La tumba de Manuel Azaña

Hace algunos años visité la tumba de Azaña en la localidad francesa de Montauban.

Montauban es una ciudad con mucha historia, ubicada en la parte baja de los Pirineos franceses, a unos cincuenta kilómetros de Toulouse. Con poco más de 50.000 habitantes, una de las cosas que me llamó la atención de esta villa es que cuenta con seis cementerios. Ignoro, porque no me puse a ello, si tan elevado número de necrópolis se debe al reducido tamaño de cada una de ellas o a la elevada mortalidad del lugar, del que puedo atestiguar que cuenta con un clima húmedo y desabrido, solo apto para gentes recias.

Ni en el hotel ni en la oficina de turismo supieron darnos cuenta de en cuál de los seis cementerios se encontraba la sepultura del expresidente de la República Española: solo un golpe de fortuna hizo que diéramos con ella. Asombrosa su pequeñez, su modestia, su anonimato. Con posterioridad se hicieron algunas mejoras y se la dotó de una señalización adecuada, pero, con todo, es una tumba modesta e inapropiada para un Jefe de Estado.

Este parece ser el destino de Manuel Azaña. Su figura política sigue siendo, tantos años después, controvertida. Salvo algunos delirios personales, como aquel que le dio de pronto a Aznar en su primera presidencia, Azaña resulta incómodo para (como hubiera escrito Unamuno) “los hunos y los hotros” y se le dedica la atención justa, incluso en términos de alabanzas e improperios, de modo que su visibilidad entre los españoles de hoy se encuentra muy por debajo de la verdadera importancia historiográfica que tiene.
Aproximadamente como su tumba.

Azaña fue un tipo complejo y poliédrico, en mayor medida de lo que lo somos todos los humanos. Supongo que algo influyeron en su llamativa personalidad las condiciones físicas de una fealdad notable acompañando a una fulgurante inteligencia, así como los duros elementos biográficos de una orfandad temprana y una compleja realidad familiar.

Sea como fuere, con esos condicionantes o con otros, Azaña fue un tipo que combinó de modo destacado rasgos de personalidad muy extremos: tan inteligente como frío, tan lúcido como sarcástico; ciclotímico, depresivo, soberbio, analítico; poseedor de una oratoria extraordinaria y de una capacidad asombrosa de reacción dialéctica; capaz de encerrarse en un silencio hosco por una nimiedad; tan amigo de sus amigos como enemigo de los que se encontraba enfrente; lector voraz pero amante del campo y la montaña; taciturno y frívolo, a ratos cada cosa.

Esta personalidad ha de tenerse en cuenta, y de hecho se tiene, para estudiar al Azaña político, que tan esencial fue (para lo bueno y para lo malo) en los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera y en todo el periodo republicano. Pero conviene no olvidar que, de los sesenta años que Azaña vivió, apenas ocho los consagró a la primera línea de la acción política. En cambio, ejerció como escritor durante toda su vida, desde la adolescencia hasta la muerte, incluidos los años más intensos de su actividad pública. Y en estos más de cuarenta años de ejercicio intelectual los distintos Azañas que convivían dentro de don Manuel tuvieron tiempo sobrado de ponerse bien de manifiesto.

En lo primero que se bregó el joven Azaña fue en el ensayo y la investigación. Fascinado por Varela, le dedicó muchas páginas, como se las dedicó a otros aspectos de nuestra historia y nuestra literatura, sin olvidar el Quijote, pero que las musas me perdonen la dura afirmación de que nuestro admirado autor podía haberse ahorrado tanta tinta. O se la podía haber ahorrado al lector, cuando menos, porque es verdad que a escribir solo se aprende escribiendo y hay que saber distinguir, cuando uno se dedica a este oficio, entre lo que hay que dar a las prensas y lo que debe considerarse únicamente como material para hacer músculo.

Casi todos los ensayos del joven Azaña (y no hay que olvidar que en literatura se es joven hasta bien entrada la cuarentena) tienen hoy escasísimo interés.

