Hace unos días, en el contexto siempre enriquecedor de los Diálogos del Conocimiento, el autor y director Carlos Zamarriego estuvo disertando sobre el momento actual del teatro en España y, de forma muy particular, sobre el teatro-off, o sea, aquel que se desarrolla de forma alternativa en los intersticios del sistema. Tuvo Zamarriego la idea de aplicar en vivo y en directo el antiguo principio de enseñar deleitando, y se vino acompañado de las dos jóvenes y excelentes actrices Ori Esteban y Stéphanie Magnin que allí sobre la marcha nos regalaron con el preestreno en exclusiva de la excelente obrita Veteranas, actualmente en cartel, de la que él mismo es autor.
De su charla me llamó la atención un dato: en un mes se programan y se representan en Madrid más de trescientas obras, un número extraordinario, en relación al menos con el escasísimo interés que hay por el teatro entre el común de los mortales.
Esto del escasísimo interés no es que lo diga yo: hagan ustedes mismos una encuesta rápida entre sus vecinos o entre sus compañeros de trabajo, pregunten en el bar donde toman copas o en la cola de la farmacia: les engañarán, como sucede cuando el encuestador colige que mintiendo un poco va a salir más guapo en la foto, pero aun así las cifras serán ridículas.
Al teatro va solo un colectivo muy delimitado, muy fiel o muy fanático, según dónde prefieran poner el acento, y van, naturalmente, los propios componentes del sector –actores y actrices, directores y directoras, autores y autoras, o aspirantes en potencia a todo ello- que se desplazan de una sala a otra para aplaudirse a sí mismos, para compararse, para envidiarse si hace falta o para ponerse a caldo ´por lo bajinis mientras se besan con efusividad
El duro diagnóstico tiene, en mi opinión, poco que ver con la calidad de lo que se pone sobre las tablas. En general, el teatro convencional -de iniciativa pública o privada- y el teatro alternativo de los circuitos off cuentan con una calidad media muy razonable, en línea con su demanda natural. En los tres circuitos hay propuestas excelentes a cada momento, junto a mucho producto prescindible, como por otra parte ha sido siempre.
El problema, por tanto, es más hondo o, por decirlo en plan pedante, más estructural. El problema es el sentido del teatro en la sociedad contemporánea. Las artes escénicas fueron durante siglos una necesidad incontestable. Aristóteles lo clavó en su imprescindible Poética: “La imitación es natural para el hombre desde la infancia, y esta es una de sus ventajas sobre los animales inferiores, pues él es una de las criaturas más imitadoras del mundo, y aprende desde el comienzo por imitación. Y es asimismo natural para todos regocijarse en tareas de imitación”. Hasta la invención del cinematógrafo, y más tarde de las televisión, el teatro era el modo por excelencia de imitación y todas las clases sociales demandaban su dosis correspondiente de comedia o drama, según cómo se tuviera el cuerpo. Pero ya no es así. Estarán conmigo en que la necesidad de verse reflejado en la representación de un mundo ficticio resulta mucho más cómodo, más efectivo y más potente a través de la pantalla que sobre las tablas.
Dicho esto, naturalmente, de forma general, que no es ahora cosa de perderse en detalles.
Lo que todo el mundo se pregunta, cuando se llega a este punto, es qué hay que hacer para salvar el teatro. Pero yo creo que hay una pregunta previa: ¿hay que salvar el teatro? Zamarriego, el otro día, reclamaba, como es casi obligado en estos casos, la atención de los poderes públicos. El gran Juan Carlos Moya, uno de los más notables gestores culturales de nuestra región, me hablaba también hace poco de la necesidad de que las Administraciones tutelen la cultura en general y las artes escénicas en particular.
Yo, ya lo saben quienes me conocen, cuando oigo hablar de subvenciones o tutelas públicas, me llevo a la cartera… y casi siempre me la han quitado ya. No creo que las cosas vayan en esa dirección. Deben ir más bien por la vía de la búsqueda de sentido, del hueco específico que el teatro pueda ocupar en la necesidad de imitación del ser humano. Lo intentó la actriz Isabelle Huppert, en el manifiesto que leyó con motivo del último Día Mundial del Teatro, pero tras un farragoso texto cargado de tópicos, lo más interesante que acertó a decir es que “el teatro es el otro, el diálogo, la ausencia de odio”. Como declaración de principios queda bien, pero resuelve poco. No hay otra que ponerse al tajo. No hay otra que incitar a autores, intérpretes y demás fauna teatral a apostar muy en serio por dar respuesta a la pregunta de si tiene sentido, y cómo, un teatro del siglo 21. Trescientas obras al mes en Madrid, la existencia de un denso tejido de teatro-off y centenares de jóvenes queriendo abrirse paso en el oficio no son malas mimbres para empezar.
Pero hace falta algo más. Hace falta esfuerzo, trabajo, tesón… y mucho sentido crítico. Mucho sentido crítico para descubrir por qué, pese a tanta oferta, la mayoría del personal pasa de ir al teatro.