Como en la mayoría de los descubrimientos marítimos de la edad moderna, los portugueses no llegaron al archipiélago de Cabo Verde sino que se toparon con él. Las quince islas que lo componen se encuentran plantadas en el punto más occidental del continente africano, junto al cabo de Madagascar, y el que se pusiera a bordear sus costas no podía eludirlas ni aunque quisiera.
De los muchos y fascinantes territorios que los portugueses incorporaron a su corona, Cabo Verde era el único que estaba deshabitado. No hay constancia de que allí hubiera vivido nunca nadie, aunque hay quien piensa que los árabes recalaron en alguna de sus islas ciscunstancialmente. Así que, por una vez, y desde luego no sirvió de precedente, Portugal anexionó aquellas islas a su imperio sin derramar una gota de sangre y sin que nadie se pusiera nervioso.
Salvo riqueza forestal, de Cabo Verde no había nada que extraer, y a finales del siglo XV había árboles por todas partes, pero los portugueses le encontraron a aquel nuevo territorio un valor logístico de enorme transcendencia y lo convirtieron en el punto clave de almacenamiento y distribución de esclavos, la boyante actividad comercial a la que todos los países europeos se entregaron con admirable dedicación entre los siglos XVI y XIX.
Para que se hagan una idea: en 1506, unas decenas de años después de su descubrimiento, Cabo Verde era el territorio que menos riqueza proporcionaba a la corona portuguesa. En 1510 era ya el segundo que proporcionaba más. Tanto trajín exigió el traslado -más o menos forzoso- de muchos portugueses a las nuevas tierras y entre ellos llegaron, no solo marinos, comerciantes y esclavistas sino también agricultores, artesanos y funcionarios que sentaron las bases de una estructura organizativa acorde a los modos del imperio portugués. Al tiempo, y como consecuencia de la actividad comercial, empezaron a parar en aquellas islas gentes de otros países, de otras culturas y de otros modos de ver el mundo. Esclavos y esclavistas, colonos y marinos, africanos y europeos fueron conviviendo mal que bien durante siglos, y muchos de ellos asentándose en un territorio pobre pero extraordinariamente hermoso.
Cuando la esclavitud se abolió en todo el mundo en 1876, a Cabo Verde se le terminó el negocio y no tenía un plan B, lo cual dice poco de la visión de los colonizadores, no ya en términos morales, que también, sino como gestores. A partir de ahí la colonia entró en barrena y los habitantes de las catorce islas -hay una, Santa Elena, que siempre ha estado deshabitada-,empezaron a pensar que a lo mejor era preferible seguir ellos solos su camino. Les costó casi un siglo independizarse de Portugal y solo lo consiguieron cuando en 1975 la Revolución de los Claveles aportó algo de sentido común y se desprendió de los restos del decrépito imperio luso.
Con todo, a Cabo Verde no le ha ido demasiado bien desde entonces. Su medio millón de habitantes malvive en medio de una agricultura de subsistencia, una pesca escasa y unos ingresos por turismo que deberían explotar mejor. Los caboverdianos que pueden se van fuera y por mucho que añoren su tierra solo vuelven a ella de vacaciones. Y en cuanto a su privilegiado enclave, ya nadie se dedica a navegar por las costas africanas, de modo que su valor estratégico también ha desaparecido.
Solo hay algo en lo que Cabo Verde es único: su música. La morna es el resultado de una fusión mágica de la que resultan melodías de una belleza sin igual. Su base es,sin duda alguna,el fado , del que hereda el ritmo lento de sus compases cuaternarios y la melancolía inherente al carácter portugués, pero en la cacerola socio histórica en la que la morna se ha ido cociendo han entrado ingredientes de todo tipo, fundamentalmente los ritmos africanos depositados allí por los millares de hombres y mujeres que transitaron por aquellas tierras cargados de dolor y de desamparo.
La morna es algo más que música: es también danza y poesía, es un modo de estar y de compartir y de entenderse. Es un modo, sí, de estar triste, pero también de celebrar -y para ello se creó una variante, la coladeira, hecha de compases binarios (6×8), más apropiada para la danza exultante. La morna es una forma de entender el mundo y de vivir en él.
Cesaria Évora es, naturalmente, la diosa de la morna. Pero la nómina de músicos y cantantes, mujeres y hombres, que la cultivan es casi tan larga como la de habitantes caboverdianos. Hay que oírlos a todos, porque cada uno de ellos aporta un matiz, un toque o un deje en el que se revela la verdad de la vida.
Bana, por ejemplo, a quien tenemos aquí con la gran Maria Barros.