deporte de alta competición, a partir de los cuarenta años ya no se puede dar mucho de sí. Korchnoi tiene 43 y Karpov es un prometedor muchacho de 20. Las autoridades soviéticas lo tienen claro y vuelcan todo su apoyo sobre el joven candidato, que derrota a Korchnoi con relativa facilidad.

Este es el momento clave en la vida de nuestro hombre. La espoleta que le hace estallar. El milagro de un campeón con efecto retardado.

En 1976, Víctor Korchnoi deserta. No es el primer soviético de nivel que lo hace, pero sí el primer ajedrecista de élite. Se instala en Holanda, donde residirá durante unos años –de hecho llegó a conquistar el campeonato nacional de aquel país, igual que años después lo ganó varias veces en su definitivo país de adopción, Suiza-, e inicia una batalla terrible y desigual contra el imperio.

En 1977 gana el Torneo de Candidatos, lo que le da derecho a enfrentarse al nuevo campeón del mundo, su otrora amigo y discípulo Karpov. Aquel campeonato del mundo, disputado en Baguio, Filipinas, a lo largo de cuatro interminables meses de 1978 fue una de las más extrañas páginas escritas por el ajedrez a lo largo de su historia.

Acusaciones de uno y otro bando, disputas sobre las banderas, presencia de psicólogos y ufólogos entre el público, sospechas de espionaje: no fue el match más brillante que se haya disputado, pero sí, probablemente, el más sorprendente.

No había límite de partidas. Ganaba el primero que alcanzara seis victorias. Las tablas no contaban.

Karpov se adelantó pronto hasta colocarse cinco victorias a una. Todo presagiaba un resultado apabullante. Pero Korchnoi, inesperadamente, se repuso y consiguió igualar a cinco. Cayó por la mínima, tras treinta y dos agotadoras partidas, en medio de un clima de crispación difícil de entender hoy en día.

Con 46 años, Korchnoi estaba, una vez más, acabado. O eso creía todo el mundo. Porque en el nuevo ciclo para decidir el candidato que debía retar al campeón, Korchnoi ganó de nuevo.

El siguiente enfrentamiento se celebró en Merano (Italia), y esta vez, Korchnoi, que acababa de adoptar la nacionalidad suiza, dedicó la plataforma mediática del match para exigir de la Unión Soviética que dejara salir de allí a su mujer y su hijo. Perdió el encuentro –esta vez por un incontestable 6-2- pero consiguió su objetivo.

Nunca volvió a alcanzar una final ni, por supuesto, ha conseguido ser campeón del mundo. Pero es el ajedrecista que, sin haberlo sido, mejores resultados ha cosechado a lo largo de su vida.

Un auténtico rey sin corona. El único que, sin título, es merecedor de figurar al lado de Alekhine, Euwe, Botvínnik, Smyslov, Tal, Petrosian, Spassky, Fischer, Kárpov, Kaspárov, Krámnik, Jálifman, Anand, Ponomariov, Kasimdzhanov, Topalov y Carlsen, todos los números uno oficiales que en el mundo han sido desde que Korchnoi empezó a jugar.

El caviar y el champán parece que le han ayudado mucho para mantener su longeva carrera. También el tabaco, que dejó hace solo una decena de años.

Pero también un sentido rabioso de la combatividad y del esfuerzo, del afán por ganar, de la pasión por la tarea bien hecha.

Hay una anécdota famosa: un rival, sin lucha, le ofrece tablas rápidas. Y Korchnoi le responde: ¿Por qué se dedica usted a esto?

Víctor Korchnoi. Un tipo odiado, discutido, admirado, asombroso. Un tipo que ganó a todos y perdió con algunos pero que nunca se rinde sin pelear a muerte. Un tipo que no distingue bien entre el ajedrez y la vida, porque para él ambos son la misma cosa.

Un segundón de los que a mí me gustan.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017

Historia de Ana

Hace seis años que Ana y su marido decidieron abandonar Madrid y su austera vivienda de setenta metros cuadrados para instalarse en un pueblo de la Sierra, en una parcela adquirida a lo que entonces era un buen precio y sobre la que se construyeron el casoplón de sus sueños.

Ana gestionaba en Madrid un pequeño negocio pero no le importó cerrarlo para empezar allí desde cero. Su marido tenía un buen trabajo en el sector de la construcción y fue él quien sugirió a su mujer una iniciativa empresarial adaptada a sus nuevas circunstancias: una empresa de limpieza integral de edificios y viviendas que diera servicio a los flamantes propietarios de segundas residencias que por aquel entonces crecían como los concursos televisivos en aquellas localidades y sobre cuya expansión no se vislumbraban límites.

Ana no conocía el sector, ni la limpieza doméstica había ocupado en su vida mayor espacio del que suele corresponder a una mujer casada con dos hijas y un razonable desahogo económico. Pero su marido lo tenía muy claro: “Tú llevas las cuentas, la organización y la parte comercial. Para la faena y el día a día, te buscas gente”.

La empresa fue un éxito. Y, lo que es más sorprendente, lo sigue siendo ahora, con la crisis y el parón en la construcción y venta de viviendas en la sierra de Madrid. Ana ha consolidado una organización muy flexible formada por una decena de mujeres, inmigrantes en su mayoría, al frente de familias desestructuradas y en grave riesgo de exclusión, a las que proporciona salario y derechos sociales porque, por supuesto, Ana lo tiene todo en regla y a la luz del fisco. (Dicho sea entre paréntesis, Ana no sabe nada de los discursos rimbombantes de la Responsabilidad Social Corporativa con la que las empresas del IBEX se llenan la boca, pero el enfoque socio laboral de su chiringuito daría para una charla en el IESE sobre la materia).

Sus tarifas son ligeramente, solo ligeramente, superiores a las de la clásica asistenta, pero, a cambio, la cobertura legal del servicio no tiene debilidades y, lo que también es importante, cuenta con una avanzada tecnología para la prestación de los servicios, que abarca escaleras adecuadas y seguras, aspiradoras industriales, karcher de vapor para la limpieza de espacios especialmente inaccesibles y todo tipo de productos y complementos auxiliares.

A Ana, ya digo, le va bien el negocio incluso con la crisis sobre el moño. Bien es verdad que no se han cumplido al pie de la letra todas sus expectativas iniciales. Como ella misma dice, “cómo le vas a decir a una chica lo que tiene que hacer si no te lo ve hacer a ti. Así que, te pones, te pones, y terminas trabajando como una más”. Luego está la parte comercial: si alguien la llama para hacer una limpieza el sábado y ese sábado ya tiene a toda su gente ocupada y el cliente dice que o el sábado o busca en otro sitio, pues Ana coge sus bártulos y se va con quien encuentre a mano –su hija la ingeniera, por ejemplo- para no perder esa oportunidad de negocio, que puede llegar a ser recurrente.

Y luego está el marketing, claro. Que si carteles, que si buzoneo, que si las redes sociales –“qué lata dan el Facebook y el Twitter… pero hay que estar, a ver qué remedio”-, aunque lo que mejor funciona es el boca a boca y eso obliga a cumplir con todos, a trabajar todas las horas del día todos los días de la semana, a vigilar la calidad del servicio y la atención al cliente para que no caiga un solo borrón en la página de servicios, para cuidar al máximo la reputación de la firma, aunque ella no lo diga así.

Si hace seis años, cuando llegó a ese pueblecito serrano, Ana hubiera decidido, por ejemplo, hacerse librera, las cosas le hubieran ido peor, seguramente. Y no por culpa suya, porque las personas no son distintas según el sector en el que trabajen, sino porque se habría empapado del espíritu y los problemas inherentes a tan noble actividad.

Ana habría abierto su librería –con componentes de papelería, me imagino, también- en un espacio rápidamente saturado de títulos, de cachivaches, de molesquines, de lápices y de infinidad de cuentos para niños que, de un tiempo a esta parte, cada vez parecen menos cuentos para niños y más artilugios extraños de abultado volumen y distorsionadas multiformas.

