Académicos desnortados

Una joven redactora andaba devanándose los sesos para dilucidar la transitividad o no del verbo proveer. Su jefe, no sé si porque tampoco lo tenía muy claro o por razones didácticas, la conminó a que lo consultara. Al rato, la joven llegó con la respuesta.

-Intransitivo –dictaminó sin dudar.

El jefe, que ya se había asegurado de que la respuesta correcta era exactamente la contraria, inquirió:

-¿De dónde lo has sacado?

Y la respuesta, demoledora:

-De un foro… Es que el Diccionario de la RAE no trae información sobre eso.

La anécdota, verídica como la vida misma, revela con bastante nitidez tres cosas: cómo anda la preparación de nuestros jóvenes periodistas, cuánta fe depositamos en las opiniones y, a lo que vamos ahora, lo que la Real Academia Española de la Lengua significa para la mayoría: una institución perfectamente inútil, que se utiliza como argumento de autoridad con carácter genérico, que sirve como motivo de charleta cuando publica sus ocurrencias, pero que no tiene el más mínimo enganche con la realidad viva de los hablantes del idioma.

Una institución que responde como pocas a la paradoja del ser español.

Ya saben ustedes que la Real Academia Española de la Lengua nació a comienzos del siglo dieciocho, bajo el reinado de Felipe Quinto –acaba de empezar el reinado del Sexto, así que prácticamente no ha pasado el tiempo-, importada, como tantas cosas, de Francia. Desde que España entró en decadencia -¿a la muerte de Felipe Segundo, quizá, por poner una fecha?- lo de copiar a los franceses ha sido un método socorrido que hemos mantenido hasta hace cuatro días, hasta que nos dimos cuenta –tarde, como siempre- de que también a ellos se les había pasado el arroz.

Lo que más aprendimos de los franceses fue a reglamentar. Ellos han sido muy de códigos y a nuestros mandamases, que nunca le han hecho ascos a lo de imponer, les pareció desde el primer momento lo más moderno y eficaz. La diferencia es que los franceses aplican los reglamentos, si hace falta, manu militari, en tanto que nosotros somos más partidarios de hacerlos para que queden bonitos en la repisa de la chimenea, sin tomárnoslos demasiado en serio. Los franceses reglamentan para organizar la vida en común mientras que los españoles reglamentamos para que parezca que estamos organizando. Se aprueban leyes, y muchas, pero luego no hay problema en que se incumplan deliberadamente. Qué digo, incumplirlas: anunciar en rueda de prensa que no se van a cumplir. Con un par y sin inmutarse.

Así que, con ese espíritu francófilo y reglamentista, los de la Academia se reunieron un día en casa del Marqués de No Sé Cuántos y decidieron que iban a poner orden en la lengua española. Eran once, y vistos sus cargos y títulos, tampoco tenían cosa mejor que hacer. Es como si nos juntamos un domingo por la tarde en casa de un amigo a jugar a las siete y media: mejor eso que andar por la calle drogándonos. Al rey lo liaron –tampoco es que él tuviera ideas claras a ningún respecto- y dijo que sí, que le parecía estupendo eso de que pusieran orden en el idioma. Y ahí empezó todo.

Es verdad que los primeros académicos eran gente más o menos seria y voluntariosa, ilustrados de primera hora con una genuina preocupación por la situación de la patria. Y así como sus colegas juristas, técnicos o científicos se dedicaron a buscar fórmulas para resolver los problemas de nuestro Estado, o la situación de nuestros caminos o la mejora de nuestra agricultura o el levantamiento de nuestra industria, del mismo modo y con los mismos métodos los de la RAE decidieron que nos iban a decir cómo teníamos que hablar y escribir, por si no nos habíamos enterado.

No voy a contar su historia, que ya lo hacen los propios académicos estupendamente y se aplauden a sí mismos sin necesidad de apoyo externo. Pero permítaseme que simplifique: con tesón y ayuda institucional han conseguido convertirse, como decía al principio, en una de las instituciones más inútiles de nuestro sistema y en una de las más citadas como argumento de autoridad.


Pasaron sus malos momentos, todo hay que decirlo. Los poderes políticos españoles, sean del signo que sean, nunca han cuestionado la institución, pero, como es lógico, unas veces le han prestado más atención que otras. Franco, tal y como era su costumbre, agasajó mucho a la RAE y la llenó de infames académicos afines, pero no les dio un duro. Cuando llegó la democracia campaban en la penuria y los gobiernos de UCD no estaban como para pararse en menudencias. Con la llegada del PSOE, Alfonso Guerra, que hubiera dado los dos brazos por ser académico, les ofreció, siendo vicetodo del gobierno, cubrirlos de oro si aceptaban que la elección de los académicos se hiciera en el Parlamento. Lástima que dijeran que no porque hubiéramos tenido desde entonces otro motivo excelso para hacer unas risas: ¿se imaginan a Ana Mato tomando posesión del sillón h minúscula? Pero luego llegaron Cebrián y Anson, la Casa de Alba y otras gentes de posibles y la RAE se ha convertido en un sitio confortable y apañadito para un puñado de señores y señoras, unos más capaces que otros, que se pasan por allí para entretener sus ocios y sus murrias. La verdad es que, para ser justos, solo falta Bertín Osborne.


La utilidad de la RAE es nula, aunque todo el mundo haga como si le importara mucho. Se han inventado eso de las academias iberoamericanas para poder viajar más, editar más diccionarios y sacar algunas perras más a los contribuyentes, y de vez en cuando escandalizan con disparates manifiestos, como cuando decidieron que la palabra curiosidad perdiera toda significación positiva, dándole con ello al maestro Escohotado material fresco (“solo las culturas funerarias tienen academias de la lengua”, declaró con este motivo) para otra de sus estupendas diatribas.


Periódicamente la RAE copa titulares porque decide aceptar en su diccionario un puñado de palabras recogidas en la calle, muchas de ellas procedentes de anglicismos obligados para salir adelante en la realidad de nuestros días. Nuestros académicos, como las iglesias, andan un poco desnortados sin encontrar el punto adecuado a su sagrada misión catequizadora: si se empeñan en que ellos solo “fijan, limpian y dan esplendor”, corren el riesgo de que los fieles se larguen a territorios lingüísticos más libres. Si, por el contrario, lo aceptan todo, dejan de ser una academia para pasar a convertirse en un simple diccionario de uso, como fue el grandísimo de la grandísima Moliner. En ese dilema andan. Y entretanto, venden diccionarios –editados, cómo no, por Planeta- como si fueran libros de autoayuda, no porque a nadie le importe lo que digan, sino porque aportan caché.

Para las dudas gramaticales y ortográficas, ya tenemos los foros, que es donde a los españoles resolvemos los problemas importantes.

Publicado en Vozpópuli entre 1916 y 1917