«Mi novela combate el género negro»

Entrevista a Juan Torres, autor de Todo en orden (editorialadarveblog.blogspot.com)

¿Quién es Nora López?

Nora López fue la alcaldesa de una pequeña localidad mesetaria de trece mil habitantes, y en Todo en orden nos narra los sucesos que tuvieron lugar durante siete días, cuando vio peligrar su reelección y tuvo que emplearse a fondo.

¿Pero existió Nora López?

No, no. En absoluto. Como Flaubert y Emma Bovary, Nora López soy yo.

Nora es un personaje moralmente dudoso y socialmente incorrecto. ¿Te has basado para crearla en personas reales?

Nora es un personaje de ficción y toda ficción se asienta en la realidad porque incluso la imaginación más desbordada necesita anclarse en la evidencia. Lo que se cuenta en Todo en orden tiene mucho que ver con la política española de los últimos cuarenta años, pero mi modelo para esta novela está tomado también de la ficción. Nick Corey, el sheriff psicópata de 1280 almas, es el alter ego de Nora López. Y nada me gustaría más que ser acusado de plagiar descaradamente a Jim Thompson.

Tu novela, por tanto, se adscribe al género negro.

Mi novela combate al género negro. Estoy de novela negra hasta el gorro. Estoy de suecos, y noruegos, y escoceses, y juezas supereficientes, y detectives entregados, y periodistas listísimos hasta más allá de las narices. Así que he escrito una novela contra todo eso.

¿Y el resultado?

Doscientas páginas que se leen con facilidad y en las que me he esforzado por arrancar unas cuantas sonrisas. Si encuentro un lector que no se sonría ni una sola vez al leer Todo en orden me consideraré un fracasado.

¿Hay algún mensaje que quieras transmitir a través de este libro?

Si quisiera transmitir un mensaje no habría escrito una novela sino un ensayo. O un catecismo: los catecismos son idóneos para transmitir mensajes. La novela es la más modesta de las actividades literarias: el autor inventa unos personajes y esos personajes hacen cosas que no modifican en nada el transcurso de la historia. Como mucho, la novela puede encender alguna lucecita en el magín de algún lector. Una lucecita que le ayude a entender un poco mejor la vida. Muchas veces, ni eso: la novela, como género, no es más que un modo de pasar el rato. Y empieza a quedarse anticuado.

¿Por qué escribes novelas, entonces?

Por tres razones: porque es una de las pocas cosas que sé hacer; porque me divierte, y porque los amigos me jalean y me refuerzan la autoestima.

¿Y qué lees? Muchas novelas negras, supongo…

Hace años que no leo novela negra. Yo creo que fue Ellroy el último autor del género que me sedujo. Y novela a secas leo poca: la ficción da poco juego y es muy engañosa. Estoy además ya en la edad de dar marcha atrás, de releer mucho, de reencontrar joyas casi olvidadas. No me obligues a dar nombres, pero te diré que en la mesita que tengo en mi despacho siempre está la Ilíada, en la traducción de García Calvo, a la que vuelvo sin desmayo.

Entrevista publicada en el blog de la Editorial Adarve el día 24 de junio de 2021

Sobre héroes sanitarios y humanismo teocrático

Dos preguntas a Josep Maria Margenat


Mi admirado y viejo amigo Josep Maria Margenat publicaba en el número de agosto de esta revista un sugerente artículo, El porvenir de una ilusión o the white-coat people, cargado, como todo lo que él escribe, de una sabiduría hipotáctica y generosa que suscribo casi en su totalidad, pero de cuya lectura me han brotado dos preguntas que no puedo evitar formularle y formularme.

La primera -y que nadie, por favor, busque en ella argumentos ad hominem- tiene que ver con su encendido aplauso a los profesionales de la salud y a “la comunidad científica mundial”. Se trata, claro, de dos colectivos muy diferentes, con intereses y características bien distintos, y que solo en un grado mínimo confluyen en una especie de subconjunto sobre el que incluso habría mucho que matizar. De modo que, aunque nuestro autor los agrupa, a efectos metodológicos hablaremos de cada colectivo separadamente, para no enredarnos.