En ese lugar abigarrado y confuso, Ana hubiera reinado rodeada de más proveedores que clientes. Editores tout court, distribuidores, comerciales, autores descarriados, editores desgajados de los grandes editores, editores vocacionales que editan títulos únicos y emblemáticos que los grandes rehúyen editar porque solo buscan el lucro y el beneficio… La librería de Ana se habría convertido en un gran almacén donde siempre habría libros para devolver, novedades recién llegadas que casi de inmediato se reempaquetarían de regreso, encargos especiales que llegarían en pedidos especiales, ofertas de bolsillo, propuestas para saldar, una colección en depósito, un anticipo de edición…

Los clientes, que no perciben una necesidad de libros tan imperiosa como la de tener la casa limpia, empezarían a sentirse incómodos en medio de tanto lío. Y con dificultades para ir, porque, claro, el horario de Ana sería el horario de una librera comme il faut: de 10 a 1,30 y de 5 a 7, de lunes a viernes, y los sábados solo por la mañana. Si a esto le añadimos que Ana no haría ofertas –porque la Ley del Libro se lo prohíbe-, ni tiene disponibles y en todo momento los cientos de miles de títulos que cualquier hipotético cliente puede solicitarle, ni capacidad mental ni física para saberlo todo y aconsejar sobre todo, ni despliegue tecnológico para gestionar los pedidos con eficiencia y orden… a nadie puede extrañarle que, a poco de abrir su librería, buena parte de sus clientela hubiera empezado a emigrar hacia las plataformas de internet que proporcionan el mismo servicio con mucha mejor calidad.

Si, en vez de librera, Ana hubiera decidido hacerse editora desde aquel lejano punto de la sierra madrileña, no creo que el proyecto le hubiera funcionado. En primer lugar, porque ella hubiera editado títulos maravillosos, extraordinarios, pensados como piezas culturales de valor único y no como vulgares objetos de consumo. Su editorial, por supuesto, alejada de la execrable avaricia de los grandes, no estaría volcada en la búsqueda del lucro sino en la obtención de la belleza y seguiría convencida de que a Tolstoi hay que editarlo en papel, con gramaje adecuado, con tintas estudiadas, sin parar mientes en tanto cacharro digital que está bien para que los chiquillos jueguen a banalidades pero que no sirve de nada cuando se trata de lo que de verdad importa.

Los habitantes de la Sierra pensarían seguramente lo mismo que la editora y estarían decididos a que un día, cuando tuvieran tiempo y ganas, a lo mejor le compraban un libro.

También podría haberse hecho escritora, o cineasta o pintora, y estaría ahora enfadadísima porque no le dan subvenciones y este gobierno facha quiere acabar con su talento… En la panadería, donde por la mañana charlan las señoras antes de meterse en faena, la escucharían con atención y asentirían ante sus diatribas, hasta que una, que podría perfectamente llamarse también Ana, le dijera: perdona que te deje, pero es que tengo que atender mi negocio.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017

Contra los necios, contra los fanáticos

Un mes antes de morir, plenamente consciente de que se encontraba en los minutos de descuento, Leonardo Sciascia entregó a la imprenta dos libros, los últimos que habrían de sumarse a su extensa producción.

Uno de ellos era la novela Una historia sencilla, injustamente ninguneada cuando se citan las grandes ficciones del autor siciliano. Es verdad que esta novelita de apenas un centenar de páginas carece de la profundidad cinceladora de El contexto, donde la Italia democristiana de los sesenta aparece desnudada en toda su crudeza; no está el implacable retrato inmisericorde de la Sicilia eterna de A cada cual lo suyo; ni siquiera contiene la ironía trágica de El Archivo de Egipto, en la que la impostura se convierte en protagonista y gana la batalla. En Una historia sencilla no hay nada de eso, o, mejor, dicho, está todo, pero tan concentrado, tan elidido, tan implícito, que solo cuando uno termina de leer empieza a entender lo que ha leído. En esta novela terminal y mágica Sciascia pone en juego toda su maestría para trenzar un relato de mafia y tráfico de drogas en el que jamás aparecen la palabras mafia o tráfico de drogas, en el que un suceso extraño transcurre con sorprendente normalidad, en el que hay de todo -asesinatos, policías corruptos y legales, curas e impostores- pero parece que no hay nada y en el que el título es la primera trampa que se tiende al lector, porque la historia que se cuenta es, pese a su apariencia, cualquier cosa menos sencilla.

Si la memoria tiene un futuro

Pero si el colofón de la narrativa sciasciana lo pone, cum laude, esta obra, yo prefiero quedarme, a modo de última voluntad del maestro, con el otro libro publicado al final de su vida: Para una memoria futura (si la memoria tiene un futuro). Objetivamente, este volumen tiene menos interés editorial porque se trata de una recopilación de artículos publicados en la prensa italiana entre 1979 y 1988, es decir, casi en los diez últimos años de la vida del autor, y ya se sabe que las compilaciones de artículos son, por lo general, un recurso facilón de hacer libros para aumentar el currículum o para cumplir compromisos con el editor. Pero Sciascia no necesitaba ya ninguna de las dos cosas y sin embargo se empeñó en ello.

Y se empeñó porque él sabía que no se trataba de una compilación cualquiera. El potente título, con resonancias brechtianas, es ya una advertencia al lector de que no se encuentra ante un libro coyuntural sino ante un auténtico testamento, el testamento civil de un hombre que ha dedicado su vida a poner, negro sobre negro, sus convicciones como demócrata por encima de los intereses personales. Cuando las introducciones suelen ser piezas perfectamente prescindibles en la mayoría de los casos, choca la dureza con la que en la de este libro Sciascia se revuelve «contra los necios, contra los fanáticos» que «gozan de tan buena salud que pueden pasar de un fanatismo a otro con perfecta coherencia, permaneciendo, sustancialmente, inmóviles en el eterno fascismo itálico». Estaba muy enfadado nuestro autor cuando compiló estos artículos. Muy enfadado y a las puertas de la muerte, así que se sentía muy libre para expresarse. Y se nota.

La treintena de artículos recopilados en Para una memoria futura tratan de un solo tema que se repite de forma insistente y machacona, por más que el pretexto algunas veces varíe: la lucha contra la mafia no puede ser el pretexto que sirva para recortar el estado de derecho; la persecución del terrorismo no puede servir para conculcar la ley. Y aún más claro: el fascismo de Mussolini venció a la mafia, pero si ese es el precio para vencerla, es un precio demasiado caro.

El Estado ante la mafia

Recordemos brevemente. La Sicilia posterior a la Segunda Guerra Mundial se había reconstruido en buena medida con el apoyo de la mafia, y el nuevo Estado italiano, bien respaldado en los Estados Unidos y en la Iglesia católica, había correspondido a ese apoyo con una permisividad hacia la organización criminal que, visto fuera de contexto, sería difícil de entender. Siempre hubo nombres aislados, funcionarios, servidores del orden, agentes de la ley, que intentaron alertar contra lo que representaba el cáncer mafioso en el desarrollo de Italia, pero su eco era generalmente ahogado por el propio Estado, poco interesado en aclarar las cosas.

El primer intelectual, sensu stricto, que levanta la voz contra esta situación es, precisamente, Leonardo Sciascia que, en sus primeros recopilatorios de cuentos de los finales de los cincuenta, Las parroquias de Regalpetra y Los tíos de Sicilia, despoja por primera vez a los mafiosos de su hálito de folclorismo buenista y los sitúa en el ámbito que les corresponde de organización criminal. Cuando en 1961 publica El día de la lechuza, la primera novela expresamente antimafia de la literatura italiana, el stablishment político y judicial se empieza a poner nervioso. Acusan a Sciascia de exagerado, de fabulador, de mentiroso incluso: la mafia no existe, le vienen a decir, eso no es más que un invento de los que no entienden la realidad siciliana.

