Los nominalismos son un problema. Empeñarse en pelear por el nombre de la cosa dificulta profundizar en la cosa misma, y entenderla. Hay quien dice que no, y lo dice bellamente, como aquello de Borges ( «… en las letras de ‘rosa’ está la rosa y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’), pero yo soy peor poeta que Borges y por eso prefiero pasar de las palabras a los hechos.
Es verdad que en los nombres puede a veces encontrarse el síntoma de una enfermedad grave. Cuando Rajoy llegó a la presidencia del gobierno (aún circulaban los dinosaurios por la Gran Vía), un buen amigo científico me señaló, preocupado, que por primera vez desde Franco la palabra Ciencia desaparecía de la denominación de un ministerio. Le afeé el fetichismo nominalista, pero el tiempo ha dado la razón a mi amigo -quitar la palabra fue ligado a la eliminación de la inversión y el interés por el tema- y veo, además, con estupor, que la palabra ha vuelto a descender un peldaño en el nuevo gobierno y ya no está ni siquiera a nivel de secretaría de estado.
Pero lo preocupante es cuando se trata de «nominalismo perentorio» (me acabo de inventar la locución): ese interés en conseguir que a las palabras se les adjudique un significado por decreto ley y ellas a su vez transformen la realidad. Ahí tienen ustedes a la pobre RAE, sujeta a las exigencias de masas tuiteras que se dedican, de un tiempo a esta parte, a decirle cómo tiene que definir las palabras de su diccionario. Que si madre, que si jueza, que si sexo débil… Hay que estar muy ociosos para dedicarse a mirar cómo define esas obviedades el grupo de amiguetes autodenominado RAE, al modo en que mi hijo preadoslescente se embebía en las doce páginas que el Corominas dedicaba a la palabra puta en su diccionario etimológico.
Nominalismo perentorio es también el del Ayuntamiento de Madrid, y algunos otros de la misma cuerda, enredados en el cambio de nombres de las calles, como si fuera un asunto que de verdad importara.
Y ahora se lía con Arrabal y Max Aub.
Ya saben. El nuevo director del espacio escénico de las Naves del Matadero ha decidido variar radicalmente el rumbo y entre los muchos cambios realizados ha devuelto el nombre original de las Naves 10 y 11 que el anterior director había dedicado a Fernando Arrabal y Max Aub respectivamente.
El asunto, como propuesta global, ha despertado mucha polémica, y yo aún -y ya es raro- todavía no tengo un criterio claro. Pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que el nominalismo no nos debe cegar aquí tampoco y ni Arrabal ni Aub van a ver mermada su gloria literaria, que es mucha, por una bobada así.
De verdad, que no se empeñe Borges. La rosa, no lo sé, porque abulta poco, pero el Nilo no cabe en la palabra Nilo. Es mucho más grande.