Antonio Policarpo Díaz de la Serna y Fernández de Cevallos era, pese a su nombre rimbombante, hijo de una familia de campesinos asentada en Villavesil, un villorrio cántabro que a día de hoy cuenta con 290 almas. En 1889 los que había estaban muriéndose de hambre, así que Antonio Policarpo, con catorce años cumplidos, decidió cruzar el Atlántico en busca de nuevos aires. Se asentó en México, hizo razonable fortuna, fundó familia y encauzó su destino y el de los suyos en aquellas lejanas tierras, pero nunca renunció a su nacionalidad española, no sabemos –ni falta que nos hace- si por convicción patriótica o por simple dejadez.
Esta circunstancia y el generoso entusiasmo con que el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero desarrolló la Ley de Memoria Histórica han hecho posible que uno de los herederos más conspicuos de don Antonio Policarpo ostente desde hace unas semanas la doble condición de mexicano y español, de español mexicano y por añadidura cántabro, que es una de las condiciones más recias que caben de la españolidad.
Ignacio Díaz de la Serna se llama el muy digno heredero y créanme si les digo que la noticia de su nacionalización no es vana porque ella nos permite añadir a la larga lista de pensadores y escritores patrios un nombre más, menos conocido de lo que debiera pero no menos meritorio que muchos de los que, con mayor notoriedad, pueblan los espacios de nuestras páginas culturales.
Allá a principios de los ochenta del pasado siglo, Ignacio se había licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de México y se había venido a Barcelona para cursar el doctorado bajo el protectorado del gran Eugenio Trías. En Barcelona todavía no había sentado mando en plaza el profesor Junqueras, ni el aguerrido Artur Mas se debatía entre el ser y la nada, pero cuando el joven aprendiz descubrió que el programa de doctorado incluiría entre las asignaturas Filosofía Catalana I, Filosofía Catalana II y así sucesivamente, pensó que era mejor jugársela en la desconocida Madrid.
Madrid era por entonces la ciudad alegre y confiada que el alcalde Tierno supo vender al mundo como el colmo de la modernidad. El joven filósofo no se entendió con la Universidad pero la ciudad lo deslumbró y durante tres años cursó un verdadero posgrado en madrileñismo que le será muy útil para ejercer en su nueva etapa de español. Políglota como es, consiguió incluso adentrarse en las esencias mismas del argot capitalino, aunque él mismo reconoce su derrota con palabras como piscina y escenario ante las que su lengua y su boca, labradas en el mestizaje de la Nueva España, se declaran inermes. En otras asignaturas, en cambio, sacó nota: cuando aprendió la madrileñísima costumbre de invitar a rondas de bebidas sucesivas cada miembro de un grupo, él dio un paso más e instituyó la tradición de invitar, como colofón de una noche de farra, a periódico del día.
Ignacio no publicó durante sus años de estancia en Madrid, pero leyó bastante, escribió mucho y se empapó de materiales para su futuro inmediato. (También jugó al ajedrez, crio gatos y ensayó programas de radio alternativos, como aquel Orates, necios y pimpollos que tanto nos divirtió, pero no estoy haciendo su biografía ni menos aún su necrológica, de manera que omitiré los detalles).
Vuelto a México y doctorado al fin, el buen bisnieto de don Antonio Policarpo empezó a poner orden en su sabiduría y a añadir sabiduría a su desorden. No estoy seguro, pero creo que Humos y dispersos fue su primera obra publicada tras el regreso a la patria, un poemario –el único que ha publicado- con el que obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer, uno de los más prestigiosos de la literatura mexicana. Me cabe el honor de recordar el origen de ese poemario: unos días ociosos en la playa inmensa y emotiva de Zahara de los Atunes y unos retoques posteriores en su buhardilla inenarrable de la madrileña calle de las Fuentes.
No es el único libro de Ignacio en el que las vivencias de aquellos días aparecen. En toda su narrativa hay siempre algún guiño, alguna referencia, algún recuerdo. Lo que pasa es que su narrativa es bastante peculiar y está construida de materiales tan heterogéneos y vericuetos tan diversos que no resulta fácil catalogarla.
En realidad, narrativa y ensayo no son fácilmente discernibles en la obra de Díaz de la Serna. Su cabeza, de un modo que tal vez los neurobiólogos nos puedan explicar un día, se ha ido llenando de las más variadas aportaciones del conocimiento inútil y, así, lo sabe todo sobre los más oscuros escritores franceses del XVIII, sobre metafísica y ateología, sobre la Enciclopedia y las medusas, sobre mitología y viajes. Su conocimiento sobre Bataille es pleno, -lo cual resulta tanto más admirable por cuanto que Bataille es un señor que, a ojos de los humanos normales de nuestro tiempo, tiene poquísimo interés y él sabe encontrárselo-, y el número de libros inexplorados que solo él ha leído no puede ni siquiera calcularse. Con todo esto Ignacio elabora sus materiales de un modo que no puede calificarse exactamente como convencional.
Están, ciertamente, sus obras más académicas, ligadas a su devenir universitario: los ensayos sobre Nietzche y sobre Bataille, sus más recientes aportaciones sobre los padres fundadores de los Estados Unidos y su relación con los enciclopedistas franceses. Están sus traducciones, sus espléndidas traducciones del francés, de las que hay que destacar especialmente la del Príncipe de Ligne, que la exquisita editorial Sexto Piso lanzó entre sus primeros títulos. Pero por encima de esto está todo lo demás, una fascinante miscelánea de extraordinaria prosa, que agarra al lector por las solapas y lo zarandea y lo mueve y lo pasea por las regiones más desconocidas de la literatura para depositarlo al final en el mismo sitio, no sé si más culto –que eso, al final es lo de menos- pero sí mucho más asombrado, perplejo y divertido.
La obra narrativo-ensayística de Ignacio Díaz de la Serna anda hoy por hoy desperdigada en un incontrolable maremágnum de libros convencionales, ediciones digitales, blogs, webs, artículos, cartas, prólogos, correos electrónicos y cosas, y no siempre sabe uno de qué va lo que está leyendo, de dónde le suena algo o a qué remite aquello, pero es que así es su obra y su literatura: un círculo inacabable de palabras bellamente urdidas y de pensamiento enrevesado en el que lo que importa no es adónde lleva sino el camino en que transcurre. Por decirlo en dos palabras: nada que ver con la simpleza facilona de la novela al uso.
Recientemente la mítica editorial mexicana Fondo de Cultura Económica –en la que algunos casi aprendimos a leer- ha publicado el último producto salido de su tecla. El libro se titula, fiel a sus más tercos delirios, El planisferio de Morgius Cancri: Enciclopedia universal, que ya ha provocado protestas encendidas entre los fieles seguidores de los premios Planeta y demás literatura del fast food. Bien está que así sea: después de la marcha de don Antonio Policarpo, su filósofo nieto reivindica su nombre de un modo nada complaciente: le hubiera gustado saberlo.
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017