Casi veinte años transcurren hasta que las tornas cambian. Las cosas han llegado demasiado lejos, ha corrido demasiada sangre y las extorsiones han alcanzado cotas demasiado altas y la administración de justicia empieza a entender que hay que poner nombre a las cosas. La lucha contra la mafia se convierte, casi de buenas a primeras, en una prioridad del Estado italiano, y los nombres de Falcone y Borsellino, del general dalla Chiesa y de tantos otros pasan a ser la punta de lanza del compromiso por su erradicación. La lucha ya es abierta y sin cuartel: la mafia mata sin reparo a cuantos se le ponen por delante y el Estado echa mano de recursos ingentes y de toda su capacidad legislativa para derrotar a ese enemigo que hasta hacia cuatro días se negaba a reconocer.

Y aquí es cuando Sciascia se encuentra, de pronto, al otro lado de la orilla. No porque él haya cruzado, sino porque le han movido el río. Él, que se ha pasado media vida pidiendo que la ley actúe contra los mafiosos, tiene ahora que dedicar la otra media a exigir que la ley sea justa, que la ley sea democrática, que la ley sea ley. Y los que lo acusaban, unos años antes, de fabular con la mafia, lo acusan ahora de aliarse con ella. De esto va Para una memoria futura, de dejar claro que él está donde siempre ha estado y de que los que se han movido son los otros.

Leonardo Sciascia murió al mes siguiente de editar este libro, hace ya casi treinta años. Y no es mal momento, en esta España nuestra tan atribulada, de refrescar las postreras páginas de este intelectual terco, que nunca tuvo pelos en la pluma por más que se fuera quedando cada vez más solo.

(Este artículo se publicó, con leves variaciones y con el título Si la memoria tiene un futuro, en Vozpópuli, el 24 de octubre de 2014)

Un poeta contra la independencia

Acaba de cumplirse un siglo del nacimiento de Aimé Césaire. Martinica, la isla caribe en la que vino al mundo, formaba parte del sólido entramado colonial francés que representaba, por aquel entonces, el 8,4% del territorio habitado del planeta.

El colonialismo de nuestros vecinos, fiel a la visión política de la Revolución de 1789, era brutalmente centralista en su organización administrativa, culturalmente uniformador e inevitablemente paternalista. En ese contexto, Césaire nació siendo, en cierto modo, un privilegiado. Perteneciente por raza al escalón más débil de la masa social de Martinica, era sin embargo nieto del primer profesor negro de la isla. Su padre era también profesor y su madre, una costurera que sabía leer y que jugó un papel importante en la alfabetización de las mujeres.

De los seis hijos del profesor Césaire, Aimé es el único que consigue una beca para estudiar en París, donde llega con dieciocho años. En la capital de la metrópoli estudia primero en el Liceo Louis-le-Grand para pasar después a la selecta Escuela Normal Superior, donde se forma la flor y nata de la clase dirigente francesa. En esos años encuentra dos compañeros que serán esenciales en su devenir: el senegalés Léopold Sédar Senghor y el guayanés Léon Damas. Los tres nombres quedarán para siempre unidos en la creación de un concepto esencial para el desarrollo del pensamiento político y cultural del siglo XX: la negritud.

Más que un programa político

La negritud, por decirlo con simpleza wikipédica, es la culminación de la toma de conciencia de los negros asentados en territorios dominados por los blancos y, más específicamente, por los europeos. Pero se trata de una toma de conciencia que va más allá de la liberación de la esclavitud o del puro dominio político y económico. La negritud implica también la liberación cultural, la recuperación de las señas de identidad específicas de las diferentes culturas africanas arrasadas, el descubrimiento, por parte de los ciudadanos negros de las colonias, de nuevos modelos, de modos propios de crear, de pensar, de avanzar, de construir el futuro.

El movimiento puesto en marcha por Césaire, Senghor y Damas cuajó porque en el caldo de cultivo de los años treinta había ya un serio debate en el pensamiento europeo más progresista sobre el sentido del colonialismo. El marxismo jugó un papel determinante en esta reflexión, lo que no deja de ser paradójico, puesto que su triunfo reciente en Rusia iba a servir para construir una nueva forma de explotación de los pueblos tanto o más opresora, pero lo cierto es que, al menos en Francia, el discurso de Marx, a través de Sartre y de algunos otros pensadores del momento, ayudó a los jóvenes estudiantes negros parisinos a dar forma a su teoría.

Eran tiempos también de vanguardias y no conviene olvidar que nuestros tres protagonistas eran, tanto o más que activistas, poetas. La condición de poeta y revolucionario es bastante frecuente -Neruda, Cardenal, Alberti, Maiakovski-, así que no hay de qué extrañarse. Lo extraño es que a la larga la combinación funcione, porque lo usual es que los poetas sean unos pésimos políticos o que su búsqueda de las esencias termine alejándolos de la realpolitik de sus camaradas. Los poetas políticos suelen acabar mal y recuerden, por no irnos muy lejos, el último poeta español que se sentó en el Consejo de Ministros. No es esto así en los casos que nos ocupan.

Marxismo, surrealismo, una buena formación intelectual y una formidable red de contactos y apoyos convirtieron a Césaire, todavía muy joven, en uno de los líderes destacados de la oposición colonialista en Martinica. No solo porque tenía un discurso sólido contra el dominio colonial, sino porque también había articulado un consistente relato en favor del nuevo tiempo que los antiguos esclavos, dueños de su destino, estaban en condiciones de construir. La obra poética de Césaire -una de las más fascinantes escritas en lengua francesa durante el siglo XX- había arrancado ya con el inmenso poema Cuaderno de un retorno al país natal y su relevancia y modernidad habían sido saludadas por André Breton como una de las más audaces novedades de la joven poesía francesa.

Rechazo a la independencia

Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, el destino de Aimé Césaire parecía ya escrito. Se afilia al Partido Comunista precisamente en 1945 y forma parte del conglomerado de líderes en todos los países de la francofonía que lucha denodadamente por acabar con el dominio colonial. Son años duros, terribles, para países como Vietnam, Camerún, Argelia, Marruecos, que avanzan de manera imparable hacia su independencia. O como Senegal, donde su amigo Sédar Senghor encabeza el enfrentamiento con el implacable De Gaulle. Todo el mundo espera que Césaire, alcalde ya de la capital de la Martinica y con un escaño recién alcanzado en la Asamblea Nacional francesa, rompa con la metrópoli y declare la independencia.

No solo no lo hace sino que hace todo lo contrario: negocia con el gobierno francés una vieja reivindicación de algunos líderes criollos del XIX: el estatuto de departamento para la isla, es decir su transformación en una pieza más del territorio francés, al mismo nivel administrativo, para entendernos, que París, con su mismo estatus, con sus mismos derechos e incluso con más dinero, habida cuenta de sus componentes de insularidad y extraterritorialidad. La petición es insólita y atrevida porque supone exigir ciudadanía de pleno derecho para quienes hasta ese momento han sido súbditos de tercera división, pero De Gaulle se lo concede como se lo concede a Guayana, Guadalupe y Réunion, en un momento en el que necesita presentarse ante los franceses con algo más que un montón de fracasos coloniales.

Entre su amigo Senghor y él se abre un abismo. Para el que pronto será flamante presidente de un Senegal libre, la negritud solo puede plasmarse en oposición a Europa, abriendo un frente nítido contra los valores y la cultura de los opresores. Césaire en cambio piensa que ya no hay división posible, que las culturas se han entremezclado inexorablemente y que lo que ahora deben hacer los territorios explotados es recuperarse del expolio exigiendo a la metrópoli la devolución de cuanto se han llevado. Césaire tiene las ideas muy claras: una Martinica independiente es inviable porque carece de recursos propios suficientes y se encuentra sembrada de una inextricable red de corruptelas, ineficiencias y mala administración. Una Martinica independiente -por más que él estaba llamado a ser su presidente- estaría condenada a ser uno más de los pobres países del continente americano, un reducto del Caribe tan pintoresco como miserable, al modo de Haití. Martinica, piensa Césaire, necesita desarrollo y ese desarrollo debe pagarlo quien se lo arrebató: no hay mejor modo de cobrárselo que formando parte de él.