Dice Margenat que la covid nos ha permitido descubrir a la “gente de la bata blanca”, que ellos son “nuevos héroes, nuestros héroes”. Es curioso: se trata de un lugar común que se ha instalado entre nosotros con solidez y que me crea una cierta perplejidad. Porque a mí, que fui pionero en esto de ser enfermo de covid y, en ese contexto, he tratado con muchos sanitarios, me sucede lo que a Churchill con los franceses: que no los conozco a todos, solo a unos cuantos. Y en esos que conozco -desde los que me salvaron la vida hasta los que me trataron con desdén- hay lo mismo que entre los barrenderos, los poetas y los ingenieros industriales: de todo. Se trata de profesionales que eligieron ese oficio por vocación, por imposición o por casualidad y que se desempeñan en él con más o menos entusiasmo y eficiencia. Como los bomberos, como los militares, sujetos siempre al drama y al imprevisto, tienen un oficio por el que, mal o bien, se les retribuye. Podemos introducir los matices o excepciones que queramos, pero, en cuanto colectivo, no veo la heroicidad por ningún lado. Héroes me parecen, esos sí, los autónomos arruinados en estos meses, los pequeños empresarios que se están dejando el alma por salir adelante, los trabajadores de cuarenta, de cincuenta años, que se han quedado sin empleo y ahora se preguntan qué va a ser de sus vidas, los viudos y las viudas de tanto muerto imprevisto. Estos son los héroes y los mártires de esta dolorosa historia.

Aún más asombroso es lo de los científicos. Tampoco los conozco a todos, aunque se da la circunstancia de que sí a unos cuantos de los mejores que se despachan por aquí. Dice JMM que “hemos redescubierto la libertad, la generosidad y el servicio a la verdad como valores posibles en la comunidad científica mundial” y nos anima a que aprendamos de ellos. Puede ser, yo no lo sé, que (todos) los científicos sean muy libres, muy generosos y muy amantes de la verdad, pero no me importaría nada que fueran también un poco autocríticos. Desde que el SARS-CoV-2 se instaló entre nosotros no he escuchado a un solo investigador reconocer de manera explícita que este asunto se les escapó, que los virólogos llevan decenios trabajando en torno a los coronavirus y no vieron que una variante asesina se expandía por todo el mundo, que la covid-19 nos iba a arrasar. Si hay algo que debe caracterizar a un intelectual es la pasión crítica, y la pasión crítica debe empezar por uno mismo. La echo de menos en este caso -aunque puede ser, no lo descarto, que el miope sea yo.

Qué humanismo

La segunda pregunta que me asalta ante el texto de JMM tiene que ver con su alegato en pro de un “humanismo teocéntrico”, locución que, al pronto, tal como la leo, me parece un perfecto oxímoron. No tengo nada contra esta figura retórica, tan fértil, como acreditó la famosa música callada de Fray Luis, pero cuando se trata de preguntarnos por el mejor modo de construirnos un futuro común, en el que quepamos todos, creyentes y no creyentes, el teocentrismo me desconcierta un tanto. Dice Margenat que el humanismo que se empezó a fraguar en Europa hace más de quinientos años es reduccionista. Supongo, por las fechas, que se refiere al humanismo nacido del Renacimiento en su vertiente artística y cultural, pero también al surgido del intercambio comercial, de la movilidad de los bienes y las personas, del emprendimiento industrial, de la eclosión de las universidades, proveedoras del necesario talento, del surgimiento de una burguesía capaz de crear riqueza y, como consecuencia, bienestar para todos. Supongo que se refiere al humanismo impulsado por la curiosidad y por el afán de aprender. ¿Reduccionista? ¿El humanismo que impulsó las ciencias y las artes hasta horizontes nunca imaginados es un humanismo reduccionista? ¿Seguro que ese humanismo -y cito textualmente- “ya no sirve”?

Comparto, por supuesto, con JMM su interés por un mundo más sostenible, su invitación a lo que llama “la conversión ecológica”, a la “reintegración en el tejido social de las edades no productivas y no consumidoras”. Lo comparto, pero dudo que ese nuevo mundo deba ser la consecuencia de un cambio: será, más bien, la lógica de una evolución. La evolución del espacio por el que los seres humanos hemos transitado a lo largo de nuestra existencia, pero en particular, y al menos en Occidente, a lo largo, precisamente, de los últimos quinientos años. Los datos brutos, las estadísticas escuetas acreditan que la humanidad ha progresado de manera exponencial en términos de bienestar y de sabiduría. Hoy mismo, mientras mantenemos este debate y el mundo está aquejado de una pandemia terrible -coyuntural, en todo caso, por larga que sea-, vivimos inmersos en una revolución tecnológica y digital de unas dimensiones y unas consecuencias asombrosas. No está todo resuelto, claro. No hay líneas rectas ni atajos. Lo imprevisible y lo inesperado forman parte de nuestro devenir y la historia -la historia del siglo veinte, sin necesidad de remontarnos más- está cargada de momentos terribles y de retrocesos vergonzosos. Pero si algo ha caracterizado a la especie humana es su prodigiosa capacidad para sobreponerse a los obstáculos valiéndose de sus tres grandes ventajas adaptativas: su condición de homo faber, su gran movilidad ambiental… y su tendencia innata a la cooperación y al intercambio, que nos permite, de un modo casi genético, y con permiso de los Hitler y Stalin de este mundo, avanzar por la senda de la solidaridad y el bien común.

