[Nada me gustaría más que comprobar que esta profecía que escribí hace dos años estaba equivocada. Pero aún tendré que verlo.]
27.12.2014
En el centro de mi ciudad, a pocos minutos del kilómetro cero, hay un barrio que otrora fue modélico. Tenía todas las ventajas de la ciudad moderna, que son muchas: excelente red de transportes, equipamientos razonables, pero no excesivos, de ocio y diversión y un conjunto de comercios idóneo. Y todo ello en un entorno agradable, respetuoso con la historia, dotado de una peculiar arquitectura y habitado por ciudadanos que, en su mayoría, llevaban viviendo allí toda su vida, donde habían vivido sus padres y, en muchos casos, los padres de sus padres.
Era un trozo de tradición encajado en la ciudad.
En este barrio había una plaza enorme, con nombre de cereal, probablemente porque en ella se había cultivado antes de que la conurbación se expandiera hacia el suroeste. Y en mitad de la plaza se habían construido las dos infraestructuras más importantes del barrio: el mercado de abastos y el polideportivo, única instalación deportiva pública en toda la zona centro. Ambos tenían ya muchos años, desde luego. El primero, bellísimo, fue inaugurado en 1875 por el rey Alfonso XII, así que ya se pueden hacer ustedes una idea de su estado, aunque ciertamente ha sufrido remodelaciones notables con posterioridad. El segundo fue construido en los finales setenta del pasado siglo y, sin ser ninguna joya arquitectónica, cumplía, con su piscina cubierta y sus restantes instalaciones, un servicio esencial para zona.
La reforma de la plaza del cereal
A finales del siglo veinte la famosa plaza del cereal necesitaba, es verdad, una reforma. El barrio, que siempre había tenido fama por sus tradicionales fiestas y su mercadillo dominical, empezó a ponerse de moda y a atraer jóvenes y turistas a los establecimientos de restauración que empezaban, muy poco a poco, a abrirse. En paralelo, tomó el mando del municipio un alcalde empeñado en pasar a la historia como fuera y no se le ocurrió mejor método que destripar la urbe, cubrirla de zanjas y de grúas y cargar el presupuesto local con un endeudamiento del que no se verá libre hasta que nuestros tataranietos decidan refundar la ciudad en otra parte.
Este alcalde, cuyo padre había desempeñado un notable papel en la etapa de la Transición, alumbró la idea de que en la plaza del cereal era mejor hacer rupturas que reformas. Tuvo un sueño faraónico, encargó que se lo dibujaran, lo anunció por tierra, mar y tele, y encargó a la piqueta que fuera demoliendo el polideportivo para empezar cuanto antes a plasmar sus delirios. Los vecinos se quedaron sin piscina en horas veinticuatro, pero qué importancia tiene la natación cuando está en juego la gloria de un alcalde.
Al insigne regidor solo se le pasó por alto un detalle: Lehmann Brothers había dejado de existir, la crisis se había enseñoreado de todos, incluso de las arcas municipales, y no había posibilidad alguna de ejecutar el plan previsto.
Al alcalde… ya ves tú, como si te operan. Hubo elecciones, ganó su partido, y el nuevo presidente de gobierno encargó al ya exregidor que demoliera la justicia con la misma celeridad y el mismo encendido arrojo con que había demolido la ciudad. Allá se fue, siempre presto a servir al bien común, y a los vecinos del barrio les dejó un bonito erial de ruinas y cascotes para que vieran la posibilidad de nadar en él. Las ratas empezaron a hacerlo, así que por qué no los demás habitantes.
Tengo una convicción: si aquellas ruinas hubieran seguido algunos meses, algunos años más, la nueva alcaldesa se habría apresurado a dar una solución inmediata, porque aquella imagen, en uno de los puntos más céntricos y concurridos de la ciudad, era una sangría de votos para el partido en el gobierno. Cada vez que un vecino, un ciudadano, ¡un votante!, pasaba por allí y veía aquel destrozo, un chip se activaba en su cerebro y le hacía reaccionar.
El campo del cereal
Pero, ay, llegó el pueblo. No el pueblo de verdad, claro, sino el que se hace llamar el pueblo. Ya saben: las asociaciones de vecinos, las asociaciones culturales, las organizaciones juveniles y feministas, las asambleas, los círculos y los cuadrados, los alternativos y los continuos, los hunos y los hotros. Todos juntos suman menos individuos de lo que se tarda en escribir los nombres de sus organizaciones, pero ellos se arrogan la representación del mundo y, sobre todo, se apropian de palabras y conceptos para enredar en ellos sus particulares bobadas. Cultura popular, lo llaman. Y pobre de aquel que se oponga a tan brillante hallazgo.
Llegaron, digo, se fueron al Ayuntamiento y convencieron a sus ediles de que aquel erial era un sitio estupendo para llevar a cabo lo que Mao intentó sin éxito: la revolución cultural. Todo era sencillo y, sobre todo, barato. Bastaba con quitar los cascotes, retirar, a ser posible, las ratas, echar una capa de cemento, colocar una ligera valla y ponerle a aquello un nombre sonoro, ecologista y contracultural: el Campo del Cereal, por ejemplo. La alcaldesa, supongo, debió de dar palmas con las orejas: por cuatro duros le encontraba salida a aquel marrón. Una salida provisional, por supuesto, pero una ciudad que tardó casi dos siglos en concluir la catedral de la religión dominante es una ciudad con gran visión de futuro, capaz de poner las soluciones definitivas en la línea final del horizonte.
Ahí están estos alternativos desde hace casi cinco años. ¿Qué hacen? Ruido, fundamentalmente. Disfrazado, por supuesto, de un bello e incomprensible discurso alternativo. Ya saben: presunta música, presunto teatro, cine-de-verano (locución perfectamente comparable a la famosa del pensamiento navarro) y muchas asambleas, muchas, en las que se decide el futuro de la humanidad a voz en grito. O sea, ya digo: ruido.
Pero lo peor está por venir. Lo peor es que tal vez un día llegue a la principal magistratura de la ciudad un alcalde normal. No un hombre de Estado, ni un genio, ni un líder inmarcesible. No: un tipo, o una tipa, normal, con un sentido del deber cívico razonable y una capacidad de gestión de primero de pianola. Este alcalde, o alcaldesa, normal, decidirá un buen día que los vecinos de aquel barrio, céntrico y entrañable, merecen, entre otras cosas, un polideportivo con piscina y un mercado que no se caiga a trozos. Dará orden de hacerlo y entonces todas las asociaciones y organizaciones cuyas infinitas siglas se agolpan en aquel antiguo erial dirán que ni hablar, que aquello no se toca, que qué se han creído la casta y los fascistas, que aquello es un derecho adquirido por el pueblo y que en aquel espacio es donde se concentra, de verdad de la buena, la cultura popular.
Y el alcalde, o alcaldesa, si es un tipo normal, se volverá sus técnicos y a sus asesores, se encogerá de hombros, extenderá las manos abiertas, como quien se las lava, y dirá con sosiego: “Con su botellón se lo coman”. Y se dedicará a cosas serias.