Fruto de este discurso insólito y atrevido, a contracorriente del pensamiento dominante, estos departamentos franceses de ultramar son hoy territorios de la Unión Europea en el continente americano, espacios ampliamente desarrollados en un entorno de calamidades y carencias, lugares donde el encuentro de culturas va más allá del folclorismo y donde la inversión tecnológica e industrial se mide en tasas europeas.

Aimé Césaire mantuvo la alcaldía de Fort-de-France y su escaño en París hasta pocos años antes de su muerte en 2008, lo que algo dice de la consideración política que le tuvieron sus conciudadanos. En el campo internacional, es un poeta conocido y ponderado. Sin embargo, la lucidez política que le hizo abandonar las posiciones independentistas de su juventud nunca ha sido reconocida como se merece.

(Este artículo apareció publicado por primera vez en el diario Vozpópuli el 3 de enero de 2014)

Queridísimos vampiros

Casi todo el mérito de John William Polidori para pasar a la historia estriba en que supo estar en el momento oportuno en el lugar oportuno con los acompañantes oportunos. Momento: la noche del 17 de junio de 1816. Lugar: las afueras de Ginebra. Acompañantes: el poeta Percy Shelley; la esposa de este, Mary, y algunas personas más, que a nuestros efectos son irrelevantes.

Es sabido, porque se ha contado millones de veces, que aquella famosa noche, todos encerrados en una casa de campo en medio de una aterradora tormenta, nació el doctor Frankenstein y su famosa criatura, en una obrita, luego reescrita un par de veces, que ha consagrado para siempre a la entonces jovencísima Mary Shelley, Wollstonecraft de soltera.

Es menos sabido que también Polidori escribió una narración aquella noche, Ernestus Berchtold o el moderno Edipo, bastante mala en lo literario, pero llamativa en la temática, y que dos años después, muy enfadado ya con el pedante e insufrible lord Byron, el médico se vengó de su paciente mediante un método poco usual: escribiendo un cuento, The Vampyre, también literariamente malo pero rigurosamente fundacional y, en consecuencia, rabiosamente moderno.

La figura del vampiro no era, a comienzos del diecinueve, ni nueva ni desconocida. A partir de leyendas centroeuropeas había circulado por todas las literaturas occidentales y formaba parte del portfolio con el que el género de terror alimentaba las necesidades que el ser humano tiene de canalizar sus miedos y sus angustias.

Pero los vampiros que había habido hasta entonces pertenecían al mundo rural, a las lejanías de países y paisajes desconocidos y exóticos, a figuras vinculadas a tiempos antiguos y a costumbres ancestrales.

Polidori es el primero que crea un vampiro burgués, un gentleman, un hombre de clase media. No dotemos al joven galeno de una especial capacidad innovadora: lo único que buscaba era zaherir a Byron, que lo había humillado sistemáticamente, y qué mejor modo de hacerlo que transmutándolo en un personaje, Lord Ruthven, bastante deleznable, que solo vive y disfruta sacando la sangre de otros y alimentándose de ella. Pero en esa broma macabra dio Polidori con la clave interpretativa del nuevo mundo que empezaba a plasmarse: el mundo precapitalista de la primera revolución industrial, en el que, desmoronado el orden tradicional del entramado absolutista, surgen amenazas nuevas e imprevisibles, elementos ordinarios de nuestra más cercana realidad que provocan alguna forma de temor o de rechazo.

Estamos, no lo olvidemos, en 1819. Además de la inseguridad política, o, mejor aún, por encima de ella, la inseguridad socioeconómica se ha instalado en el siglo. No es que se viva peor –objetivamente, y considerada la población en su conjunto, es todo lo contrario- pero se vive con más incertidumbre. Y la amenaza del vampiro ya no es una referencia lejana, ligada a países lejanos y a la naturaleza incontrolable, sino que se yergue sobre nosotros, que ya no sabemos ni a quién tenemos al lado ni qué va a ser de nuestro estatus. Una situación por cierto, que a lo mejor les suena.

Casi un siglo después, el mundo vuelve a desmoronarse. Del romanticismo ya nadie se acuerda (si acaso, en la atrasada España, se consumen los últimos rescoldos). A lo largo de la segunda mitad del siglo, la Inglaterra colonial, bajo el mando de hierro de la reina Victoria, ha marcado pautas y valores de una firmeza implacable: ser blanco, varón, heterosexual y burgués es lo más que se puede ser en esta vida. Solo que, frente a este discurso oficial, se opone, como suele ocurrir siempre, la realidad misma y su avance implacable resquebraja la solidez del modelo victoriano. Los intelectuales británicos empiezan a verlas venir: Bernard Shaw introduce a las prostitutas en medio del puritano discurso dominante, Oscar Wilde paga con su libertad y su vida la osadía de salir del armario… y un escritor de segunda fila, Bram Stoker, recupera, con Drácula, la figura del vampiro y la devuelve a nuestro imaginario más próximo.

No es que entre Polidori y Stoker nadie más se acordara de los vampiros. Al contrario: la novela gótica atraviesa todo el siglo diecinueve con su caterva de figuras degeneradas, apariciones y seres sanguinarios, de manera que los vampiros se desenvuelven en ese periodo como monstruos por su casa, incluso con algunos títulos y arquetipos de relativo interés. Pero la importancia del Drácula de Stoker es que, como el vampiro de Polidori, sirve para dinamitar una época e inaugurar otra distinta: baste señalar (porque no esperarán ustedes que me ponga ahora a desarrollar una tesis), por ejemplo, el deliberado toque sexual de su propuesta (¡con la reina todavía en el trono!), la ‘Nueva Mujer’ que encarna la protagonista Mina Murray-Harker, o el simbolismo de subversión que representa el extranjero conde transilvano una vez adentrado en el mismísimo corazón del imperio. El Drácula de Stoker (a no confundir con la versión cinematográfica de Coppola, tan irrespetuosa con el original y tan condicionada por la perturbadora presencia de Winona Ryder) abre la puerta a la modernidad desoladora del siglo veinte: a sus incertidumbres, a sus miedos, a sus desastres.

Por fin, casi un siglo después, Anne Rice retoma el mito y lo reactiva. Su Entrevista con el vampiro -hagamos elusión de sus epígonos- es una brillante puesta a punto de la cuestión. El nuevo vampiro, el vampiro posmoderno a las puertas del siglo veintiuno, no solo está entre nosotros y resulta casi indistinguible, sino que además es guapo, y listo, y sensible. Es un tipo que sufre, y que busca, y que se desespera, como cualquiera de nosotros. No es que esté junto a nosotros: es que podemos ser nosotros. Y, en la medida en que se acerca tanto, deja de dar miedo, deja de ser una amenaza y un riesgo, para convertirse en un elemento más de la realidad con el que hay que convivir.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017

Tres acordes y mucho desparpajo

I.
Ella, Judy Clericuzio, nació en Washington; él, Jack Jameson, en Alburquerque (Nuevo México), pero no se conocieron en los Estados Unidos sino en la españolísima Marbella del ya lejano 1971. Jack, veinteañero, hijo de militar, venía de vivir en una base ubicada en la República Federal de Alemania y buscaba el modo de eludir el servicio militar que le acarrearía un más que probable destino en Vietnam. Judy había venido a España de vacaciones, le había gustado, había regresado para pasar unos meses y al conocer a Jack decidió quedarse. La España de los primeros setenta empezaba a despegar en turismo costero y tenía necesidad, para entretener a los animosos visitantes, de camareros, animadores y cantantes, mucho más valorados que ahora si además de trabajar sabían hablar inglés. Así que Jack y Judy no tuvieron problema en encontrar trabajo en la costa mediterránea y en Canarias. Sus conocimientos musicales y sus contactos con el show business eran menos que básicos: Jack tocaba exactamente tres acordes de guitarra y Judy disponía de una hermosa voz aún sin desbrozar y había trabajado de relaciones públicas en un pequeño teatro de su ciudad natal. No era mucho arsenal, pero el día que les pidieron que cantaran el happy birthday to you en una fiesta de turistas inauguraron su carrera musical.