Así las cosas, en mi condición de ateo convencido, agradezco a Josep Maria Margenat su invitación al humanismo teocéntrico, pero me pregunto, y le pregunto, qué necesidad tengo de él.

Escrito en noviembre de 2020 y publicado en El Ciervo en el número de marzo-abril de 2021.

Firmado por Juan A. Torres

Lobistas para los nuevos tiempos

Soy un pésimo profeta. Jamás se me ha dado bien adivinar el futuro, ni siquiera esbozarlo, y por eso no me gusta el afán generalizado de especular sobre el porvenir. No son los demás los que se equivocan: soy yo el incapaz de acertar.

Y eso me ha pasado siempre, incluso en tiempos normales -si es que alguna vez los ha habido. Cuánto más ahora, en pleno reinado del coronavirus, cuando, con medio mundo encerrado en sus casas y la actividad empresarial prácticamente paralizada, ni los más avezados profetas se atreven a jugársela.

Ni idea, pues, de lo que nos espera, ni idea de cómo será el mundo después del Covid-19.

Pero hay un par de ideas que me rondan la cabeza y en torno a las cuales quiero articular estas líneas. (Dos ideas, en estos tiempos de incertidumbre, a mí me parecen muchas).

La primera: si algo ha demostrado esta crisis terrible y demoledora es que los poderes públicos tradicionales han quedado en evidencia y han dejado bien a las claras su debilidad. El andamiaje del Estado nacional burgués, tan útil para las sociedades de los siglo 19 y 20, no aguanta ya la complejidad de los nuevos tiempos.

Lo hemos visto con otros retos: con la globalización, con las nuevas tecnologías, con la crisis climática. El Estado se basa en la existencia de fronteras, y ni el dinero, ni la migración, ni internet, ni el clima quieren saber nada de límites. ¡No digamos los virus!

De manera que el Estado, perplejo, noqueado, se deshilacha y se desmorona.

Lo que pasa es que los ciudadanos siguen estando representados por él, siguen estando gestionados por él, siguen bajo su cobijo. El parapeto constitucional -en el caso de España y de los demás países democráticos- sigue siendo garantía de libertad y de juego limpio. Nos interesa que el Estado se sobreponga.

Primera paradoja: un Estado obsoleto jugando a proteger.

Segunda idea: Una sociedad muy compleja, muy líquida, extremadamente frágil, aquejada de riesgos y de expectativas enredadas y disímiles. Nunca las soluciones fáciles han sido posibles, menos lo son ahora, y sin embargo, a muchos les gustaría…

Una sociedad desestructurada, en la que prácticamente solo el tejido empresarial revela un cierto esqueleto, junto a algunos esfuerzos asociativos y a voluntariosas iniciativas…

La segunda paradoja: empresas golpeadas por una crisis brutal están obligadas a reconstruirse y a reconstruir con ello el tejido social.

Conclusión: Un Estado débil frente a unas empresas debilitadas. Es inevitable el entendimiento, el diálogo, la búsqueda de soluciones… Hay que reconstruirlo todo, desde el principio.

Y los lobistas somos, por encima de todo, los alfareros del diálogo. Alfareros: artesanos, constructores manuales de un encuentro inevitable, pero a veces costoso, entre los dos polos de la reconstrucción.

Tenemos que sentarlos a hablar, tenemos que obligarlos a hablar: a las empresas y a los poderes públicos, a los emprendedores y a las instituciones, a los que crean riqueza y a quienes la administran.

No hay otro modo de salir adelante. Y los lobistas estamos obligados a empujar.

Publicado en el blog de APRI el 21 abril 2020/

Un enfermo se hace preguntas



El pasado 20 de marzo ingresé en el Hospital Clínico de Madrid con síntomas de coronavirus tras una semana de intentos inútiles por conseguir atención médica a través de los protocolos oficiales. Ingresé en estado grave, con un cuadro de neumonía muy desarrollado. De urgencias me subieron a la planta de neumología y en ella he permanecido casi tres semanas sometido a un tratamiento cuyos detalles no sería capaz de detallar con una mínima solvencia. El martes 31 la doctora que ha dirigido mi proceso me manifestó por primera vez que “tenía razones para ser optimista”. En 48 horas se operó el prodigio y la recuperación fue exponencial: el tratamiento había funcionado. Ahora es cuestión de semanas, de paciencia, pero ya está: he salido adelante.

