Cuando empecé a ver las cosas de Resnais no estaba bien decirlo, pero lo cierto es que se me hacía cargante. De Hiroshima mon amour o de La guerra ha terminado no puedo hablar mal objetivamente pero me parecen filmes un punto artificiosos, sobreactuados e inverosímiles, lejos de las narraciones frescas y creíbles de los mejores directores norteamericanos.
No se podía decir, claro, porque la nouvelle vague era intocable, y yo seguía yendo religiosamente a tragarme todas las novedades de aquel grupo de engreídos, que, al fin y al cabo, resultaban razonablemente soportables. Me veía todo lo de Truffaut, naturalmente, y lo de Rhommer, al que se le reían mucho las gracias inencontrables de sus tediosos filmes. Me tragaba sin rechistar al impasible Bresson y a Godard y sus vanguardias, que me dejaban más frío que si ahora viera un estriptis de Rajoy, y seguía imperturbable los infinitos thrillers provincianos de Chabrol, al que siempre he intentado buscarle virtudes.
Después de tanto esfuerzo y dinero, llegué a la conclusión de que el mejor director francés de todos los tiempos ha sido el Luis Buñuel de su etapa francesa. Pero en aquel mar de petulancia, sensiblería y tópicos que dio en denominarse, encontré algunas perlas, claro: hubiera sido imposible que entre tanto despliegue de talento y subvención no surgieran piezas dignas de encumbrarse. Los cuatrocientos golpes posee una frescura y una espontaneidad que en el resto del cine de Truffaut se fue importando cada vez más; en La Marquesa de O, Rohmer marcó un hito del cine histórico, sin apenas argumento, ni diálogo, ni movimiento; Un asunto de mujeres, mucho más moderna, es por fin la gran película que Chabrol llevaba buscando durante décadas… y muy poquito más, por más que los puristas me apedreen ante las evidentes y conscientes omisiones.
A esta lista debo añadir otro pieza, que en lo que se refiere a mi educación sentimental merece párrafo aparte.
Fue en los primeros ochenta cuando Resnais estrenó Mi tío de América. Y aquel filme aparentemente menor, casi juguetón, que de hecho aparece siempre en la segunda o tercera línea de su filmografía cuando se ordena por importancia, pasó a formar parte de mi particular bagaje de películas favoritas.
Por aquel entonces, aún no existía la Tercera Cultura (en realidad, existía, pero aún no nos habíamos enterado), ni Penrose había publicado La nueva mente del emperador, que tanto ayudó a abrir la nuestra, ni Dawkins ni Damiano se habían adentrado en los fértiles territorios que aúnan ciencia, filosofía y divulgación. Cuando se estrenó Mi tío de América, al menos en España, los de letras éramos, de verdad, de letras, con todo lo que tiene eso de pernicioso.
Lo peculiar de esta película es que, siendo de ficción, su protagonista principal no era ninguna estrella del firmamento fílmico, sino un científico, bien es verdad que un científico bastante heterodoxo en sus formas. Henri Laborit, que nos dejó hace ya casi veinte años, era nada menos que “biólogo, médico, etólogo, psicólogo y filósofo francés”, según lo define la Wikipedia. Nos importa, sobre todo, lo de etólogo. La etología es la rama de la biología y de la psicología experimental que estudia el comportamiento de los animales en el medio en el que se encuentran, entendiendo a los seres humanos como una especie más a tomar en consideración. El etólogo más conocido ha sido el austriaco Konrad Lorenz (no confundir con Edward Lorenz, el matemático y geógrafo que formuló la teoría del caos), quien alcanzó el Premio Nobel de Medicina en 1973 por sus estudios etológicos, en uno de esos quiebros de la Academia sueca que solo son superados por sus colegas noruegos cuando adjudican el Nobel de la Paz.
Pero a lo que iba: Laborit formuló sus teorías conductuales con esa libertad de espíritu posmoderno de los años setenta en los que se mezclaba psicoanálisis y biología con una alegría admirable y su obra ha quedado muy marcada por su observación de que la conducta de los vertebrados se caracteriza por tres rasgos típicos: la búsqueda (de alimento, de pareja, de cobijo); la gratificación (que le hará persistir en las acciones que le producen gozo), y la inhibición, que le hará huir o agredir, según los casos, cuando se encuentre ante situaciones no placenteras.
Esta formulación es la que fascinó a Resnais y sobre la que montó el filme que nos ocupa.
Mi tío de América se estructura en torno a tres historias independientes, cada una de ellas introducida por el propio Laborit, que explica con cierto detalle cada uno de los rasgos conductuales antedichos. De lo que se trata es de conocer el comportamiento de tres personajes diferentes en su lucha por la supervivencia. Los personajes son un empresario en ascenso, una actriz y un exitoso político, cuyas historias son revisadas con cierto detenimiento, en algún caso se entrecruzan y en todos se encuentran enfrentados ante situaciones imprevistas. A lo largo de las tres historias, la voz en off de Laborit nos proporcionará claves para entender las pautas de comportamientos de los personajes.
El experimento fílmico es muy notable y el perfecto entendimiento entre Resnais y Laborit se percibe a lo largo de toda la cinta. Hay mucha sabiduría por ambas partes, bastante sentido del humor y algún punto de inocencia adanista, como la insistencia visual en comparar los comportamientos de los protagonistas con ratas de laboratorio, que no digo yo que no tengan similitudes pero tampoco es necesario hacerlas tan explícitas.
Tengo para mí que Laborit y Resnais, y aquel mundo feliz de la nouvelle vague y la etología están hoy un poco olvidados, y probablemente con razón a la vista de los avances del cine y de la ciencia, pero Mi tío de América fue un intento pionero de cohesionar ambos que merece un reconocimiento.
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017