Las limitaciones del big data

Tengo a Spotify por una de las más grandes aportaciones que el mundo digital ha hecho a nuestra calidad de vida. Cuando nació, hace ya un buen puñado de años, surgieron de inmediato los profesionales del lamento manriqueño –aquellos para los que, siempre, cualquier tiempo pasado fue mejor-, sosteniendo argumentos que oscilaban entre la calidad del sonido –donde esté un buen vinilo…-, las limitaciones del catálogo –los grandes nunca van a aceptar esto- o el quebranto a la industria. (Este último argumento del quebranto fue sobre todo impulsado por la propia industria, con autores y artistas a la cabeza, ese colectivo de endiosados autocomplacientes que jamás, ni antes ni después, han tenido una palabra de autocrítica hacia el obsceno modelo sobre el que han estado instalados).

Spotify triunfó pronto porque tecnológicamente es impecable y porque comercialmente es muy sensato. Para el gran consumidor de música, como puede ser mi caso, las ventajas están fuera de toda duda: consumo al mes en esta faceta cultural diez veces menos de lo que gastaba antes y tengo a mi alcance una oferta infinitamente superior. Hasta Jorge Manrique hubiera tenido que reconocer que, al menos en esto, estaba equivocado.

Pero Spotify es algo más que un enorme almacén de música. Como todas las grandes plataformas digitales, se vale del big data para cumplir una función de prescripción que permite a cada cliente encontrar con facilidad aquella música que más se acerca a sus intereses y a sus gustos. Uno puede organizarse sus propias listas en función de sus apetencias, o compartir listas con otros, dentro de esa filosofía colaborativa tan propia de nuestro tiempo. Uno puede buscar lo que quiera, y escucharse un disco entero, o la obra completa de un autor. Pero también puede dejarse llevar por las recomendaciones de Spotify y sorprenderse por la calidad del algoritmo que establece, en función de lo que has escuchado hasta entonces, qué es lo que te apetecería seguir escuchando, qué novedades han surgido dentro de tus gustos o qué ocultos tesoros te pueden fascinar y sobre cuya existencia no tenías ni idea.

El último invento de Spotify se llama Tu Cápsula del Tiempo, “una playlista personalizada para ti con temas que te transportan al pasado”, según dice su propia definición en la neolengua del presente. La idea consiste no en recomendar cosas nuevas sino en proporcionar al cliente un listado básico de aquellos temas que han marcado su biografía. Cabría pensar que, para definir lo que a uno más le ha gustado a lo largo de su vida, sería suficiente con echar mano de la memoria. Pero la memoria es fallida y traicionera, sobre todo a partir de determinada edad y en cambio el algoritmo, que carece de emociones y de intereses personales, te enfrenta a la realidad de lo que musicalmente has sido, proporcionándote sorpresas impensables.

Me enfrenté por esto a mi personal “cápsula del tiempo” con una curiosidad malsana y cierta aprensión. Es verdad, además, que, en mi caso, la distorsión es inevitable: Spotify nació cuando yo ya tenía cincuenta años, de modo que, por mucho que sus algoritmos hayan querido esforzarse, carecen de información suficiente sobre la evolución de mis gustos musicales a lo largo de mi vida: basta con suponer que ha sido capaz de estudiar los actuales, que son muchos y variados.

Pues bien, sobre esta base Spotify considera que mi canción favorita, la número uno indiscutible de mi sensibilidad melómana, es el First We Take Manhattan, de Leonard Cohen. Puedo estar de acuerdo con el algoritmo, como puedo estar de acuerdo en el número dos, el Like a Rolling Stone, de Dylan.

Entre los diez primeros temas de mi cápsula aparecen otro par de veces tanto Cohen como Dylan, compartiendo con Tom Jobim el pódium de autores favoritos, toda vez que el gran autor brasileño coloca su Desafinado y sus Aguas de Março, en las extraordinarias versiones respectivas que grabó con Joâo Gilberto y con Elis Regina. No podía faltar el Born to Run de Springsteen en este primer puñado de elegidos, antes de entrar en terrenos algo menos trillados.

Por ejemplo, Norah Jones se cuela en los primeros puestos de la lista, pese a no tener yo mucha conciencia de mi interés explícito por esta artista. Sí tiene más sentido la presencia de Edith Piaf, y el excelente Azzurro de Celentano (aunque yo creía que mi preferencia se inclinaba por la versión original de Paolo Conte). Viene pronto Miles Davis –no podía faltar-, y la gran Nancy Sinatra, cuyo genio ha quedado opacado en la memoria de todos por la sombra de su padre.

Me extraña que haya que esperar hasta el puesto vigésimo primero para que aparezca Johan Sebastian Bach con un aria de su Pasión según san Mateo y me extraña mucho más que no aparezca reseñado Haendel, cuando desde hace muchos años es, con diferencia, mi autor de cabecera.

Por ahí están también, con más o menos relevancia, Tom Waits, y Silvio Rodríguez, y Serrat –con su Elegía y no con Mediterráneo, el algoritmo sabrá por qué-, y luego vienen Puccini, y McCoy Turner, y Amalia Rodrígues con un fado tristísimo, y Lole y Manuel naturalmente, y Alfredo Zitarrosa, con su Milonga para una niña.

Todo razonable, salvo, ya digo, la ausencia del gran Haendel, si no fuera por dos piezas que me han dejado literalmente boquiabierto. En el tercer puesto de la lista, nada menos que como medalla de bronce, Spotify sostiene que me gusta y que he escuchado mucho a Alberto Cortez y su No soy de aquí. Lo niego. Ni el cantante ni el tema me interesan lo más mínimo: su cursilería, su ñoñez insoportable, su aire de perdonavidas, su traición a la verdadera esencia del tango y la milonga, hacen de este cantante argentino uno de los personajes que menos he soportado nunca en el panorama musical. Pero es que en el puesto treinta y uno aparece nada menos que Julio Iglesias con su versión babosa y deleznable -como él mismo- del A media luz, que no creo haber escuchado nunca por mi propia voluntad, más allá de alguna consulta de dentista, algún taxi desinformado o algún fogonazo televisivo.

Que el algoritmo de Sptotify considere que en mi biografía musical Julio Iglesas y Alberto Cortez tienen la más mínima cabida me hace pensar que aún hay mucho que avanzar en el terreno del big data y desde aquí lanzo un llamamiento a los expertos en la materia para que se esfuercen algo más en un territorio al que, como queda demostrado, aún le queda mucho por explorar.