Vaya por delante que entiendo perfectamente los recortes aplicados a la cultura desde el presupuesto público cuando las cuentas del Estado van apretadas. Sería más feliz aún si los recortes empezaran por los despropósitos, llámense estos diputaciones, negociados o mamandurrias varias, pero, con no llegar a tanto, me pongo comprensivo y admito que en época de crisis hay que reducir la oferta cultural financiada con el dinero de todos.
Admito además que, cuanto más minoritaria sea la actividad cultural, más sentido tiene recortarla ya que no es justo que todos paguen los vicios de unos pocos. De manera que no seré yo, por mucho que me guste, quien proteste por la escasez de ópera en España y por el elevado precio de sus entradas, siendo así, además, que en términos relativos, el espectáculo lírico es el más subvencionado de cuantos se producen.
Que no falte de ná
La ópera es cara por naturaleza. Nacida en los lejanos tiempos de las monarquías absolutas europeas, está pensada para un entorno sin problemas presupuestarios, en el que cabe tirar de escenógrafos, músicos y cantantes sin reparar en gastos. Al contrario que el teatro, concebido para el pueblo, y por tanto barato, la ópera se sustenta sobre la base del conocido principio que no falte de ná. Y ese condicionante de su nacimiento lo ha venido arrastrando hasta ahora, a un tiempo en que a los nobles y a los monarcas ya no les queda presupuesto, donde las empresas privadas no le terminan de ver el beneficio y donde los mecenas prefieren invertir en fútbol. Solo quedan, ay, los ministerios de Cultura y, en los países donde no hay, como el nuestro, las secretarías de Estado.
En Madrid funcionan dos teatros de ópera. El titular, el guay, el que mola, es el Teatro Real. Ya escribiré sobre él en este blog, continuando alguna cosilla que ya he dicho en otros sitios. Pero hoy me interesa hablar del otro, del de segunda división, del de los pobres. Me refiero al Teatro de la Zarzuela. Naturalmente, si este blog tuviera alguna influencia o algún seguimiento, lo que acabo de escribir levantaría ronchas y haría que mi buen amigo Ángel Barreda, eterno dircom del recinto, me escribiera para recriminarme mi afirmación. El teatro de la calle Jovellanos (qué buen sitio para instalarlo: o qué buen nombre le pusieron a la calle donde ya estaba instalado), me diría, no es un teatro de segunda sino el recinto reservado a la zarzuela, el género lírico español por antonomasia… Bueno, sí, en fin, para qué vamos a discutir sobre si son galgos o tenores. Lo cierto es que en La Zarzuela se programan espectáculos diversos cuya característica común es que son, por lo general, técnicamente más simples, estéticamente menos atractivos y económicamente mucho más baratos –para el productor y para el espectador- que los que se programan en su hermano mayor.
Que sea más modesto no quiere decir, necesariamente, que sea malo. Por ejemplo, los ciclos de lied que cada temporada se programan desde hace decenas de años, han llevado a su tablas a las mejores voces de la lírica mundial; todos los años se programan títulos interesantes del llamado género chico español, que, sin ser lo que más me gusta en este mundo, tiene alguna perla interesante; de vez en cuando alberga propuestas de vanguardia en el marco del Festival de Otoño madrileño, y, por ahí siguiendo, cabe decir que el Teatro de la Zarzuela cumple un servicio subsidiario que no digo que sea malo aunque tampoco estoy seguro de que resulte totalmente imprescindible.
Zarzuela en La Zarzuela
Dicho todo lo anterior, lo que uno no entiende por más que se lo expliquen en folletos, webs oficiales o medios oficiosos, es el sentido de la última producción presentada en el recinto al que nos venimos refiriendo. Me refiero a la zarzuela barroca Iphigenia en Tracia, escrita por el músico español José de Nebra con libreto de José González Martínez en el año de gracia de 1747.