II.
Descarados y animosos como eran, comprobaron bien pronto que los ritmos de moda en los ambientes en que se movían eran los de su tierra natal y que ellos tenían capacidad, soltura y cualidades para interpretarlos con relativa solvencia. Rock and roll, rhythm and blues, folckore norteamericano, voces emergentes de aquellos años (de Dylan a Elvis pasando por todos los demás), en poco tiempo se hicieron con un repertorio razonable y empezaron a contactar con el bullente ambiente musical de aquellos años en España. Juan Carlos Calderón, que años después habría de consagrarse a lo grande, los trajo a Madrid. Las salas de aquellos años, entre marginales y glamurosas, como el mítico Picadilly, que en la movida se convertiría en el mítico Rock Ola, conoció sus primeros pasos. Costa Fleming, lo más de lo más en marcha predemocrática, se la patearon de arriba abajo. Eran los años de Miguel Ríos o de Teddy Bautista arrasando en el campo del rock, pero también de Pedro Iturralde o de Pedro Ruy-Blas apostando por un jazz nacional bien serio. Los años de La Candelaria, en Claudio Coello, del primer Whisky Jazz, del Bombón Bar y de algunos otros sitios de los que ya es imposible acordarse. Judy y Jack se metieron en todos y lo tocaron todo y tocaron con todos, porque con tres acordes se puede tocar cualquier cosa, sobre todo cuando se tienen ganas y es una forma como otra cualquiera de comer honradamente y tomar copas gratis.

III.
Se pusieron de nombre de guerra Cañones y Mantequilla, o, por ser exactos, Guns and Butter, porque ellos no sabían traducir esta expresión al español. ‘Guns and Butter’ les sonaba porque en 1970 se le había concedido el Premio Nobel de Economía a Paul Samuelson tras formular la teoría de la posibilidades de producción que establece las necesidades de decidir, ante la limitación de recursos, entre el gasto militar (cañones) o el gasto civil (mantequilla). Samuelson no hacía más que recuperar la antigua metáfora de Bisckmar, cuando desde su puesto de canciller prusiano advirtió de que en las situaciones críticas había que elegir entre “cañones o mantequilla”, dejando claro ya de entrada cuál era su particular opción. Pero Jack y Judy no sabían nada de Bismarck y muy poco de Samuelson, y la elección del nombre procede de que en Madrid, cuando se lanzaron a la profesionalización de su actividad, fueron originariamente un trío formado por dos hombres (los cañones) y una dulce jovencita, que hacía de mantequilla. Cuando las cosas volvieron al dúo original, el nombre ya formaba parte de ellos.

IV.
El primer disco de Cañones y Mantequilla fue un single lanzado por CBS que llevaba en la cara A el tema titulado Don’t pull my leg (No me tomes el pelo), todo un presagio de lo mal que les ha ido en el mundo de la discografía. En cuarenta años de carrera han grabado cuatro discos –a uno por década- sin lograr nunca con ninguno de ellos un éxito arrollador. Problemas de producción, sin duda, problemas de comercialización –el mundo del disco, hasta la llegada de internet y de los nuevos modelos digitales, ha sido más delirante y despiadado que el del libro- pero probablemente también problemas derivados de su propia actitud vital, mucho más acorde con lo que representa el directo, la actuación en vivo, la gira perpetua, la jam session, la implicación directa con el público. Nunca aspiraron a ser number one de nada –y tenían calidad y repertorio para haberlo sido, por encima de muchos que sí lo han logrado- porque para serlo hay que poner en el entorno un aluvión de representantes y productores y managers y tecnología que hubieran terminado por alejarlos de lo que ellos buscaban: la diversión y la risa, que de paso, solo de paso, les daba de comer.

V.
Llegaron al country casi por casualidad. Ellos tocaban de todo, – lo que ahora se llama Americana Music– , pero una vez los contrataron en el base americana de La Rota para animar las noches bullangueras y tediosas y allí la morriña de los soldados pueblerinos los obligó a volcarse en los ritmos rurales y básicos que nombres como Woody Guthrie, Jimmie Rogers o Johnny Cash ya habían colocado en el altar de la modernidad. Jack y Judy pensaron que era una buena vía para seguir, que en España el country gustaba pero tenía pocos intérpretes y que sí, que podían tirar por ahí… y por cualquier otro sitio que significara buena música y mucho baile.

VI.
Son 42 años de profesión. Lo han visto todo, lo han hecho todo, lo han vivido todo y siguen en el empeño. No es fácil: la situación de los músicos en España es peor que la de los libreros y los cineastas -aunque se quejan menos- porque carecen de un marco laboral bien regulado, porque los locales de música en vivo apenas malviven, porque cobrar por dar un concierto es un lujo impensable, y por mil razones más. Pero ellos siguen. No siempre viviendo de su música, pero siempre de la música: clases (son grandes impulsores del line dancing, el baile country por antonomasia que llevan años popularizando entre nosotros), traducciones, coros, doblaje… Ahí siguen: si en los años setenta salieron adelante con tres acordes y mucho desparpajo, qué no van a conseguir ahora, cargados de ganas y sabiduría.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017

La periodista y los científicos

“Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de estas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”.

Este párrafo, corrosivo y soberbio, corresponde al comienzo de un libro esencial para quien se interese por esa extraña actividad humana que ha dado en llamarse periodismo. Lo escribió Janet Malcolm y se titula El periodista y el asesino, un binomio seductor en sí mismo, sin más aditamentos.

El periodista y el asesino reconstruye en 240 demoledoras páginas un suceso que les resumo en un pispás. En 1970, el médico del ejército de los Estados Unidos Jeffrey MacDonald había asesinado, al parecer, a su mujer embarazada y a sus dos hijas con una crueldad insospechada en un tipo y en una familia que respondían al mejor estereotipo de la clase media americana. MacDonald defendió –aún lo sigue haciendo- su inocencia y culpó de los crímenes a tres desconocidos hippies. Absuelto inicialmente, su suegro consiguió reabrir la causa por la que fue finalmente condenado a tres cadenas perpetuas.

En medio del lío, de la reapertura de la causa y del juicio, que finalmente se celebra en 1979, MacDonald conoce al periodista Joe McGinnis y alcanza con él un acuerdo: le dará acceso a todo para que escriba un libro sobre el caso. Los beneficios se repartirán a medias y es lógico, piensa MacDonald, que lo que en el libro se cuente ayudará a su causa.

Visión Fatal, que así se titula el resultado de aquel acuerdo, es todo lo contrario de lo que el acusado esperaba. A lo largo de los meses de convivencia, de las conversaciones y de las pruebas, McGinnis se convence de la culpabilidad del médico, al que acusa de ‘narcisista patológico’ que llega al paroxismo criminal en un proceso de creciente paranoia provocada por el consumo de anfetaminas.

Asombrado ante lo que lee –el autor, tal como habían acordado, no le pasa el texto a su fuente hasta que no está impreso-, MacDonald demanda a McGinnis y a partir de ahí se entabla una controversia de la que lo único que aquí nos importa es el libro de Janet Malcolm.

El periodista y el asesino no es un texto neutral ni una disquisición académica. Janet Malcolm parte de algunas preguntas básicas: ¿Dónde están los límites del periodista a la hora de trabar relación con un entrevistado? ¿Cuánta fidelidad se le deben a sus palabras y a su persona a la hora de escribir una historia? ¿Existen límites? ¿Son morales o éticos? ¿Son normas cuya infracción es judicializable?

Para Malcolm, lo que hizo McGinnis traicionando la confianza y la amistad de MacDonald era inmoral, pero, piensa, probablemente no hay otra forma de hacer periodismo. “A diferencia de otras relaciones –escribe- que tienen un fin determinado y están claramente delineadas como tales (dentista-paciente, abogado-cliente, profesor-alumno), la relación de autor-entrevistado parece depender, para perdurar, de una especie de oscuridad, de encubrimiento de sus fines. Si todo el mundo pusiera sus cartas sobre la mesa, la partida se acabaría. El periodista debe realizar su trabajo en un deliberado estado de anarquía moral”.

