Tardé casi diez años en escribir Ismene, la palinodia de Antígona, la obra que corregía la plana a Sófocles y a todos sus corifeos y la primera obra de teatro que salía de mi estro. Cuando la concluí, tenía bien sobrepasados los cuarenta y muy pocas ganas de emprender la dura tarea del escritor novel, o, dicho al modo ferlosiano, «el grotesco papelón del literato». Pero las obras terminadas queman en el cajón o en el disco duro y opté por lo más cómodo: enviarla a un concurso.
Concursos de poesía los hay a millares en nuestro país. Tampoco vamos mal servidos de certámenes de cuento o de novela. Pero para el teatro no hay tantas salidas. Encontré no sé cómo-estamos hablando de los balbuceos de internet, cuando google era apenas un sueño- la convocatoria de los Premios Ciudad de San Sebastián y allí que mandé a mi Ismene, acicalada y regia, como la princesa que es.
Ganó. A la primera. Era 1998, y yo, aunque con cara de estar de vuelta, me puse tan contento. A ver: me daban un dinerillo, me publicaban la obra, me sacaban en los papeles como si fuera importante y me llevaban a San Sebastián, con mi mujer y mi hijo, a recoger el premio. Incluso a lo mejor, decían, la obra me la representaban.
Los premios Ciudad de San Sebastián (poesía, teatro, relatos y novela, en castellano y euskera por cada modalidad) aún se siguen celebrando y andan ya por su quincuagésima tercera edición. Entonces, como ahora, los patrocinaba Kutxa, quien, de hecho, y hace bien, ha antepuesto su nombre al de la ciudad en las últimas ediciones. Kutxa, ya saben ustedes, es una entidad financiera de mucho poderío, y ya se pueden imaginar lo que era en aquellos lejanos años del primer aznarismo, donde el principio fundamental de la acción política y económica se condensaba en el sabio dicho de «que no falte de ná».
No faltó de nada, en efecto, en aquella entrega de premios, en el fastuoso salón de actos del hermoso ayuntamiento donostiarra, con su flamante alcalde, el socialista Odón Elorza, a la cabeza, y un número infinito de autoridades, gentes de la cultura, emocionados familiares y pueblo en general. Aunque nadie me había dado instrucciones precisas, yo había preparado en días anteriores unas palabras de agradecimiento, breves ante todo, porque nada hay que me irrite más, cuando yo soy el público -es decir, casi siempre-, que soportar soflamas aburridas de gente que se cree importante. La brevedad, por tanto, era la característica fundamental de las mías. Les había añadido también un punto de emoción y de agradecimiento y las había sazonado con un leve toque de ironía valiéndome de una expresión que por aquel entonces estaba en todos los periódicos: «el terrorismo de baja intensidad».
La alegre muchachada
Llegados aquí es necesario cambiar de párrafo para hacer una breve incursión histórica. Luego regresaremos a lo nuestro.
Por las fechas en que se produjo el acontecimiento que estoy narrando, la banda terrorista ETA, que llevaba ya a sus espaldas un buen fardo de asesinatos en todo el territorio nacional y formaba parte de nuestras vidas con la misma naturalidad que los fenómenos meteorológicos, había decidido declarar su primer «alto el fuego indefinido». No hay ahora que detenerse a explicar a santo de qué venía aquello ni qué sentido tenía, pero lo cierto es que, por primera vez, había buenas perspectivas para que acabara aquel delirio y todos estábamos contentos, pero de un modo contenido, sereno, para que nadie se enfadara. Aquellos bravos muchachos que se habían desfogado hasta entonces pegando tiros en la nuca de la gente y colocando bombas sin mucho criterio habían tenido el detalle de decidir que se iban a estar quietos, y convenía no alterarlos, no fueran a cambiar de opinión. Así que todo el mundo hacía como que no se daba cuenta del pequeño detalle de que, en efecto, asesinatos ya no había, pero estaba en todo su apogeo la kale borroka, el afán de la alegre muchachada de incendiar cajeros, volcar autobuses vacíos y pinchar ruedas de coches. Chiquilladas, vamos, cosas sin importancia: en algo tenían que entretenerse los chavalotes. De manera que solo los más valientes de entre los periodistas, los más osados de los plumillas, los intelectuales más kamikazes empleaban la expresión «terrorismo de baja intensidad» para referirse a las molestias de aquellos días, circunscritas, ciertamente, al País Vasco y de modo especial a la ciudad que había tenido a bien premiar mi alegato teatral sobre la paz, el orden y la ley.
Emoción de baja intensidad
El papel que yo había escrito para leer en el acto de la entrega del premio hacía, en un tono cordial e irónico, una leve referencia a esa situación. No lo conservo, como casi nada de cuanto he escrito para situaciones circunstanciales, pero creo recordar que la broma consistía en referirme a la emoción que me envolvía, que «me gustaría que fuese una emoción de baja intensidad, para estar a la altura del momento, pero que yo, siempre demodé, estoy viviendo con las intensidades de antes». La cita no es textual, ya digo, pero se le parece mucho y por eso la entrecomillo. Era algo así: una boutade, una simpática metonimia.
El acto se celebraba por la mañana, a eso de las once. Una azafata vino a recogernos al hotel y nos llevó por el paseo marítimo, al borde mismo de la playa de la Concha, hasta el lugar del evento. Allí nos recogió alguien y ese alguien nos llevó hasta el jefe del protocolo, o alguien que actuaba como tal. Un hombre de mediana edad, educado, decidido, enérgico. Me tomó del brazo y me llevó junto a los otros agasajados, cuatro o cinco, ya no lo recuerdo bien -aunque sí recuerdo que éramos todos hombres: qué tiempos aquellos tan oscuros.
– Mirad -nos dijo-, el acto es largo y sois muchos. Se os llamará uno a uno, el alcalde os entregará el premio y estaréis junto a un atril con micrófono. Comprendo que os apetezca decir algo, incluso puede que alguno lo haya traído preparado -Seguramente se detuvo unos segundos para mirarnos fijamente: nadie dijo nada. Continuó-. Es mejor que no. Andamos mal de tiempo. Dad las gracias y os bajáis… Naturalmente -Y volvió a mirarnos-, si alguien quiere decir algo, que lo haga… (Y le faltó añadir: vosotros veréis).
De los premiados, solo uno habló. En euskera, y nadie lo tradujo, así que ignoro la intensidad de sus palabras. Yo me comí las mías. Dije «gracias» y me volví a mi sitio. Así que, cuando alguien -yo mismo en ocasiones- habla de lo cobardes que fuimos durante aquellos años de plomo, me acuerdo de mí y de Ismene, y de lo bien que lo pasamos en San Sebastián.