El primer tango en París

El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, en su edición de 1899, definía el tango como “una fiesta y danza de negros o de gente del pueblo, en América”. Menos de treinta años después, en 1925, añadía una nueva acepción: “Danza de la alta sociedad importada de América a principios de este siglo”. Curioso salto de estatus y de continente, que otras músicas han vivido también –el jazz y el flamenco son referencias obvias-, pero quizá no en un lapso tan breve.

Los antecedentes del tango son largos y enrevesados, y ahí andan los especialistas polemizando sobre galgos y podencos. Pero hay tres o cuatro cosas medio claras, que son las que no conviene olvidar.

La primera, el lugar de nacimiento: el Río de la Plata, entre las ciudades de Buenos Aires y Montevideo, en la confluencia de un mundo en el que a lo largo de todo el siglo XIX, pero sobre todo en su final, se produjo una movilización humana excepcionalmente compleja y variopinta, de hombres y mujeres de las más variadas culturas que acudían a aquellas fértiles tierras en busca de la riqueza y el alimento que no encontraban en las suyas. Antiguos esclavos centroamericanos, españoles e italianos pobres como ratas, centroeuropeos y criollos, africanos avant la lettre…, en aquellas dos ciudades -hay quien cita Rosario también, pero aquí la discusión académica se enreda- se produjo una eclosión de culturas y, por lo tanto de estilos musicales, que terminaron por generar algo nuevo, distinto, completamente original. Se dice siempre que el tango es la fusión de la milonga rural, la payada pampera, el candombe afrouruguayo y la habanera, pero los que saben de esto son capaces de rastrear entre sus compases briznas consistentes de varias músicas españolas, del vals austriaco, de la polca y de cuantos pueblos y culturas se anduvieron asomando por allí durante aquellos años.

La segunda cuestión deriva de la anterior. ¿Es el tango, como tantas veces se ha dicho una música prostibularia, navajera y delincuencial? No especialmente, aunque tampoco sea música sacra, por así decir. El ambiente portuario era por aquellos tiempos un lugar que congregaba todo tipo de trasterrados, populacho y lumpen, dicho sea todo ello en su sentido más descriptivo: un mundo de supervivientes, que bastante hacen con llegar vivos a cada amanecer y que no tienen mayores pretensiones que la de asegurar su subsistencia y mantener su lugar bajo el sol. ¿El tango? No les complique usted la vida, por favor: una manera como otra cualquiera de pasar el rato, de rellenar las horas de ocio con unas risas y sin pretensión ninguna de convertir aquello en patrimonio intangible de la humanidad.

Nada de transcendencia, pues, ni de cosas raras. El tango, y aquí va su tercer rasgo, es sobre todo un baile, un ritmo bastante básico que se ejecuta de un modo peculiar, con una ondulación muy pronunciada. Pero, al menos en el origen, no hay una búsqueda expresa de sensualidad ni seducción: de hecho era muy corriente el baile entre hombres, aunque a este respecto, una vez más los expertos no se ponen de acuerdo: ¿bailaban entre ellos porque las mujeres estaban excluidas de este modo de diversión? o, justo al revés, ¿los hombres ensayaban entre ellos en las calles para ir después a las casas de diversión y a los prostíbulos para impresionarlas a ellas?

Insisto: desmitifiquemos. Cuando alguien se pone en la calle a tocar una música pachanguera y quienes le oyen están ociosos y desesperados y algo pasados de copas, pues hace cosas como esta sin darle mayor importancia.

Es muy probable que el tango se hubiera quedado en esto -un ritmo marginal de gentes marginales- de no ser por su circunstancial llegada a París.

Contra lo que suele pensarse, el tango llega a París mucho antes que Gardel. Algunas fuentes sostienen que llega en 1905 a través de los marineros de la fragata Sarmiento. En todo caso, dos años después ya andaba circulando por París, e incluso por Madrid, con algún danzante argentino más o menos destacado. El éxito en la capital francesa es vertiginoso, pero es que en el París de aquellos años prácticamente todo triunfa, todo se pone de moda de la noche a la mañana, porque París es la capital del mundo y sus disposición a apropiarse de todo es bastante similar a la que en nuestros tiempo tiene Hollywood. Es significativo que en 1913 la Academia de Medicina de Francia recomiende el tango “sobre todas las otras [danzas] creadas en los últimos años”, porque “tiene la ventaja de hacer trabajar más los brazos, forzando las flexiones y las extensiones…”. Como es natural, y yo lo entiendo plenamente, los arzobispos de París, Cambray y Sens, el obispo de Poitiers y algunos otros anatemizaron el tango en el púlpito y en graves pastorales. Pero D’Annunzio, los Rotschild, los Romanov y restantes protagonistas de la prensa del corazón de la época se rindieron a la belleza de la excitante nueva danza.

Danza, insisto. Aunque a los tangos se les empezó a poner letra muy pronto, esta tardó mucho en adquirir verdadera importancia. Las iniciales son letras pésimas, de escaso interés, con pretextos puramente bailables y cargadas de onomatopeyas, expresiones soeces o bromas de mal gusto. Es Ángel Villoldo, a principios del siglo XX, el primero que empieza a construir una obra poética de cierta solvencia en torno a esa música y luego aparecen nombres como Santos Discépolo, que la consagran. Pero el tango parisino no tiene ningún interés en las historias truculentas, prostibularias y desgarradoras de ambiente porteño hasta la llegada de Carlos Gardel, una voz única y extraordinaria, una pose magistral, un francoargentino que se entiende muy bien con unos y con otros. Pero también -no sé si sobre todo- un cursi de tal envergadura que consigue el milagro de sumar peras y manzanas. Él es el que con su voz meliflua, con su orquestación exagerada, con su gomina ridícula, logra que en los más altos salones de la aristocracia europea se escuchen las tristes historias de un mundo lejano y marginal.

Así es como el primer tango se instaló en París, cuando nadie pensaba aún en la historia turbia y desoladora de Marlon Brando y Maria Schneider.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017