De todo esto me acordé un buen día, en una de las fascinantes sesiones de los Diálogos del Conocimiento, una tertulia a la que desde hace años se asoman mensualmente gentes bien diversas para hablar de todo aquello que no nos puede resultar ajeno. Aquel día, por una vez, las tornas se habían cambiado y al estrado se subió, con desenvoltura y sin papeles, la periodista Patricia Fernández de Lis que, pese a su insultante juventud, lleva más de veinte años escribiendo sobre ciencia en medios de primer nivel. Ejercía de público, junto a unos cuantos legos como yo mismo, un nutrido grupo de científicos e investigadores todos los cuales mantenían hacia la invitada esa extraña relación ambivalente que se establece entre quienes necesitan de los periodistas para que su trabajo se conozca al tiempo que los desprecian por la falta de rigor de sus textos.

Patricia lo hizo muy bien. Fue muy didáctica en la explicación de su papel como mediadora entre los especialistas y el público y consiguió engatusar a los presentes cuando reivindicó el papel de la ciencia como generadora de historias fascinantes que interesan a la gente común. Pero entre los intervinientes científicos no dejaba de destilarse la habitual incomodidad de estas situaciones: el modo en que se titulan las informaciones, la simpleza de las entradillas, la inconcreción de los resúmenes, la confusión de los conceptos… Un filósofo que andaba por allí hizo una intervención sugestiva, tan intensa como extensa, señalando el difícil entendimiento que puede haber entre dos disciplinas en las que el tiempo juega un papel diametralmente opuesto: para el periodista, la inmediatez lo es todo; para el científico, la lentitud es un valor: con semejantes ritmos vitales el encontronazo está servido.

En un momento del animado coloquio, Fernández de Lis explicó que ella nunca daba los textos a leer a sus entrevistados: la responsable de lo que allí estaba escrito era ella y cuando alguien accedía a contarle cosas ya sabía cuáles eran las reglas del juego… El periodista y el asesino, me dije, aunque con menos sangre. McGinnis traicionando a MacDonald. O, dicho en palabras de Janet Malcolm,

“lo que le da al periodismo su autenticidad y vitalidad es la tensión que hay en la ciega entrega de la persona entrevistada y el escepticismo del periodista. Los periodistas que se tragan por entero la versión de las personas entrevistadas no son periodistas sino publicistas”.

Y ahí está la clave.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017

Mis librerías

A mediados de los setenta conocí la FNAC en París y me quedé deslumbrado por su potencia y su modernidad –aunque ya entonces me pareció que eran mejores en música que en libros. Robé uno, una historia del jazz meticulosa y francófila, y me volví convencido de que España no sería un país moderno hasta que no los tuviéramos aquí. Llegaron a finales de los noventa y no tardé en comprobar que son una pésima librería pero que saben mucho de marketing.

Una afición precoz por el saldo -lo que hace la falta de posibles- me hizo desde muy joven adicto frecuentador de la Cuesta de Moyano, ese fantástico conglomerado de tenderetes que se acumulan junto al Jardín Botánico en uno de los recorridos más fascinantes de Madrid. Ahí aprendí a ser un auténtico comprador de libros: si buscaba alguno en concreto, nunca estaba disponible y acababan vendiéndome otro; si ignoraba la editorial que lo había publicado, el librero me miraba con cara de perdonarme la vida antes de desentenderse de mí; si pedía un título descatalogado en un puesto de novedades, me caían encima unas cuantas imprecaciones, las mismas que si pedía una novedad en una librería de viejo. ¿Los libreros de la Cuesta? Amables, casi ninguno; entendidos, unos cuantos. Solaperos, la mayoría.

Lo de los libreros solaperos lo aprendí después, con los años. No es una crítica, tan solo una descripción. Con el número de títulos que se publican en España cada año, sería un milagro que alguien los hubiera leído todos. Así que las solapas son muy socorridas; un método excelente de hacerse una idea general de lo que el libro contiene. El problema es que las solapas están escritas con un rigor dudoso y si no se menciona la fuente puede uno pensar que está comprando pata negra cuando lo que le venden es jamón de Teruel. Para evitarme estas sorpresas comencé a especializarme. En mis ya lejanos tiempos de poeta me pasaba por dos librerías entregadas en cuerpo y alma a la materia. En una siempre estaba el dueño y siempre leyendo -lo cual era un buen reclamo para el género, desde luego. Jamás me dirigió la palabra y, cuando yo intenté pegar la hebra, no conseguí más que algún monosílabo con el claro mensaje de que no le interrumpiera su lectura. Sin embargo, alguna vez entraba un escritor reconocido y reconocible y entonces el librero lo dejaba todo y se tornaba locuaz y distendido. Esa fue siempre mi prueba de que yo estaba lejos de la consagración.

En la otra librería poética, en cambio, el dueño me trataba bien, con amabilidad y simpatía. Un día le mencioné un proyecto que me rondaba y me propuso que en otro momento, con más tiempo, me acercara a tomar un café con él y a comentarlo. Volví, en efecto, y con papeles, pero ese día despachaba una mujer que luego supe que era su esposa. Me preguntó, le dije que pretendía tomarme un café con aquel hombre y me contestó horrorizada: “Qué barbaridad, con la que de cosas que tiene que hacer… Déjanos por escrito lo que sea y ya lo valoraremos nosotros”. He vuelto por la librería, no se vayan a pensar lo peor, pero sin papeles y con el café tomado.

Entre ocios y negocios, he tenido oportunidad de recorrerme librerías por todos los rincones de España. Me han colocado libros a espuertas: novedades del día, autores locales, ediciones del lugar… Lo más chocante me ocurrió en una localidad andaluza. Le pregunté a un paisano por una librería y me espetó un “¿y uzté pa qué la quiere?” que todavía me ronda en la cabeza. Al final me indicó una que acababa de dejar de serlo para reconvertirse en perfumería. Quedaban allí, en un rincón, arrumbados, un montón de libros que no interesaban a nadie y me los llevé todos por trescientas pesetas. Aún recuerdo Aurora de sangre: vida y muerte de Hildegart, que me hizo descubrir al gran y casi olvidado Eduardo de Guzmán.

Con las librerías de culto he mantenido y mantengo bastante relación. Son sitios importantes, necesarios, a los que hay que ir como los creyentes van a las iglesias, para inhalar fe y convicciones. No siempre me sé comportar. Una vez, una librera de pro me retiró la palabra (literalmente: dejó de hablarme para dirigirse a otro cliente) porque se me ocurrió hablar bien de El diario de Bridget Jones. En general, procuro decir poco porque me cuesta seguir conversaciones esotéricas sobre editores, distribuidores, agentes literarios, gremios y demás flora y fauna del ecosistema librero. En los últimos tiempos debo omitir, además, cualquier elogio a lo digital para evitarme una excomunión súbita. Pero hay ventajas añadidas: en estas librerías de culto entra mucho escritor consagrado y es un buen sitio para comprobar que son humanos como nosotros, ansiosos por asegurarse de que su libro está bien expuesto y prestos a degollar al del vecino.

También he entrado en muchas librerías de barrio, papelerías para ser más exactos, que las ha habido, y aún las hay, muy buenas. Fue en una de estas, de segunda fila, donde el librero me consiguió toda la obra de Sciascia publicada en español hasta entonces, cuando el encuentro con sus primeros títulos me provocaron una irrefrenable adicción. Esa librería, hoy, se dedica solo al cómic, lo cual es admirable.

La papelería de al lado de mi casa ahora ya no tiene apenas fondo, porque el dueño se jubiló y su hijo es un tipo sensato, pero en su día yo rapiñaba con todo lo que al librero le daba pereza devolver y se le descatalogaba solo en los anaqueles como a quien le caducan los yogures.

