Dos preguntas a Josep Maria Margenat
Mi admirado y viejo amigo Josep Maria Margenat publicaba en el número de agosto de esta revista un sugerente artículo, El porvenir de una ilusión o the white-coat people, cargado, como todo lo que él escribe, de una sabiduría hipotáctica y generosa que suscribo casi en su totalidad, pero de cuya lectura me han brotado dos preguntas que no puedo evitar formularle y formularme.
La primera -y que nadie, por favor, busque en ella argumentos ad hominem- tiene que ver con su encendido aplauso a los profesionales de la salud y a “la comunidad científica mundial”. Se trata, claro, de dos colectivos muy diferentes, con intereses y características bien distintos, y que solo en un grado mínimo confluyen en una especie de subconjunto sobre el que incluso habría mucho que matizar. De modo que, aunque nuestro autor los agrupa, a efectos metodológicos hablaremos de cada colectivo separadamente, para no enredarnos.
Dice Margenat que la covid nos ha permitido descubrir a la “gente de la bata blanca”, que ellos son “nuevos héroes, nuestros héroes”. Es curioso: se trata de un lugar común que se ha instalado entre nosotros con solidez y que me crea una cierta perplejidad. Porque a mí, que fui pionero en esto de ser enfermo de covid y, en ese contexto, he tratado con muchos sanitarios, me sucede lo que a Churchill con los franceses: que no los conozco a todos, solo a unos cuantos. Y en esos que conozco -desde los que me salvaron la vida hasta los que me trataron con desdén- hay lo mismo que entre los barrenderos, los poetas y los ingenieros industriales: de todo. Se trata de profesionales que eligieron ese oficio por vocación, por imposición o por casualidad y que se desempeñan en él con más o menos entusiasmo y eficiencia. Como los bomberos, como los militares, sujetos siempre al drama y al imprevisto, tienen un oficio por el que, mal o bien, se les retribuye. Podemos introducir los matices o excepciones que queramos, pero, en cuanto colectivo, no veo la heroicidad por ningún lado. Héroes me parecen, esos sí, los autónomos arruinados en estos meses, los pequeños empresarios que se están dejando el alma por salir adelante, los trabajadores de cuarenta, de cincuenta años, que se han quedado sin empleo y ahora se preguntan qué va a ser de sus vidas, los viudos y las viudas de tanto muerto imprevisto. Estos son los héroes y los mártires de esta dolorosa historia.
Aún más asombroso es lo de los científicos. Tampoco los conozco a todos, aunque se da la circunstancia de que sí a unos cuantos de los mejores que se despachan por aquí. Dice JMM que “hemos redescubierto la libertad, la generosidad y el servicio a la verdad como valores posibles en la comunidad científica mundial” y nos anima a que aprendamos de ellos. Puede ser, yo no lo sé, que (todos) los científicos sean muy libres, muy generosos y muy amantes de la verdad, pero no me importaría nada que fueran también un poco autocríticos. Desde que el SARS-CoV-2 se instaló entre nosotros no he escuchado a un solo investigador reconocer de manera explícita que este asunto se les escapó, que los virólogos llevan decenios trabajando en torno a los coronavirus y no vieron que una variante asesina se expandía por todo el mundo, que la covid-19 nos iba a arrasar. Si hay algo que debe caracterizar a un intelectual es la pasión crítica, y la pasión crítica debe empezar por uno mismo. La echo de menos en este caso -aunque puede ser, no lo descarto, que el miope sea yo.
Qué humanismo
La segunda pregunta que me asalta ante el texto de JMM tiene que ver con su alegato en pro de un “humanismo teocéntrico”, locución que, al pronto, tal como la leo, me parece un perfecto oxímoron. No tengo nada contra esta figura retórica, tan fértil, como acreditó la famosa música callada de Fray Luis, pero cuando se trata de preguntarnos por el mejor modo de construirnos un futuro común, en el que quepamos todos, creyentes y no creyentes, el teocentrismo me desconcierta un tanto. Dice Margenat que el humanismo que se empezó a fraguar en Europa hace más de quinientos años es reduccionista. Supongo, por las fechas, que se refiere al humanismo nacido del Renacimiento en su vertiente artística y cultural, pero también al surgido del intercambio comercial, de la movilidad de los bienes y las personas, del emprendimiento industrial, de la eclosión de las universidades, proveedoras del necesario talento, del surgimiento de una burguesía capaz de crear riqueza y, como consecuencia, bienestar para todos. Supongo que se refiere al humanismo impulsado por la curiosidad y por el afán de aprender. ¿Reduccionista? ¿El humanismo que impulsó las ciencias y las artes hasta horizontes nunca imaginados es un humanismo reduccionista? ¿Seguro que ese humanismo -y cito textualmente- “ya no sirve”?
Comparto, por supuesto, con JMM su interés por un mundo más sostenible, su invitación a lo que llama “la conversión ecológica”, a la “reintegración en el tejido social de las edades no productivas y no consumidoras”. Lo comparto, pero dudo que ese nuevo mundo deba ser la consecuencia de un cambio: será, más bien, la lógica de una evolución. La evolución del espacio por el que los seres humanos hemos transitado a lo largo de nuestra existencia, pero en particular, y al menos en Occidente, a lo largo, precisamente, de los últimos quinientos años. Los datos brutos, las estadísticas escuetas acreditan que la humanidad ha progresado de manera exponencial en términos de bienestar y de sabiduría. Hoy mismo, mientras mantenemos este debate y el mundo está aquejado de una pandemia terrible -coyuntural, en todo caso, por larga que sea-, vivimos inmersos en una revolución tecnológica y digital de unas dimensiones y unas consecuencias asombrosas. No está todo resuelto, claro. No hay líneas rectas ni atajos. Lo imprevisible y lo inesperado forman parte de nuestro devenir y la historia -la historia del siglo veinte, sin necesidad de remontarnos más- está cargada de momentos terribles y de retrocesos vergonzosos. Pero si algo ha caracterizado a la especie humana es su prodigiosa capacidad para sobreponerse a los obstáculos valiéndose de sus tres grandes ventajas adaptativas: su condición de homo faber, su gran movilidad ambiental… y su tendencia innata a la cooperación y al intercambio, que nos permite, de un modo casi genético, y con permiso de los Hitler y Stalin de este mundo, avanzar por la senda de la solidaridad y el bien común.
Así las cosas, en mi condición de ateo convencido, agradezco a Josep Maria Margenat su invitación al humanismo teocéntrico, pero me pregunto, y le pregunto, qué necesidad tengo de él.
Escrito en noviembre de 2020 y publicado en El Ciervo en el número de marzo-abril de 2021.
Firmado por Juan A. Torres
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