Antes de proseguir, hagamos dos aclaraciones que considero pertinentes. La palabra zarzuela ha sufrido con los años un encogimiento semántico para el sentir popular, de modo que suele entenderse por tal solamente la que se escribió en España y en algunos países de habla hispana entre la segunda mitad del siglo XIX y los comienzos del XX, con temas generalmente populares (signifique eso lo que signifique), con una música no demasiado complicada y con una mezcla de recitado y canto que obligaba a los intérpretes a ser a la vez cantantes y actores, lo que por lo general hacía que no fueran buenos en ninguna de las dos disciplinas. Pero en realidad la zarzuela -nacida en el Palacio de este nombre- es muy anterior y hunde sus raíces en el teatro de Calderón de la Barca, es decir, en la cumbre misma del barroco por lo que hace a nuestras artes escénicas. No se trata de un invento demasiado especial. En Francia y en Alemania, por ejemplo, se cultivó también el formato mixto de recitado y canto y, sin ir más lejos, La Flauta Mágica mozartiana no es estrictamente una ópera, sino una singspiel o, por decirlo con orgullo patrio, una zarzuela vienesa, puesto que contiene fragmentos de recitado insertos a lo largo de toda la obra. Así pues, una zarzuela barroca no es ninguna anomalía, sino, muy al contrario, un género perfectamente autóctono y enraizado en nuestra tradición, que resulta perfectamente apropiada para ser vista y oída en el teatro que lleva su nombre.
La segunda observación es que el aragonés José de Nebra es tenido por nuestro mejor músico del barroco tardío, lo que, para que se hagan una idea, obliga a compararlo, en el entorno europeo, con los nombres de Bach, Händel , Rameau o Scarlatti. No voy a entrar en detalles: por muy patrióticos que queramos ponernos, nuestro representante sale de la comparación muy mal parado, pero esto es lo que tenemos y no hay que renunciar a ello.
Un desaguisado
Que el INAEM decida programar una pieza de un género poco atendido de un autor semiolvidado honraría a nuestro gestor público si quienes tienen la obligación de ejecutar el encargo hicieran las cosas bien. Muy al contrario, han perpetrado un desaguisado completo. Ellos (no sé quién: me gustaría conocer todos los nombres de la cadena de mando) han decidido coger una conocida obra de Nebra y literalmente destrozarla: han eliminado las partes recitadas originales, han limitado las cantadas en casi dos tercios, han eliminado personajes y escenas y situaciones hasta el punto de hacer el argumento perfectamente incomprensible y, para remate, le han pegado unos textos de obras ajenas que ni se explican ni se entienden.
El mito de Ifigenia y su hermano Orestes no es precisamente fácil. La interpretación que Nebra y su libretista hacen de él, en la España tenebrosa del absolutismo decadente, requiere cierto esfuerzo intelectual y algunas ganas de ponerse a ello. Supongo que, pensando en nuestro bien, en estos tiempos en que se valora tanto lo fácil, los responsables de la programación se han dicho: ¿entender?… aquí no hay nada que entender: se aliña un despropósito barato y todos tan contentos. Corto, eso sí, para que los espectadores se puedan ir pronto de cañas.
Y dicho y hecho. Un producto absurdo e incomprensible, pergeñado con un atrezzo de tres al cuarto que, dicen sus responsables -supongo que en broma-, «tiene una gran fuerza visual». Una obra cantada por media docena de buenas intérpretes con una mediocridad y una desgana que comprendo perfectamente ante el absurdo de la propuesta. Una pieza cuya partitura maltrata una orquesta mediocre bajo la dirección de un director que, so pretexto de empuñar la batuta, bracea como puede en busca de las notas que se esparcen por el patio de butacas como cucarachas espantadas.
Un verdadero disparate, un absurdo que solo tiene el consuelo de que es barato. Es lo que tiene ser pobre: para lo que pagamos, no nos vamos a poner exigentes.
Quédese usted tranquilo, señor secretario de Estado de Cultura: recién llegado a su cargo, usted preocúpese de las cosas importantes -sean cuales sean- y deje estas menudencias transcurrir por los cauces de siempre. Estamos acostumbrados.