Todo esto no es más que una anécdota y no contiene en lo que a mí se refiere ningún elemento de heroicidad. No he combatido contra nadie ni soy un soldado movilizado en ninguna guerra. Solo soy un enfermo, eso sí, cabezota y pertinaz, que desde el primer día se mostró dispuesto a colaborar con los profesionales que le tocaran (y nunca mejor dicho) en suerte. Así que este artículo no tendría ninguna importancia si no fuera porque durante estos días duros, angustiosos, críticos, el enfermo se ha hecho algunas preguntas. Las personales (por qué a mí y cosas de esta índole) son irrelevantes. Importan, en cambio, creo, las que nos atañen a todos, las que nos interpelan, las que nos obligan a pensar.

Preguntas que nos atañen

Acotemos, primero. Hablamos de España. Esto es una pandemia, y es el mundo entero el que está implicado. Pero el enfermo está enfermo, y débil, y la cabeza no le da para grandes análisis. El enfermo se fija en su entorno, en su red de afectos, en el tejido social y profesional que forma el andamiaje de su vida cotidiana. Y en esa acotación territorial y social que, para entendernos, llamamos España, el enfermo percibe que en el origen de esta pandemia ha habido tres tipos de personas: las víctimas, los culpables y todos los demás. Las víctimas son -somos- las más fáciles de retratar: enfermos, muertos, sus familias, sus afectos. La foto resultante es borrosa, movida, incompleta, pero hay foto.

En tercer lugar -luego volveremos al segundo: el ‘flash back’ fue un buen invento que ya utilizó Homero- figura una inmensa masa de personas que, sin ser víctimas directas, están en este lío irremediablemente y algún rol juegan en él. Gente anónima, ciudadanos de a pie, personas normales y corrientes que en enero empezaron a oír hablar de este extraño asunto y tres meses después han visto transformadas sus vidas en muchos casos para siempre. Dentro de este colectivo de millones de ciudadanos anónimos hay un grupo muy especial: el que está en primera línea enfrentándose a la situación como puede y cuanto puede. Es imposible detallarlos: desde científicos y profesionales de la salud a proveedores de servicios y alimentos, desde reponedores a transportistas, desde empresarios que intentan aportar soluciones a curritos que intentan ejecutarlas, desde ingenieros que se quiebran la cabeza por hallar soluciones a la gestión de residuos o a la instalación de infraestructuras, hasta los técnicos que las implementan, en unas condiciones y con unas retribuciones en muchos casos ridículas; desde los voluntarios hasta los militares. Profesionales públicos, privados y mediopensionistas. Tantos y tantos.

¿Héroes? El enfermo no sabe, no contesta. Es una palabra tan fuerte, tan connotada, y es un colectivo tan complejo… Pero en ese magma líquido de personas variopintas, de esforzados y de talentosos, de iluminados y de deprimidos, es donde se concentra lo mejor del ser humano, lo que lo ha hecho grande como especie: su curiosidad infinita, su capacidad de esfuerzo, de superación, de búsqueda. De sacrificio.

Sobre los culpables

El enfermo hablaría mucho más de ellos si no fuera porque ahora tiene que ocuparse del tercer grupo: los culpables. Imagina el enfermo que tiene que haber culpables. En distintos grados, con distinta intencionalidad, eso ya lo determinarán, llegado el caso, los tribunales. Pero hay culpables, de eso al enfermo no le cabe duda. Están en primer lugar los obvios, los que siempre se señalan: el gobierno, los políticos, el sistema, el Estado, todo ese blablablá populista y tópico. Quién sabe: es tan fácil siempre simplificar con esto. Hace muchos años que al Estado nacional burgués, tan útil para la gestión de lo público a lo largo del siglo XX, se le deshilacharon las costuras. Convertido en un elefantiásico aparato de burocracia e ineficiencia, a quién puede extrañarle que afronte la presente situación como un viejo boxeador noqueado antes de acabar definitivamente arrumbado sobre el ring. Hace muchos años que al Estado nacional burgués, tan útil para la gestión de lo público a lo largo del siglo XX, se le deshilacharon las costuras. El Estado, sus instituciones -ay, Europa, dónde se habrá quedado-, su boyante parlamento, su flamante poder judicial, su compleja estructura territorial sostenida por millones de funcionarios perfectamente redundantes… Esto de que los virus no respeten los procedimientos administrativos lo ha llevado fatal. El gobierno es el único órgano de ese Estado que aguanta como un campeón: gesticulante, gritón, desencajado. Un presidente roto al frente de un ejército de vicepresidentes, ministros y secretarios de Estado alineados con la tesis de la Reina de Corazones del País de las Maravillas de Alicia: no importa lo que significan las palabras, lo importante es quién manda aquí.