En ficción hay tres obras y media dignas de considerar. La novela Fresdeval, en la que fabula la historia de su familia en la Alcalá de Henares del siglo diecinueve, se le quedó a medias como consecuencia de la proclamación de la República. La otra novela, El jardín de los frailes, rememora su años de interno en El Escorial y es una pieza legible, digna, encomiable incluso en algunos aspectos, aunque tan berroqueña y áspera como el propio Monasterio en que la ubica.

La tercera pieza es La Corona. Se trata de un espantoso dramón inverosímil, impropio de la categoría intelectual del autor. No se entiende que lo escribiera, pero se entiende menos que lo estrenara siendo jefe de gobierno (un caso único: imaginemos en estos tiempos una situación similar) e involucrando a gente seria como Margarita Xirgu. En el estreno absoluto, en Barcelona, el fracaso fue pleno. En Madrid, más cortesanos, hubo aplausos como para cumplir. Tengo para mí -y esta es una hipótesis sustentada en mis fobias personales- que esta estruendosa metedura de pata hay que ponerla en el haber de su cuñado, el inefable Cipriano de Rivas Cherif, un chisgarabís de las tablas que no le dio a Azaña -excepción hecha de una fraternal amistad y una hermana como esposa- más que pésimos consejos y notables dolores de cabeza.

La media obra de ficción a la que me refiero es La velada en Benicarló, una pieza que entra en el terreno confuso del teatro y el diálogo filosófico, cuyos únicos valores se encuentran en su contenido político y moral, nacido de los estertores de la guerra y asomado ya el autor a la ruina de España y a la suya propia.

El Azaña inmenso, memorable, el que merece un puesto de honor en la excelente literatura española de la primera mitad del siglo veinte, es el escritor de diarios. De todos los diarios: de los escritos en tiempos gloriosos y de los pergeñados en momentos de miseria; en los que se percibe que dispone de tiempo y en los que anota fragmentos precipitados; en los de paz y en los de guerra. La capacidad de Azaña para captar el momento, para describirlo, para calificarlo (generalmente, de manera mordaz, pero también brillante) tiene pocos paralelismos en nuestra historia. Visto con perspectiva, duele en ocasiones verlo tan sobrado y asombra en otras su ingenuidad política, él, que se consideraba el tipo más sagaz del mundo. Pero aun en esos momentos, su prosa es impagable. Otras veces asombra la solidez de sus convicciones, su compromiso ciudadano, su coherente terquedad republicana. Y siempre su enorme calidad de escritor de trazo fino, certero y breve, capaz de describir un paisaje con la nitidez de un Velázquez de trazos esenciales:

«Los riscos que señorean el Hoyo de Manzanares, abren un balcón en el valle de Cerceda, delante de la Maliciosa y la Pedriza. Un navazo alfombrado de yerbas olorosas: el horizonte desde Gredos al Ocejón: Navachescas. Espesar de las encinas antiguas. Gamos en libertad. Suavidad incógnita del valle del Manzanares. Y aquel altozano, más allá del Alpedrete, de cara al circo de Siete Picos y Cabeza de Hierro, brillante como acero, húmedo de nieves derretidas, de chorros que se despeñan. Más lejos, la majestad del pinar de Balsain. Y los ocasos en Cueva Valiente, teñidos de rojo, de malva, los celajes sobre la tierra segoviana».

Nadie ha descrito la sierra de Madrid como lo hizo Azaña.

Pero hay otra faceta en la que también fue extraordinario: en la faceta epistolar. El Azaña escritor de cartas alcanza un nivel máximo en sus últimos años, cuando ellas son su única arma para defender sus posiciones, sus convicciones, su vida y la de los suyos. Cuando ya no busca gloria literaria -la política, por supuesto, tampoco- y se trata solo de exponer con claridad, a un interlocutor remoto, lo que sabe y lo que piensa. En concreto, la última carta de contenido político que Manuel Azaña escribió, justo antes de trasladarse a Montauban, pocos meses antes de morir, es -pienso a estas alturas, tras años de leerlo y releerlo- su obra cumbre. Está dirigida a Ángel Ossorio, un abogado de derechas al que le unían muchas aventuras y una sincera amistad, y contiene en un puñado de folios, lo mejor de Manuel Azaña.

Con esa carta en la mano y al pie de su perdida tumba, España se entiende mejor.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017