Con la vejez, la tecnología y los cambios de hábito, todas esas aventuras se me han ido al traste. Aunque sigo yendo a otras, y frecuento esas librerías-café que ahora han proliferado en Madrid como las franquicias de cien montaditos, soy fiel sobre todo a una que, en realidad no es una librería. No huele a libro, aunque dispone de casi todos los existentes. No tiene dependientes explicándote nada, pero es muy fácil manejarse en ella, ver las novedades y las que no lo son, moverse por las distintas secciones y categorías, hacer búsquedas por títulos y por autores sin que nadie se ofenda si no conoces la editorial que lo publica. Tiene libros en cualquier formato y en cualquier soporte, y no parece que considere mejor unos que otros. Puedes disponer de los electrónicos al momento y de los de papel en un tiempo muy razonable. Tiene precios imbatibles, con ofertas y descuentos que no sé si atentan contra la Ley del Libro pero que favorecen mi modesto bolsillo de ciudadano-consumidor. Y, aunque no tienes a un experto recomendándote nada, dispones de las opiniones de otros clientes y de toda la red para buscar consejos.

Es una librería, esta Amazon de mis amores, que está muy mal vista por los clásicos del lugar. Dicen que defrauda a Hacienda y que trata mal a sus trabajadores, pero entiendo que deben ser las autoridades fiscales y los sindicatos quienes habrían de ocuparse de esa vertiente. Dicen que no es una librería como dios manda, y es bastante probable que así sea porque lo ignoro todo sobre mandatos teológicos. Pero, ya digo, yo me siento en ella tan a gusto como me he sentido en tantas otras e incluso puede que más.

Publicado en Vozpópuli entre 2106 y 2017

Mis poetas muertos

Uno

El primer poeta consagrado al que di la mano se llamaba Federico Muelas. Era ya muy mayor cuando vino a mi colegio a pronunciar una conferencia y yo andaba transitando en los primeros cursos del bachillerato elemental. Muelas era, para mi percepción de entonces, inmensamente viejo, hosco de tez, monótono y tedioso, pero estoy seguro que nada de esto era cierto y todo se debía a la lóbrega escenografía de aquel salón de actos. Recuerdo lejanamente que habló de Cuenca sin que viniera a cuento -luego he sabido que siempre hablaba de Cuenca- y que leyó algunos poemas sencillamente incomprensibles. Leía sin gracia, con mucha solemnidad y aplomo, y yo, que debía andar por los once años y ya empezaba a tontear con los versos, me asombraba de que un hombre tan mayor se tomara en serio aquel juego. Al terminar, se acercó a unos cuantos de nosotros y nos dio la mano. No entendí aquel gesto. Federico Muelas, que murió pocos años después, era un nombre que no me decía nada entonces y después me ha dicho poco, aunque soy capaz de reconocerle un buen dominio de la técnica y cierta sensibilidad descriptiva un poquito pastosa. Tal que así:

Alzada en bella sinrazón altiva
-pedestal de crepúsculos soñados-,
¿subes orgullos, bajas derrocados
sueños de un dios en celestial deriva?
¡Oh, tantálico esfuerzo en piedra viva!
¡Oh, aventura de cielos despeñados!
Cuenca, en volandas de celestes prados,
de peldaño en peldaño fugitiva.
Gallarda entraña de cristal que azores
en piedra guardan, mientras plisa el viento
de tu chopo el audaz escalofrío.
¡Cuenca, cristalizada en mis amores!
Hilván dorado al aire del lamento.
Cuenca cierta y soñada, en cielo y río.

Dos

A José García Nieto, casi contemporáneo del anterior, lo conocí muchos años después, en un acto cultural pretencioso e insípido auspiciado por un ayuntamiento próximo a la capital, cuando los ayuntamientos próximos a la capital empezaban a dárselas de cultos. Habían premiado a un excelente poeta amigo mío, a quien le resultaba imposible asistir, y allá que fuimos, mi mujer y yo, a recoger en su nombre el cheque y la placa -”sobre todo el cheque”- de manos del complaciente alcalde de turno. Lo que no sabíamos era que el plato fuerte del acto lo marcaba la conferencia de don José de la que no recuerdo nada salvo su engolamiento y su longitud. En el cóctel lo saludé en mi condición vicaria de agasajado e intercambiamos algunos tópicos del oficio. No nos caímos bien, no puedo negarlo, y eso que yo apreciaba por aquel entonces su garcilasiana capacidad de escribir bien sin decir gran cosa. Cuando en el 96 le dieron el Cervantes me quedé un poco perplejo (¡aún no lo había recibido Ferlosio!) pero comprendí, pese a mi insultante juventud de entonces, que en este mundo de los grandes vates los favores son moneda de cambio. Cuando murió, cinco años después, la obra de García Nieto empezó, me temo, a difuminarse. Un suponer:

Erraba sin sosiego… Nadie sabe…
Verde su corazón era, y ardía
coronando a la piedra. Le pedía
vecindades al sol, júbilo al ave.
Era un arco hacia Dios. La forma grave
espuma, vuelo, soledad se hacía,
y el sueño, el aire, el agua repartía,
sola estrella, fiel ala, incierta nave.
Corceles desbocados de la tierra
le pusieron la voz y el alma en guerra;
quedó el verso flotando sobre el ruido,
y, abajo, el hombre, en su mortal estrecho,
con una rosa abierta por el pecho
y en pájaro sonoro convertido.

Tres

Rafael Morales, solo ligeramente más joven que los anteriores, tuvo el valor, allá por los ochenta, de hacerse conmigo un viaje desde algún lugar de Andalucía hasta Madrid, en mi achacoso 127 de segunda mano. Yo pisaba el acelerador como si estuviera compitiendo en un rally y él disertaba, con placidez y sosiego, y me cubría, con elegancia y sin sacarme los colores, mis muchas lagunas sobre su obra. No sé muy bien en qué evento habíamos coincidido, y no habíamos cruzado palabra hasta que yo comuniqué a los organizadores que me volvía en mi coche antes de que aquello acabara. Tímidamente, casi con rubor, me pidió que lo trajera arguyendo también algunas prisas genéricas (tengo para mí que el evento en cuestión había dado de sí todo lo que podía). Cruzar Despeñaperros y La Mancha en un 127 hace treinta años da para charlar largo y tendido, y en aquel viaje aprendí mucho de aquel hombre que tenía por entonces casi setenta años y las había visto de todos los colores. Me invitó a su tertulia del Gijón, pero, tonto de mí, nunca encontré hueco en mi apretada agenda. Le envié algún libro mío y me contestó, a mano, con tinta verde, letras enormes y firmes, en papel de la Academia, dando muestras de habérselo leído y de no parecerle mal del todo. No nos volvimos a ver, pero tras su muerte en 2005 aún a veces lo rememoro con piezas como este tierno poema al cubo de la basura:

Tu curva humilde, forma silenciosa,
le pone un triste anillo a la basura.
En ti se hizo redonda la ternura,
se hizo redonda, suave y dolorosa.
Cada cosa que encierras, cada cosa
tuvo esplendor, acaso hasta hermosura.
Aquí de una naranja se aventura
la herida piel silente y penumbrosa.
Aquí de una manzana verde y fría
un resto llora zumo delicado
entre un polvo que nubla su agonía.
Oh, viejo cubo sucio y resignado,
desde tu corazón la pena envía
el llanto de lo humilde y lo olvidado.

Cuatro

A Jaime Gil de Biedma no llegué a conocerlo personalmente, pero sí nos carteamos. Era, cuando entonces, mi ídolo y aún sigue figurando en el top ten de mis grandes poetas. En los estertores de los ochenta tuve la osadía de pedirle que me presentara un libro que estaba próximo a publicar y cuyas galeradas le adjuntaba. Me contestó con rapidez y amabilidad, con indicaciones muy certeras sobre el libro, con recomendaciones concretas de mejoras, con exaltación de algunos logros y mención detallada de chirridos. Fue un máster para mí, aquella carta. Al final, el maestro declinaba la invitación con argumentos plausibles, pero a mí me los dio para mantener la correspondencia. Argumentos que se derrumbaron bien pronto porque en enero del noventa Gil de Biedma murió. Su obra, tan viva como siempre, resuena cada día con renovada actualidad:

En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.