Sí, el enfermo piensa que el Estado y el gobierno algo tendrán que alegar en su defensa. Como tendrán que alegar todas y cada una de las piezas del entramado institucional que hicieron de la pandemia objeto de burla y ninguneo: todos los partidos políticos, las autoridades locales y regionales -tan celosas de salvaguardar sus tradiciones-, las instituciones culturales y deportiva, las patronales y los sindicatos, por supuesto, esos apesebrados… Los medios, siempre sedientos de sangre y subvenciones. Pero al enfermo lo obsesionan otros culpables de los que se habla poco: los tibios, los pasotas, los ingenuos, los egoístas. Tantos que se tomaron a chanza las amenazas, tantos como siguieron con sus risas y sus bromas y sus besos y sus zaharandas, como si no fuera con ellos. Y los peores, los peores de todos, según lo ve el enfermo desde la distancia: los que en la fatídica semana del 9 de marzo, cuando era evidente que todo había estallado y cuando cada uno de nosotros era una bomba de contagio, y hasta las autoridades habían tenido que tomárselo por fin en serio, no tuvieron reparo en marcharse a las playas, a las segundas residencias, a los países vecinos -que pregunten en el Alentejo portugués su opinión sobre los madrileños o en el sur de Francia sobre los catalanes de Igualada- a seguir disfrutando de la fiesta porque qué bien nos van a venir estas vacaciones.

Y el enfermo piensa, particularmente, en una joven profesional súper preparada -perdona, chico, pero es que pienso en inglés- que, decretado ya el cierre de Madrid, se subió al coche con su marido para irse al chalet de sus adinerados suegros en Marbella, “porque allí se puede teletrabajar en condiciones”. En fin, son tantas las preguntas, que el enfermo se agobia y tiene que parar. Parar aquí, de momento, para recuperar el resuello, pero sin ánimo de parar. Porque para el enfermo, en un momento así, solo tiene sentido seguir haciéndose preguntas. * Juan Torres es empresario, consultor, fundador de Deva, tesorero de APRI y enfermo de Covid-19.

Publicado en El Confidencial el 08/04/2020

Ni héroes ni colonialistas: los 50 muchachos de Baler


Hay muchos ejercicios de alto riesgo en la España de ahora, pero el de acercarse a la historia con una mirada honesta es uno de los más peligrosos porque se corre el riesgo de terminar emparedado por el entusiasmo creativo de lo que Unamuno llamó, en un tiempo más difícil que este, “los hunos y los hotros”.

Con la congoja, pues, del que se teme el ruido que pueda desatarse, me atrevo a esbozar unas líneas para recordar que el próximo mes de junio se conmemora el 120º aniversario de la rendición de la guarnición de Baler, el último reducto del imperio español, mantenido durante once meses, a modo de aldea gala de Astérix, en la lejanísima selva filipina.

En febrero de 1898, cincuenta soldados y cuatro oficiales habían llegado a Baler, una importante localidad de la costa oriental del archipiélago filipino, para sustituir a la guarnición anterior, masacrada por los tagalos. Los cincuenta soldados eran, si no pobres de solemnidad, gentes de pocos recursos: algunos voluntarios, porque de algo hay que vivir, y los demás, carentes de las dos mil pesetas necesarias para eludir el servicio militar en ultramar. Eran campesinos, artesanos, labriegos, pescadores… Había, por cierto, cuatro castellanos y leoneses: un palentino, un burgalés, un abulense y un salmantino. Los tagalos, crecidos ante su victoria sobre la anterior guarnición, quieren repetir su éxito con los recién llegados. El capitán Las Morenas decide refugiarse en el único lugar capaz de resistir un ataque: la iglesia. Allí comienza el asedio, al que los españoles resisten durante 337 días, aislados de la realidad exterior, hasta que una circunstancia casual les hace comprender que España ha cedido, hace meses, la soberanía de Filipinas. El 2 de junio de 1899 los supervivientes salen de la iglesia, con una dignidad admirable y con el reconocimiento expreso del enemigo a su valor.

