Un diputado se subió el otro día a la tribuna del Congreso y, en un tono muy castelariano, espetó: «¿Qué queremos nosotros? Nosotros queremos escuchar a la sociedad civil».
Hay algunos latiguillos del lenguaje político contemporáneo que tienen, en sí mismos, mucho de sobreactuado. Este, sin ir más lejos. ¿Por qué se coteja de civil a la sociedad? ¿Para diferenciarla de otro tipo de sociedades (la militar, la masónica, las anónimas…) o simplemente para dotar al sustantivo, a golpe de redundancia, de un empaque que en sí mismo no tiene? A ver, escuchemos al diputado en un estilo menos pomposo: «Queremos escuchar a la sociedad». Efectivamente, no funciona: eso es una sosez. La sociedad a secas queda como muy vulgar y además es imposible. ¿Cómo vas a escuchar a la sociedad, así, a mogollón, como si la sociedad fuera una señora que llega a tu despacho con su lista de reivindicaciones y te las suelta de seguido? Escuchar a la sociedad es imposible. Igual de imposible que escuchar a la «sociedad civil», naturalmente, pero en este caso el adjetivo solemniza la expresión y entonces la frase no significa nada, pero lo parece. Pura farfolla política.
El diputado pronunciaba estas palabras el pasado 25 de febrero en la sesión parlamentaria que debatía la convalidación del real decreto-ley para la puesta en marcha del plan de recuperación, esa partida de los fondos europeos a la que lo hemos apostado todo como única solución a nuestros problemas, pero sin saber bien cómo se juega ni quiénes son los jugadores. El diputado criticaba al gobierno al que reprochaba ser el segundo peor país en la ejecución de los fondos europeos del sexenio anterior y le recriminaba lo mal que se está preparando para los que vienen. Tenía razón el diputado, y la sigue teniendo: lástima que la crítica al gobierno sea una de las mercancías más baratas que se despachan en el almacén de las actividades públicas.
Lo que me preocupa, y lo que me importa, de las palabras del diputado es el hilo con el que desarrolla su intervención: «¿Qué va ser esto?», se pregunta refiriéndose al modo en que van a gestionarse los fondos. Y se autocontesta: «Esto va a ser lo de los lobbies». Y a partir de ahí se enzarza en una batiburrillo de reproches y de acusaciones que concluye, según el acta de la sesión, con una puntualización determinante: «Aplausos», dice el acta. Misión cumplida.
Quédense con la copla, por favor: el diputado y su grupo quieren escuchar a la sociedad civil; el gobierno, a los lobbies (o a los lobis, que es más fácil de escribir). Ya tenemos el binomio en pie. El viejo y sobado binomio del bueno y el malo, tan del gusto de la política actual.
Poniendo la intervención en contexto, para que se entienda la boutade, lo que le se pasaba a su señoría es que estaba muy enfadado con un artículo de prensa en el que se anunciaba que un grupo de exministros, exparlamentarios y ex varias cosas habían constituido una firma de asesoramiento para ofrecer a las empresas apoyo en la obtención de ayudas del maná europeo. No hacía falta remitirse a una noticia en concreto de un periódico concreto, como hace el diputado. La creación de esta consultora ha ocupado más espacio en los medios que la misión a Marte porque alguno de sus impulsores, que viene de una trayectoria curtida en el duro bregar de los aparatos de los partidos, se ha recorrido todas las redacciones con la perseverancia con que nuestras bisabuelas se recorrían las estaciones de semana santa y pedían en cada una de ellas por las intenciones del Papa.
Al diputado, lo de esta consultora le parece fatal. Ilegal no es, desde luego, y el diputado no aporta datos de que haya cometido ninguna infracción, de manera que imagino que lo suyo es una ira preventiva, como esas que se agarraba Dios en el Antiguo Testamento y mantenía a los suyos durante años dando vueltas por el desierto para que no pecaran. El diputado sospecha, a la vista de las biografías, que esta consultora se va a valer de sus contactos con el gobierno y entre unos y otros se van a hartar de conchabes y malabares.
No digo yo que no, pero tampoco que sí: no tengo datos y el diputado no los aporta.
Pero a lo que voy: ¿a mí qué me cuenta? Si el diputado considera que esta consultora y las personas concretas que la componen lo que persigue es -cito textualmente- «repartirse la pasta y los sillones» bien está que lo diga, incluso que vaya al juzgado, si tan claro lo tiene. Pero afirmar que «esto va a ser lo de los lobbies» y meternos en ese saco a las docenas de profesionales que hacemos honestamente nuestro trabajo es, lo comprendo, resultón, pero algo peor, mucho peor, que inexacto.
El diálogo de las instituciones con la sociedad (con la civil, por supuesto) se realiza a través de diversos canales de mediación, a través de intermediarios que, cuanto más identificados estén y más transparentemente actúen, mejor será para todos. Estos intermediarios (algunos de ellos, para no enredarnos ahora en taxonomías detalladas) somos los lobistas -o los profesionales de asuntos públicos, o los de relaciones institucionales, o como quieran ustedes llamarnos. Y los lobistas -los que estamos agrupados en la APRI y muchos otros que apuestan muy seriamente por esta profesión- llevamos años pidiendo a los poderes públicos que nos reconozcan, que entre todos nos regulemos y que fijemos las reglas del juego del modo más transparente y limpio posible. Se ha avanzado algo, se está avanzando mucho en algunas comunidades autónomas y en algunos ámbitos de la Administración, pero el espaldarazo definitivo del legislador se resiste por razones no muy comprensibles y que tal vez tengan más que ver -digo, es un decir- con la ineficiencia del engranaje parlamentario que con la falta de voluntad.
El diputado que hizo esta intervención conoce esto perfectamente, nos conoce, nos aprecia y se sienta con nosotros, los lobistas, frecuentemente, para conocer de primera mano asuntos que le incumben y de los que tiene que informarse. ¿A qué viene entonces meter en el mismo párrafo las churras con las merinas, el culo con las témporas o como quiera que ahora se digan este tipo de fórmulas?
Con intervenciones así no se avanza. Pero no es que no se avance en la normalización de nuestra actividad: es que no se avanza en lo imprescindible, en permitir que se desarrollen herramientas de diálogo institucional modernas en su eficacia y éticamente irreprochables que la sociedad necesita.
La sociedad civil, naturalmente.
Publicado en La Política Online el 09/03/21