Italiano, pero cantaor

A mediados del siglo diecinueve el cante jondo era un arte desatendido y menor, practicado solo en algunos ambientes suburbiales y entre colectivos marcados por el signo de la marginalidad. Faltaban décadas para que los intelectuales y artistas finiseculares lo descubrieran y vieran en él una de las vigas esenciales sobre las que sostener la esencia de la estética popular española.

Silverio Franconetti entró en el flamenco sin que ni por cultura ni por cuna le correspondiera. Su curiosidad y sus dotes hubieran debido dirigirlo más bien a la ópera italiana, la gran triunfadora de su época entre las clases cultas, o a la opereta, o a la canción romántica, más cercanas al común de las gentes de su clase social. Es verdad que Silverio había nacido en Sevilla y que su madre era malagueña, pero el padre era romano y había sido militar, y cuando se hubo retirado de las armas se hizo sastre, de manera que el destino bien podía haber hecho del hijo Franconetti un notable barítono y no uno de los más grandes cantaores de todos los tiempos.

Su encuentro con el flamenco fue fruto de la más absoluta casualidad. La familia, calmados los ardores militares del padre, se había instalado en Morón de la Frontera y el niño Silverio, con apenas diez años, deambulaba entre las fraguas de los gitanos, en el submundo suburbial de una etnia que nunca ha tenido mucha suerte y a la que le ha gustado organizarse a su modo.

En ese enredarse con unos y con otros, y escuchar sus canciones y su desgarrador modo de expresarse, Silverio fue a dar con El Fillo, un cantaor que ha dado nombre a una de las voces flamencas más características. Con él aprendió, y con otros muchos, y en pocos años Silverio Franconetti se convirtió en un cantaor reconocido, uno de los más notables del momento, en un tiempo en que la mayoría de ellos se encontraban más próximos a la mendicidad que al arte.

Un buen día, Silverio desaparece. Se marcha a América. No se sabe por qué pero todo hace pensar en algún asunto turbio y peligroso, un asunto de celos y navajas, tan propio de la época y el entorno. Allí se queda nueve años, entre Montevideo y Buenos Aires, trabajando como picador de toros y empleándose como militar. Pero cuando regresa a España sigue dominando el arte del flamenco como ninguno. Lo sabe todo y lo canta todo. Hace de las seguiriyas -el palo por antonomasia del cante jondo- una recreación tan suya que todavía se sigue hablando de las seguiriyas de Silverio como de un palo propio. Pero su versatilidad es tanta, y tanta su capacidad para reinventar todos los estilos, que algún gran analista, como Fernando Quiñones -tal vez en un exceso de emotividad- ha llegado a decir que Silverio era el Bach del flamenco.

Tras su regreso a España Franconetti evoluciona hacia algo más que un artista: se convierte también en un impulsor, en un apóstol del flamenco, y se lanza a su difusión con el objeto de llevarlo a la primera fila de la expresión artística del momento.

1866 es el año clave: en el mes de mayo canta ante la corte de Isabel II y a partir de ahí su actividad es imparable. Cuando los poderes públicos vuelven a mirar con sospecha y censura a ese modo tan extraño y emocional de cante y baile, Silverio da el paso definitivo y se convierte en empresario: el Café de Silverio, en Sevilla, marca un antes y un después en la exposición del flamenco ante la opinión pública: ya cuenta con su propio espacio, con su ambiente burgués y cosmopolita que permitirá en los años posteriores su consagración definitiva, a través de espacios propios como los cafés cantantes o la presencia en los grandes concursos nacionales de cante.

Conforme al papel que jugó, Silverio fue correspondientemente vilipendiado por unos y por otros, como corresponde a un español al que le dio por salirse de los caminos trillados. Los dueños del establishment y los culturetas declarados de la época tardaron años en aceptar aquella propuesta extraída de lo más oscuro de la marginalidad gitana y andaluza. Pero junto al rechazo de la cultura oficial, Silverio se encontró también con el de tantos artistas que no eran capaces de entender la revolución insólita que proponía aquel hombre y su enorme capacidad para transmitirla. Es conocida la anécdota de aquel momento mágico en que, regresado Silverio de América, cantó ante un grupo de gitanos. Todos estaban impresionados por su calidad y su arte menos una anciana que, sin decir palabra, lo miraba malhumorada y sombría. Silverio se le acercó y, con el tratamiento y el respeto debido a los ancianos gitanos, le preguntó: «Tía, ¿a usted no le gusta cómo canto?». La mujer, sin ningún argumento serio para rechazarlo, improvisó: «No canta usté mal, pero tié los pies demasiao grandes».

Pocos defectos más se le pudieron encontrar a este italiano que situó el cante jondo en la órbita de la modernidad. Ese, y que naciera antes de que se le pudiera grabar.

A diferencia de los Beatles, a Silverio no se le puede buscar en Spotify. 

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017