Una resistencia absurda

El episodio de Baler es apenas una minucia en el contexto del lamentable final del imperio español, plagado hasta lo más hondo de episodios rocambolescos y absurdos. Una minucia que solo adquiere relevancia por el empeño de los mandos de aquel destacamento en resistir más allá de lo razonable. Hasta tres veces el gobierno español envió emisarios para informarles de que la rendición era inevitable, pero el teniente Martín Cerezo -al mando tras el fallecimiento del capitán- se negó las tres veces desde el convencimiento de que se trataba de celadas del enemigo. Esa negativa -tan honesta y justificada como se quiera- tuvo como consecuencia la prolongación del dolor, del hambre y de las calamidades de todos los sitiados, y la muerte de más de un tercio del destacamento.

José Bono, quien fuera ministro de Defensa y presidente del Congreso de los Diputados, conoce bien el tema y se ha pronunciado sobre él en diferentes ocasiones. La última, que me conste, ha sido en el excelente y necesario documental Los últimos de Filipinas. Regreso a Baler, de Jesús Valbuena, cuyo visionado recomiendo a todo el que tenga interés en esta historia. En este documental, como en otros discursos anteriores, Bono insiste siempre en la idea de que “los últimos de Filipinas” son una lección de heroísmo y cumplimiento del deber, de amor a la patria y de entrega a los ideales más nobles. Llega a decir en el documental que defendieron el sitio de Baler por encima de las órdenes del Rey y del Congreso de los Diputados porque para ellos la Patria estaba por encima de todo.

Exagera, por supuesto. No sé si el exministro dice estas cosas porque verdaderamente se las cree o porque está tan imbuido de su papel institucional que se ve obligado a decirlas. Pero no es cierto: los cincuenta soldados de Baler no eran más que unos muchachos pobres, poco preparados y aún peor atendidos, que se vieron envueltos en una peripecia absurda de la que supieron salir con el máximo de gallardía de que fueron capaces. Algunos, en su desesperación, desertaron y unos cuantos se dejaron la vida en el intento: quién puede reprochárselo. Los demás aguantaron como pudieron las carencias, las enfermedades y las miserias y tuvieron después la bonhomía y el buen gusto de no alardear de su hazaña y de guardar para siempre un mutismo admirable.

En aquel batallón de 54 personas solo había cuatro militares profesionales, si incluimos entre ellos al médico Vigil de Quiñones, cuyo comportamiento durante todo el asedio fue el de un excelente profesional sanitario, que supo atajar con solvencia y buen tino la epidemia de beriberi que estaba diezmando la tropa. El capitán Las Morenas y los dos tenientes -solo Martín Cerezo sobrevivió al asedio- tal vez tenían el patriotismo como elemento motivador, aunque no hay constancia de que llegara tan lejos como para incumplir órdenes. Pero ¿los demás? Los demás defendieron su vida como buenamente pudieron y obtuvieron de sus sitiadores el reconocimiento a su valor. Después, casi a escondidas, porque el gobierno no estaba para jaranas -¿cuándo está para jaranas el gobierno español si se trata de reconocer a los modestos? – regresaron a sus pueblos y a sus casas sin ganas de más berenjenales.

Un penoso colofón

En 1945, cuando se acercaba el medio siglo de aquello, se estrenó la película Los últimos de Filipinas. Como he tenido ocasión de explicar en otro lugar, este filme, de calidad aún estimable, se inscribe, con cuantas salvedades se quiera, en el pack de filmografía patriótica que Franco impulsó personalmente desde su convicción de que el cine era una poderosa arma de propaganda. Los modestos muchachos de Baler fueron utilizados de modo torticero para los intereses de la dictadura. Para entonces aún vivían ocho, pero solo tres de ellos fueron invitados al estreno y ascendidos a tenientes honorarios, porque los demás tenían familias que se había visto envueltas en el bando republicano durante la guerra civil.

Con este toque final de manipulación fascista y típico rencor franquista, el sitio de Baler permanece en nuestra historia con esa posición incómoda que se reserva a tantos hechos enrevesados de la construcción de España. Para unos, es una gesta heroica que no se termina de entender muy bien. Para otros, es el último coletazo del colonialismo español. Entre unos y otros, aquellos cincuenta muchachos -campesinos, artesanos, pastores, pescadores-, que no tenían dos mil pesetas para eludir el servicio militar en ultramar, no se han ganado aún el derecho a ser reconocidos por la hazaña más importante del ser humano: sobrevivir. Tal como están haciendo los deudos de sus protagonistas (el ímprobo esfuerzo de Jesús Valbuena, periodista y bisnieto del palentino Jesús García Quijano, es una buena muestra de ello), aprovechemos el aniversario del sitio de Baler para arrojar sobre este episodio un poco de luz y de justicia. De justicia histórica, por lo menos.

