Con ochenta y dos años, Víctor Korchnoi aún era campeón suizo de ajedrez y mantenía un elo por encima de los 2.500. Es como si Messi siguiera jugando al fútbol con 60 años en la liga argentina y aún terminara cada temporada marcando una veintena de goles. Una cosa así.
Un caso único en la historia del ajedrez. Y prácticamente de cualquier otro deporte.
Víctor Korchnoi no nació suizo, como el apellido se encarga de sugerir. Nació en la antigua Leningrado (hoy San Petersburgo y antes también San Petersburgo), en la Rusia soviética, al comienzo de los años treinta del siglo pasado.
Empezó a jugar a los 6 años, pero no llegó a conseguir el reconocimiento de Gran Maestro hasta los 25, lo que quiere decir que durante su primera juventud mantuvo una trayectoria razonable para un buen ajedrecista profesional, pero sin ser un fenómeno ni un fuera de serie.
Entró pronto, eso sí, en el establishment de los ajedrecistas soviéticos y fue obteniendo buenos resultados que lo colocaron en la élite.
Atención: ser ajedrecista de élite en la Unión Soviética de la guerra fría era más, mucho más, que ser hoy un futbolista de élite en cualquier lugar del mundo. La Unión Soviética había apostado fuerte por el ajedrez desde el triunfo de la Revolución de Octubre. Era un deporte barato, fácil de promocionar en cualquier aldea, centro social o fábrica, apto para todo tipo de públicos, adaptable a cualquier clima o época del año y con un aura de intelectualidad que le venía al pelo al nuevo Estado proletario, necesitado de hacerse visible ante el mundo y de demostrar su superioridad en cuantas facetas de la actividad humana le fuera posible.
La hegemonía soviética sobre el ajedrez, que se mantuvo hasta la irrupción de Fischer en los años setenta, era algo más que orgullo patrio al modo en que nosotros presumimos de selección de fútbol.
Era un asunto de Estado. Y los ajedrecistas, por tanto, eran hombres de Estado, agasajados por este, pero también a su servicio.
Si Korchnoi hubiera aceptado esto con la misma naturalidad con que lo aceptaron la mayoría de sus colegas, todo habría ido bien. Habría sido uno de los mejores, pero solo uno más de los mejores. Y el mundo se hubiera visto privado de un extraordinario personaje. De un soviético muy peculiar que le salió rana al sistema.
La biografía de Korchnoi hasta los cuarenta años es bastante convencional. Buenos resultados, pero nada de volverse locos. Un interesante enfrentamiento contra un jovencísimo Fischer en el Torneo de Candidatos de 1962, donde fue barrido por el norteamericano. La creación de un estilo extraño, de contraataque, con vaivenes: una especie de Atlético de Madrid unipersonal y blanquinegro.
Y un estilo de vida muy poco adecuado a la figura convencional del héroe soviético. Sibarita, vividor, un poco artista, tan apasionado por el ajedrez como por la buena vida… Una personalidad difícil de encajar en la grisácea monotonía del modelo comunista.
En 1974 Korchnoi alcanza la final del Torneo de Candidatos, lo que le enfrenta a la joven promesa del momento, Anatoli Karpov. El que gane de los dos tendrá derecho a enfrentarse al entonces campeón del mundo, Bobby Fischer. Ganara quien ganara, era la oportunidad de que los soviéticos recuperaran el trono que Fischer les había arrebatado dos años antes con su humillante victoria sobre Spassky.
Pero Korchnoi ya era un abuelo. En ajedrez, como en cualquier deporte de alta competición, a partir de los cuarenta años ya no se puede dar mucho de sí. Korchnoi tiene 43 y Karpov es un prometedor muchacho de 20. Las autoridades soviéticas lo tienen claro y vuelcan todo su apoyo sobre el joven candidato, que derrota a Korchnoi con relativa facilidad.
Este es el momento clave en la vida de nuestro hombre. La espoleta que le hace estallar. El milagro de un campeón con efecto retardado.
En 1976, Víctor Korchnoi deserta. No es el primer soviético de nivel que lo hace, pero sí el primer ajedrecista de élite. Se instala en Holanda, donde residirá durante unos años –de hecho llegó a conquistar el campeonato nacional de aquel país, igual que años después lo ganó varias veces en su definitivo país de adopción, Suiza-, e inicia una batalla terrible y desigual contra el imperio.
En 1977 gana el Torneo de Candidatos, lo que le da derecho a enfrentarse al nuevo campeón del mundo, su otrora amigo y discípulo Karpov. Aquel campeonato del mundo, disputado en Baguio, Filipinas, a lo largo de cuatro interminables meses de 1978 fue una de las más extrañas páginas escritas por el ajedrez a lo largo de su historia.
Acusaciones de uno y otro bando, disputas sobre las banderas, presencia de psicólogos y ufólogos entre el público, sospechas de espionaje: no fue el match más brillante que se haya disputado, pero sí, probablemente, el más sorprendente.
No había límite de partidas. Ganaba el primero que alcanzara seis victorias. Las tablas no contaban.
Karpov se adelantó pronto hasta colocarse cinco victorias a una. Todo presagiaba un resultado apabullante. Pero Korchnoi, inesperadamente, se repuso y consiguió igualar a cinco. Cayó por la mínima, tras treinta y dos agotadoras partidas, en medio de un clima de crispación difícil de entender hoy en día.
Con 46 años, Korchnoi estaba, una vez más, acabado. O eso creía todo el mundo. Porque en el nuevo ciclo para decidir el candidato que debía retar al campeón, Korchnoi ganó de nuevo.
El siguiente enfrentamiento se celebró en Merano (Italia), y esta vez, Korchnoi, que acababa de adoptar la nacionalidad suiza, dedicó la plataforma mediática del match para exigir de la Unión Soviética que dejara salir de allí a su mujer y su hijo. Perdió el encuentro –esta vez por un incontestable 6-2- pero consiguió su objetivo.
Nunca volvió a alcanzar una final ni, por supuesto, ha conseguido ser campeón del mundo. Pero es el ajedrecista que, sin haberlo sido, mejores resultados ha cosechado a lo largo de su vida.
Un auténtico rey sin corona. El único que, sin título, es merecedor de figurar al lado de Alekhine, Euwe, Botvínnik, Smyslov, Tal, Petrosian, Spassky, Fischer, Kárpov, Kaspárov, Krámnik, Jálifman, Anand, Ponomariov, Kasimdzhanov, Topalov y Carlsen, todos los números uno oficiales que en el mundo han sido desde que Korchnoi empezó a jugar.
El caviar y el champán parece que le han ayudado mucho para mantener su longeva carrera. También el tabaco, que dejó hace solo una decena de años.
Pero también un sentido rabioso de la combatividad y del esfuerzo, del afán por ganar, de la pasión por la tarea bien hecha.
Hay una anécdota famosa: un rival, sin lucha, le ofrece tablas rápidas. Y Korchnoi le responde: ¿Por qué se dedica usted a esto?
Víctor Korchnoi. Un tipo odiado, discutido, admirado, asombroso. Un tipo que ganó a todos y perdió con algunos pero que nunca se rinde sin pelear a muerte. Un tipo que no distingue bien entre el ajedrez y la vida, porque para él ambos son la misma cosa.
Un segundón de los que a mí me gustan.
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017