Cinco

Con Gonzalo Rojas coincidí por casualidad, él ya octogenario y sin que el Cervantes aún lo hubiera ungido. Cuando andaba por Madrid se pasaba casi a diario por una librería con la que yo andaba entonces profesionalmente enredado. Sabía de él, claro. Ya había recibido el Reina Sofía y era una referencia obligada para todo el que quisiera estar al tanto de la poesía en español digna de tal nombre, pero confieso que apenas lo había leído y mis ideas sobre él era bastante tópicas. Venía a la librería en horarios tranquilos de días laborables, así que era perfecto para pegar la hebra. Hablaba un castellano exacto con el acento sedoso de los chilenos viajados y era divertido e irónico, y estaba cargado de anécdotas y de bromas. Me dedicó sus libros y los leí fascinado: esa poesía fragmentaria y frugal, juguetona y en apariencia dislocada… Dejé la librería y no lo volví a ver. Cuando le dieron el Cervantes dudé en felicitarlo, pero siempre he pensado que en esos casos conviene no abrumar. Hace tres años murió, pero lo sigo oyendo:

Tanto hablar de libertad para parar en esto, el barrial
le llegaba a la cintura y yo soñando con su pureza, lo más
que me gusta ver son las estrellas
al mediodía pero es difícil, no hay
arcángeles, ¿qué va a haber arcángeles?, se habría
oído decir, el juego es otro, el balbuceo,
el silabeo, el centelleo, el parpadeo es otro: cosa de cutis
y arrogancia, desplante
y desparpajo
y nada más, le pregunté cien veces
para venirse a vivir conmigo si era valiente,
pero no era valiente.

Seis. Y siete.

A Luis Rosales y a Félix Grande los conocí a la vez, lo cual está bien porque, pese a la diferencia de edad y de generación, llegaron a convertirse en hermanos gemelos. Los tres fuimos miembros del jurado de un premio literario en un sonado municipio manchego. El jurado lo presidía el alcalde, un hombre obeso y gritón, que lanzaba sin parar citas equivocadas del Quijote, y actuaba como secretario el director de la Casa de Cultura, que se admiraba de la capacidad de algunos para escribir sonetos en los que todos los versos, sin fallar uno, conseguían medir once sílabas. Rosales y Grande se tomaban aquel despropósito con una gran profesionalidad y demostraron que se habían leído la mayoría de los trabajos presentados aunque tenían muy claro a quién querían premiar. Yo era joven e inocente, así que, tras pelear inútilmente en pro de otro candidato, rendí mi voto al suyo para alcanzar la unanimidad.

Conocía la obra de los dos, y la admiraba. De Rosales creía, y aún creo, que hubiera podido ser uno de los más grandes de la generación del 27 si la guerra no le hubiera condenado a mantenerse en una posición tibia y cobarde del lado de los vencedores. Con todo, la calidad de su obra es incuestionable. Félix Grande había publicado ya sus dos obras maestras: Las rubaiyatas de Horacio Martín y la Memoria del flamenco. Hablamos aquella noche y aprendí de ambos -aunque Rosales, el hombre, ya estaba muy achacoso y tenía problemas con el habla: murió poco después-. Con Grande me carteé posteriormente, y hablamos por teléfono –no recuerdo con qué motivo- y nos vimos en un par de ocasiones. Era orgulloso, y vehemente, y tenía la autoestima acaso un punto subida. Pero era brillante, y sabio, y mantenía un empeño admirable en buscar la belleza. Su muerte me ha dolido y estos días, más que nunca, me resuenan sus lúcidas palabras:

He querido expresarme.

Toda mi vida he querido expresarme.
No tengo otro destino, otro afán, otra ley.
Fui actos sucesivos
y el olvido que destilaban
los corroía a ellos y a mí.
Sobre los actos fui palabras
y ellas buscaban una lumbre
que no me calentaba a mí.
Palabras y actos juntos
nada son sin placer del cuerpo.
Ahora regreso de esa vida umbría
buscando siempre calor de mujer.
Palabras y actos sólo allí me expresan.
Tu piel junto a mi piel, eso es lenguaje.
Todo cuanto pretenda enmudecerlo
maldito sea.

Publicado en Vozpópuli el 14 de febrero de 2014

Una sobredosis de soberbia

En 1895, Oscar Wilde se encuentra en el vértice de su carrera. Es el autor teatral de moda, no solo en Londres, donde simultanea dos obras en cartel, sino también en París y en Nueva York. Es el máximo exponente de la modernidad y del glamur, la encarnación del artista triunfador y diletante, la plasmación más conseguida del esteta y el bon vivant.

Hasta entonces, Wilde, nacido en la Irlanda británica cuarenta y un años antes, de padres intelectuales y políticamente comprometidos, había vivido de éxito en éxito, caminando siempre en el borde del precipicio pero sin despeñarse en él. Provocador, sarcástico, demoledoramente crítico con la puritana y prosaica sociedad victoriana, había, sin embargo, mantenido las formas que cabía esperar de un caballero de su posición. Se había graduado en las mejores escuelas, se había casado con Constance Lloyd, una mujer culta y respetable con la que tuvo dos hijos, había dirigido una publicación y ejercido el papel que le correspondía por clase y por formación.

Lo que sucedió en aquel infausto 1895 es difícil de entender. Wilde, de cuya homosexualidad nadie hablaba pero todo el mundo sabía, vivía una apasionada y tormentosa relación con el joven e insufrible Lord Alfred Douglas, más conocido como Bosie. El padre de éste, el marqués de Queensberry, en un acceso de rabia motivado por el odio que sentía hacia su hijo, escribió a Wilde una nota acusándolo de sodomita –lo cual, en aquellos años de rígida moral victoriana, era de una gravedad extraordinaria: algo así como, en nuestros días, acusar a alguien de violador. La nota, en todo caso, era privada y, si Wilde hubiera sido sensato, debiera haberse llamado a andanas. En lugar de eso, azuzado por Bosie, llevó al marqués ante los tribunales, acusándolo de difamación.

Queensberry era un hombre rico, brutal y despiadado. Le había dejado su mujer y le habían abandonado sus hijos, así que es fácil hacerse una idea de su manera de actuar en la vida. La línea que sus abogados emprenden, siguiendo sus propias indicaciones, es la que en términos futbolísticos se resume con el principio de que la mejor defensa es un buen ataque y, sin parar en barras de gastos y de ética, acumulan contra Wilde un aluvión de pruebas, más o menos reales, para poner en evidencia que la afirmación del marqués estaba basada en hechos probados. Hay un momento, en mitad del juicio, cuando las tornas empiezan a volverse contra el escritor, en que sus buenos amigos –el gran Bernard Shaw, por ejemplo- le aconsejan que dé marcha atrás, que renuncie al juicio y que salga discretamente del país. Un hombre de su talla, de su reconocimiento internacional, podría haberse ido tranquilamente a París, por ejemplo, ciudad que él adoraba y en la que le adoraban, y donde su permisividad y tolerancia hubiera admitido sin problemas los comportamientos heterodoxos del escritor.

Wilde se niega. Sus argumentos son flojos: tanto los que da en el momento, como los que años después desarrolle para justificar aquel error. Lo cierto es que sigue adelante, pierde el juicio por difamación y, como consecuencia, el fiscal entabla un proceso contra él acusándolo de sodomita. El final: dos años de brutales trabajos forzados, y una caída en picado que culmina, tan solo cinco años después, y, cómo no, en París, con su prematura muerte.

El nieto de Oscar Wilde, Merlin Holland, publicó hace unos años las actas completas de aquel delirante juicio. Es un libro estremecedor, implacable, que disecciona sin contemplaciones una etapa especialmente absurda de la sociedad británica y que ahonda con pasión de entomólogo en los circuitos mentales de uno de los tipos más lúcidos de aquella época, que, sin embargo, arruinó su vida y la de los suyos por una sobredosis de soberbia.

No es el aniversario de Wilde, ni el libro está recién publicado. No existen razones objetivas para referirme hoy a este asunto, pero estos días hay en los periódicos muchas noticias sobre juicios y me ha venido a la memoria este, uno de los más absurdos de cuantos se hayan podido celebrar.

(Artículo publicado en Vozpópuli el 23 de marzo de 2013)