En los últimos días, algunas buenas amigas, otras a las que no conozco de nada e incluso algunos hombres de buena voluntad se han lanzado en las redes a protestar, con energía y contundencia, contra la acepción –o las acepciones, que ni siquiera lo he mirado- de la palabra madre en el diccionario de la Real Academia de la Lengua.
Parece ser que estas personas no son partidarias.
Hace un año fueron los gitanos (algunos gitanos, tampoco es cosa de generalizar) los que se enfadaron mucho porque no les gustada la quinta acepción (parece que no había problema con las otras cuatro) de la palabra que los define y, por aquel entonces, también los hackers se levantaron en pie de tecla contra el hecho de que los consideraran malos. Y antes no sé quién, y antes no sé cuántos…
Es uno de nuestros clásicos, de nuestros aburridos clásicos, como los partidos Madrid-Barça o los insufribles shakespeares en el Teatro Español: enfadarse con la RAE.
Imagino que en la docta casa se pondrán supercontentos cuando ocurren cosas así, porque con ello se evitan sacar a la lona a dos académicos a que se zurren con el fin de llenar periódicos.
Es admirable la pasión que los españoles sentimos por la RAE y la importancia que le otorgamos, como si sus dictados y sus criterios fueran verdad revelada y como si sus orientaciones tuvieran más firmeza que el dogma de la transubstanciación.
Es sabido, y en alguna otra ocasión he escrito sobre ello, que la RAE no tiene otra legitimidad originaria que la surgida de un grupo de amiguetes que convencieron al rey Felipe V para que otorgara relumbre a lo que no era más que una tertulia de aristócratas ociosos. Un origen bien poco glamuroso que hubiera podido corregirse con el tiempo si el sistema de elección de académicos se hubiera democratizado o se hubiera objetivado mediante la introducción de controles externos. Ni una cosa ni otra, a lo más que se parece la RAE es al Comité Central de cualquier partido comunista al uso, con su flamante sistema de cooptación (DRAE- Cooptar: “Llenar las vacantes que se producen en el seno de una corporación mediante el voto de los integrantes de ella”), de modo que los actuales integrantes de tan endogámica institución son los herederos directos de aquellos preclaros aristócratas.
Sorprende un tanto, pues, que, en esta España nuestra, tan dada a poner en solfa a cualquier componente de nuestro entramado institucional (del Rey abajo, no hay pieza que no esté todos los días en la picota), el personal se tome tan en serio a la RAE como para pedirle que cambie su criterio en determinadas cuestiones. Es un fenómeno curioso y llamativo: como un extraño afán de considerar que ese puñado de señores y algunas señoras que se reúnen los jueves a hablar de sus cosas tiene un poder demiúrgico para transformar la realidad y hacerla más llevadera. Es como imprecar a los dioses para que llueva o elevar preces para aprobar un examen. Algo así, ya me entienden. Como si el hecho de que la RAE cambie una acepción en su Diccionario tuviera la más mínima repercusión en el devenir nuestro de cada día.
En lo que a mí respecta, por supuesto que estoy contra la RAE (Escohotado: solo las culturas funerarias tienen Academias de la lengua), pero, en tanto que reviven la gran Moliner o el enorme Casares, yo uso su diccionario como pieza orientativa y estrictamente laica: cuando encuentro tonterías, me las salto.
Sin mayor problema.