Publicado en La Tribuna de Valladolid y La Tribuna de Ávila el 15 de abril de 2019

El rey Midas de Palermo

En la primavera de 1990 Italia entera vivía enardecida por la celebración del Mundial de fútbol. También Sicilia, que aportaba a la squadra azzurra la eficacia goleadora del gran Totò Schillaci. Pero en las calles de Palermo se hablaba, además, de otra cosa: del “gran negocio”, como empezaba a denominarse. Quien más, quien menos, tenía un amigo o un conocido que había creído en Giovanni Sucato, había apostado y había ganado. Se fantaseaba con inversiones de uno, de dos, de cinco millones de liras que, en pocas semanas, se habían doblado. Así, sin esfuerzo: bastaba con ir a Villabate, un pueblo grande, a las afueras de Palermo, presentarse en las oficinas de la Suginvest, la empresa de Sucato, entregarle el dinero en efectivo y recibir a cambio un recibo escrito a mano en una hoja de bloc normal y corriente. Volvías a las cuatro semanas y el importe era devuelto con unos intereses asombrosos, más del doble de la cifra inicial, de los que Sucato se limitaba a cobrar el veinte por ciento. Era increíble, absolutamente increíble, por lo rentable y por lo honesto.

Pasan los meses y Sucato no defrauda a nadie. Su leyenda crece y crece. Los periódicos, las televisiones comienzan a convertir su rostro grande, su físico corpulento en un icono social. Sucato –un antiguo contable que algunos tenían por abogado– abre oficina en el centro de Palermo Se forman largas colas de ahorradores: todos quieren participar de esta extraordinaria forma de enriquecimiento. Los bancos empiezan a tener problemas de captación de depósitos, en tanto que Sucato empieza a aplazar ligeramente los pagos y a aceptar sólo ingresos mínimos de cinco y diez millones.
Esta exigencia obliga a los palermitanos a asociarse para agrupar grandes cantidades: colectas entre vecinos, entre compañeros de trabajo, en las escuelas, en los comercios; colectas que se entregan a los intermediarios de Sucato, agentes improvisados que inundan ya toda la ciudad. Con modestia, sin alharacas, el nuevo rey Midas, en medidas entrevistas, arroja claves sobre sus métodos: “Hablo todos los días varias veces con mis agentes en los mercados americanos y africanos”; “he comprado el cargo de una bananera y lo he colocado en el mercado adecuado, en el momento adecuado”; “mis agentes venden en los Emiratos Árabes joyería italiana a un precio cinco veces superior al coste”; “he financiado la construcción de viviendas en Túnez cuadruplicando las inversiones”.

Los palermitanos le creen no solo porque ven los resultados, sino por algo más profundo: ¿quién va a estar tan loco como para organizar un fraude en la capital de la mafia? Los propios mafiosos de segunda fila, los que tienen algún problemilla financiero, empiezan también a acercarse por las oficinas de Sucato. La policía duda, el fisco duda. Precisamente por lo mismo por lo que los ciudadanos no lo hacen: si en Palermo nada se organiza sin la mafia, ¿no será que detrás de Sucato está la propia Mafia?

En la mañana del 8 de septiembre de 1990 los que se presentaron en la oficina palermitana de la Suginvest, para invertir o cobrar, la encontraron cerrada. Una cartel decía:”El licenciado Giovanni Sucato ha sido convocado por Berlusconi, por lo que volverá la semana que viene”. Pero pasaron los días y Sucato no volvía. La magistratura empezó a moverse: comunicación judicial, registros en las oficinas, en la casa, en las filiales. Se confiscaron documentos, papeles, recibos. Ni sombra del dinero recogido. Poco después, la fiscalía confirma la terrible realidad: el rey Midas de Palermo era un impostor de tres al cuarto que había estafado siete mil millones de liras. Durante los siete meses que había durado la impostura pasaron por las manos de Sucato, al menos, sesenta mil millones de liras.

A finales de septiembre reapareció en Palermo. Aceptó la declaración de bancarrota y una deuda de siete mil millones que no tenía con qué afrontar. Poco después, vuelve a desaparecer. Unos piensan que se ha ido a disfrutar de su fortuna escondida; otros, que alguno de sus estafados le haya mandado a criar malvas.

