Ni héroes ni colonialistas: los 50 muchachos de Baler


Hay muchos ejercicios de alto riesgo en la España de ahora, pero el de acercarse a la historia con una mirada honesta es uno de los más peligrosos porque se corre el riesgo de terminar emparedado por el entusiasmo creativo de lo que Unamuno llamó, en un tiempo más difícil que este, “los hunos y los hotros”.

Con la congoja, pues, del que se teme el ruido que pueda desatarse, me atrevo a esbozar unas líneas para recordar que el próximo mes de junio se conmemora el 120º aniversario de la rendición de la guarnición de Baler, el último reducto del imperio español, mantenido durante once meses, a modo de aldea gala de Astérix, en la lejanísima selva filipina.

En febrero de 1898, cincuenta soldados y cuatro oficiales habían llegado a Baler, una importante localidad de la costa oriental del archipiélago filipino, para sustituir a la guarnición anterior, masacrada por los tagalos. Los cincuenta soldados eran, si no pobres de solemnidad, gentes de pocos recursos: algunos voluntarios, porque de algo hay que vivir, y los demás, carentes de las dos mil pesetas necesarias para eludir el servicio militar en ultramar. Eran campesinos, artesanos, labriegos, pescadores… Había, por cierto, cuatro castellanos y leoneses: un palentino, un burgalés, un abulense y un salmantino. Los tagalos, crecidos ante su victoria sobre la anterior guarnición, quieren repetir su éxito con los recién llegados. El capitán Las Morenas decide refugiarse en el único lugar capaz de resistir un ataque: la iglesia. Allí comienza el asedio, al que los españoles resisten durante 337 días, aislados de la realidad exterior, hasta que una circunstancia casual les hace comprender que España ha cedido, hace meses, la soberanía de Filipinas. El 2 de junio de 1899 los supervivientes salen de la iglesia, con una dignidad admirable y con el reconocimiento expreso del enemigo a su valor.

Una resistencia absurda

El episodio de Baler es apenas una minucia en el contexto del lamentable final del imperio español, plagado hasta lo más hondo de episodios rocambolescos y absurdos. Una minucia que solo adquiere relevancia por el empeño de los mandos de aquel destacamento en resistir más allá de lo razonable. Hasta tres veces el gobierno español envió emisarios para informarles de que la rendición era inevitable, pero el teniente Martín Cerezo -al mando tras el fallecimiento del capitán- se negó las tres veces desde el convencimiento de que se trataba de celadas del enemigo. Esa negativa -tan honesta y justificada como se quiera- tuvo como consecuencia la prolongación del dolor, del hambre y de las calamidades de todos los sitiados, y la muerte de más de un tercio del destacamento.

José Bono, quien fuera ministro de Defensa y presidente del Congreso de los Diputados, conoce bien el tema y se ha pronunciado sobre él en diferentes ocasiones. La última, que me conste, ha sido en el excelente y necesario documental Los últimos de Filipinas. Regreso a Baler, de Jesús Valbuena, cuyo visionado recomiendo a todo el que tenga interés en esta historia. En este documental, como en otros discursos anteriores, Bono insiste siempre en la idea de que “los últimos de Filipinas” son una lección de heroísmo y cumplimiento del deber, de amor a la patria y de entrega a los ideales más nobles. Llega a decir en el documental que defendieron el sitio de Baler por encima de las órdenes del Rey y del Congreso de los Diputados porque para ellos la Patria estaba por encima de todo.

Exagera, por supuesto. No sé si el exministro dice estas cosas porque verdaderamente se las cree o porque está tan imbuido de su papel institucional que se ve obligado a decirlas. Pero no es cierto: los cincuenta soldados de Baler no eran más que unos muchachos pobres, poco preparados y aún peor atendidos, que se vieron envueltos en una peripecia absurda de la que supieron salir con el máximo de gallardía de que fueron capaces. Algunos, en su desesperación, desertaron y unos cuantos se dejaron la vida en el intento: quién puede reprochárselo. Los demás aguantaron como pudieron las carencias, las enfermedades y las miserias y tuvieron después la bonhomía y el buen gusto de no alardear de su hazaña y de guardar para siempre un mutismo admirable.

En aquel batallón de 54 personas solo había cuatro militares profesionales, si incluimos entre ellos al médico Vigil de Quiñones, cuyo comportamiento durante todo el asedio fue el de un excelente profesional sanitario, que supo atajar con solvencia y buen tino la epidemia de beriberi que estaba diezmando la tropa. El capitán Las Morenas y los dos tenientes -solo Martín Cerezo sobrevivió al asedio- tal vez tenían el patriotismo como elemento motivador, aunque no hay constancia de que llegara tan lejos como para incumplir órdenes. Pero ¿los demás? Los demás defendieron su vida como buenamente pudieron y obtuvieron de sus sitiadores el reconocimiento a su valor. Después, casi a escondidas, porque el gobierno no estaba para jaranas -¿cuándo está para jaranas el gobierno español si se trata de reconocer a los modestos? – regresaron a sus pueblos y a sus casas sin ganas de más berenjenales.

Un penoso colofón

En 1945, cuando se acercaba el medio siglo de aquello, se estrenó la película Los últimos de Filipinas. Como he tenido ocasión de explicar en otro lugar, este filme, de calidad aún estimable, se inscribe, con cuantas salvedades se quiera, en el pack de filmografía patriótica que Franco impulsó personalmente desde su convicción de que el cine era una poderosa arma de propaganda. Los modestos muchachos de Baler fueron utilizados de modo torticero para los intereses de la dictadura. Para entonces aún vivían ocho, pero solo tres de ellos fueron invitados al estreno y ascendidos a tenientes honorarios, porque los demás tenían familias que se había visto envueltas en el bando republicano durante la guerra civil.

Con este toque final de manipulación fascista y típico rencor franquista, el sitio de Baler permanece en nuestra historia con esa posición incómoda que se reserva a tantos hechos enrevesados de la construcción de España. Para unos, es una gesta heroica que no se termina de entender muy bien. Para otros, es el último coletazo del colonialismo español. Entre unos y otros, aquellos cincuenta muchachos -campesinos, artesanos, pastores, pescadores-, que no tenían dos mil pesetas para eludir el servicio militar en ultramar, no se han ganado aún el derecho a ser reconocidos por la hazaña más importante del ser humano: sobrevivir. Tal como están haciendo los deudos de sus protagonistas (el ímprobo esfuerzo de Jesús Valbuena, periodista y bisnieto del palentino Jesús García Quijano, es una buena muestra de ello), aprovechemos el aniversario del sitio de Baler para arrojar sobre este episodio un poco de luz y de justicia. De justicia histórica, por lo menos.

Publicado en La Tribuna de Valladolid y La Tribuna de Ávila el 15 de abril de 2019