“El ateo es un individuo o individua beligerante y rencoroso/a”, decía en su blog hace unos días un señor al que no tengo el gusto y con el que me topé por casualidad en la red. Pese a su escaso amor por la sintaxis –el mismo, aproximadamente, de nuestra inolvidable Bibiana- intercambié con él algunas frases por si había posibilidades de hilvanar argumentos, pero el que me dio en el último de sus tuits (“yo escribo lo que me da la gana”) me hizo pensar que lo de los matices no era su fuerte.
Tampoco es que quisiera decirle grandes cosas. La teología no me interesa, vaya ello por delante, de modo que no era cosa de adentrarme en la hermenéutica de sus misterios, y el de dios es un concepto que me atrae como cualquier otro constructo del pensamiento humano en torno al cual se ha ligado mucha cultura y casi toda la historia. Sería estúpido negarme a reconocer su importancia, del mismo modo que no me niego a aceptar la influencia de abstracciones tales como alma, libertad, belleza, virtud o arte, junto con sus respectivos antónimos y derivados. Dios como concepto, digo. Como realidad, creo tanto en él como en el Ratoncito Pérez, en el Fantasma del Louvre o en Spiderman.
Gestionar la finitud
Ateo, sí, pero un ateo interesado en el debate intelectual y, por supuesto, ni beligerante ni rencoroso. Lamento que cuando nuestro bloguero entrevistó a todos los ateos del mundo para extraer la afirmación tajante que encabeza estas líneas se olvidara de preguntarnos a mí y a otros cuantos que conozco. Podríamos haberle explicado –sin dramas, sin crispaciones e incluso con un poco de humor- que, para muchos como yo, el ateísmo es una consecuencia derivada del ejercicio de la razón y que en sí mismo no tiene demasiada importancia: somos a-teos del mismo modo que somos a-ufólogos, a-homeópatas o a-vampiros, es decir, rechazamos, con naturalidad y sin aspavientos, todo aquello que no tenga evidencia científica o sobre lo que no se pueda aplicar el principio de falsación. No me parece tan grave.
Debo confesar –el uso de este verbo viene muy al caso- que leo con alguna delectación y cierto disfrute títulos emblemáticos de algunos ateos distinguidos que han considerado necesario adoptar posiciones beligerantes en la cuestión. Hace no demasiado tiempo leí Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell, ensayo al que no le había hincado el ojo pese a ser buen admirador de su autor, porque, conocida su firme militancia en el mundo de la lógica y de la ciencia, me parecía tautológico su empeño en explicar lo que no era. He leído también hace bien poco el librito de Mark Twain Reflexiones contra la religión y también me ha dejado frío, aunque haya disfrutado con su prosa más que con la de mi bloguero de hoy. Más interés intelectual han despertado en mis cortas entendederas los esfuerzos de Kitchens, Dennet o Dawkins por desmontar el tinglado teológico y lo que bajo él subyace. Son gente preparada y capaz que se ha marcado como objetivo en la vida demostrar que las religiones no son sino una forma sofisticada de intentar eludir la evidencia de la muerte. Se opine lo que se quiera de ellos, su obra es intelectualmente fértil.
A este respecto, John Gray se ha metido en el mismo lío por otra senda más sofisticada. Gray es uno de los nombres esenciales de la filosofía contemporánea y, junto con Frankfurt, el que más me estimula en estos momentos. Gray tiende a ver las cosas con cierto desgarro –como un Cioran menos poético, para entendernos- y tiene una posición muy crítica respecto al progreso y las posibilidades del ser humano. Como a mí me pasa lo contrario, y tiendo a dejarme llevar por algunos entusiasmos psicobiológicos, llevo un tiempo en que me autorreceto sesiones intensivas de Gray para que se me equilibren los humores.
En el último libro que tengo entre manos el autor británico se marca un ensayo extraño, más cercano a la microhistoria que a la filosofía, en el que cuenta por lo menudo cómo tipos sesudos, razonablemente sensatos y entregados a la causa de la razón, cayeron en los más absurdos disparates de la superstición y la magufería con el fin de aferrarse a la necesidad personal de que hubiera algo más allá de la muerte. Darwin, Myers, Wells, Gorki, Lenin y otro montón de nombres así de ilustres, suscribieron todo tipo de creencias que a tipos normales, como usted y como yo, le parecen sencillamente delirantes. ¿La conclusión de Gray? En traducción un tanto libre y a modo de moraleja, lo que viene a decir es que nadie está libre de ensoñaciones y que no hay que sorprenderse de la permanente necesidad del ser humano de buscar trascendencia. La finitud es un asunto que no es fácil gestionar.
Ejerciendo de ciudadano
Pero volviendo a lo que estábamos, a mí todo esto me interesa, ya digo, lo justo. Muchísimo menos, por poner algunos ejemplos, que el futuro del Estado moderno, al que tenemos que irle dando una pensada, la racionalización de los recursos naturales, que esos sí son finitos, o el papel del endecasílabo en la poesía actual, en mi opinión necesitado de un reajuste. Y ello sin contar con las menudencias del día a día –desde la fiscalidad hasta la lavadora- que me traen a mal traer.
Claro, que una cosa es lo poco que me interesa ejercer de ateo y otra lo que me siento obligado a ejercer como ciudadano. El asunto de la Iglesia Católica, por ejemplo. El autor del blog al que me he referido al principio está muy enfadado porque los ateos consideremos a la Iglesia Católica (y cito literalmente, de nuevo con su sintaxis escabrosa) “una mera organización de poder humano, por consiguiente nada de lo que digan sus miembros puede afectarme a mí, ateo” (fin de la cita). No entiendo cómo podría ser de otro modo. Si no creo en ningún dios ni en ninguna trascendencia, sería admirable que considerara a la Iglesia una organización trascendente. ¿Respetable? Por supuesto, como cualquier colectivo con fines legales y honestos, por muy errados que me parezcan. ¿Con derechos? Solo faltaría. Es más, defenderé siempre el que le asiste a expresar opiniones morales, sociales e incluso políticas, por más que se encuentren en las antípodas de las mías y aunque a veces me irrite la excesiva atención que se le presta desde los medios.
¿Dónde está el problema? El problema está, como casi siempre, en el dinero. El dinero es un gran invento, porque permite discernir grandes cuestiones sin entrar en berenjenales teóricos. Verá: ¿que usted quiere salvar al mundo? Estupendo, pero, por favor, que no sea metiendo la mano en mi bolsillo. ¿Que usted considera que la predicación de su doctrina es un bien para la humanidad? Pues hágalo, pero que los gastos corran de su cuenta. Yo no tengo ningún problema con la Iglesia, con ninguna iglesia, como no lo tengo con los boy scouts o con los clubes de fans de One Direction. Lo único que me molesta es que las cuentas no estén claras.
Resumo. En cuanto ateo, los asuntos de los creyentes ni me interesan ni me molestan ni me incumben. No me verán nunca opinando en el terreno doctrinal ni inmiscuyéndome en los asuntos internos y organizativos de las iglesias y las organizaciones religiosas. Allá cada uno. Pero, en mi condición de ciudadano que comparte la plaza pública con otros ciudadanos, creyentes o no, me preocupa cierta confusión sobre la ocupación de los espacios y sobre los costes financieros que la convivencia supone. La solución que propongo puede resumirse en esto: que cada cual se pague lo suyo. Tal vez parezca un poco simple, pero podría funcionar.
Artículo publicado en Vozpópuli el 1 de agosto de 2014