Esta segunda hipótesis la refuerzan algunos hechos inmediatos: el 22 de noviembre unos de sus colaboradores es encontrado muerto por autoestrangulación, mediante el método de la cuerda atada a los pies y al cuello de la víctima. Tres meses más tarde, por el mismo sistema, aparece muerto otro colaborador del contable. Vista la situación, Sucato decide entregarse y se niega a que los jueces le concedan el arresto domiciliario. Con el primer aniversario de la estafa lo ponen en la calle y durante seis años malvive, aterrado y solo, sabiendo que en Palermo el problema no es la justicia. Finalmente, el 30 de mayo de 1996, en la autopista Palermo-Agrigento, un coche aparece en la cuneta incendiado por una bomba. Dentro, el conductor es un cadáver carbonizado. Pero los carabineros no tienen problema en reconocerlo: era Giovanni Sucato.

El periodista Gaetano Savatteri escribió esta historia y la recogió en su libro I siciliani (2005). El escritor Andrea Camilleri la utilizó como base para su novela L’odore della notte (2001). Es muy probable que en Palermo, en los últimos meses, mucha gente haya vuelto a recordarla.

Publicado en el diario Negocio 26/09/2009

La crisis del 14


En el año 32 antes de nuestra era, el joven Cayo Julio César Octaviano, al que la historia habría de conocer como César Augusto, puso fin a la fracasada experiencia del Segundo Triunvirato, venciendo a su socio Marco Antonio a las puertas de Alejandría y obligando a Cleopatra al suicidio. Octaviano regresó a Roma, con apenas treinta años, heredero único del legado de César y poseedor de las inmensas riquezas de Egipto.

El oro egipcio llega en un momento en el que Roma ya es inmensamente rica y poderosa, dueña de casi todo el mundo entonces conocido y poseedora de una eficiente administración, capaz de extraer lo mejor de cada territorio para mayor gloria y bienestar de la Urbe. Con los nuevos tesoros, el imperator Octaviano se aplica a la liquidación del ejército (casi medio millón de hombres a los que compra tierras para cultivar), la anulación de las deudas de los particulares al Estado y la ejecución de grandes obras públicas, al tiempo que acomete una profunda reorganización administrativa. Contaba para ello con dos hombres excepcionales: Marco Agripa, su mejor general, que se demostró en la paz como un excelente burócrata, y Cayo Mecenas, un gran financiero, por más que su nombre perdure por uno de los aspectos más tangenciales de su actividad.

Las riquezas puestas en circulación en aquellos primeros años del mandato de Augusto provocaron una espiral inflacionista, que estimuló el comercio, pero también los precios, que subieron de manera astronómica. Cuando, en el año 14 de nuestra era, Tiberio es nombrado nuevo emperador en sustitución de su padrastro, se encuentra una situación económica insostenible y decide interrumpir bruscamente la espiral, reabsorbiendo la moneda circulante.

Aquellos que se habían endeudado contando con la continuación de la inflación se encontraron faltos de liquidez y corrieron a retirarla de los bancos. Según cuentan los historiadores de la época, hubo banqueros, como Balbo y Olio, que tuvieron que hacer frente, en un solo día, a trescientos millones de obligaciones y terminaron cerrando. Las industrias y comercios afectados no pudieron pagar a sus proveedores y cerraron también. Cundió el pánico. La retirada de depósitos se generalizó. El banco de Máximo y Vibón, el líder bancario de la época, no pudo satisfacer las demandas y pidió ayuda al banco de Pettio. Pero cuando la noticia se difundió, fueron los clientes de éste quienes se precipitaron a retirar su dinero e impidieron el salvamento de los colegas. Los bancos de Lyon, Alejandría, Cartago y Bizancio cayeron de forma simultánea, dando pruebas de una globalización bancaria efectiva. Las quiebras se desataron en cadena, y también los suicidios. Muchas pequeñas propiedades, cargadas de deudas, no pudieron esperar a la nueva cosecha para pagarlas y tuvieron que ser vendidas en provecho de los latifundios más preparados para resistir. Volvió a florecer la usura, los precios se derrumbaron y la situación quedó al borde del desastre.

Tiberio tuvo que rendirse a la evidencia y asumir que la deflación no es más sana que la inflación. La primera medida que adoptó –y casi la única– consistió en el reflotamiento del sistema bancario: distribuyó cien mil millones entre las entidades financieras para que los pusieran en circulación, con orden expresa de que los prestaran, sin intereses, por un periodo máximo de tres años. Bastó esta medida para revigorizar la economía, descongelar el crédito y devolver la confianza.

Publicado en el diario Negocio en 2009