Cuando Carlos Andrés Pérez (CAP a partir de ahora) ganó las elecciones presidenciales de diciembre de 1988, conservaba intacto el prestigio acumulado durante su primer mandato. En un lejano quinquenio de los años setenta, CAP había gestionado con acierto la economía y las libertades y, sobre todo, había aprovechado con habilidad la crisis de Oriente Medio para hacer del petróleo venezolano el más cotizado objeto de deseo de la compleja geoestrategia internacional de la época.
Pero el segundo mandato llegó en unas circunstancias opuestas. En los diez años transcurridos el precio del petróleo se había derrumbado y las presidencias de Herrera Campins y Jaime Lusinchi no habían sido capaces de frenar el deterioro de la situación, con una moneda fuertemente devaluada, una deuda galopante y un desequilibrio comercial insostenible. CAP se reinstala en el Palacio de Miraflores manteniendo su vitola de socialdemócrata insigne pero no tiene otra, o no se le ocurre, que acordar con el FMI un durísimo programa de ajuste neoliberal que incluye privatizaciones de las empresas que él mismo había nacionalizado, devaluaciones salvajes y fuertes incrementos de precios, incluido, de forma destacada, el de los carburantes.
El descontento popular se instaló bien pronto en el país y allí se quedó para una larga temporada.
Los frutos del caracazo
En las conurbaciones próximas a Caracas comenzó pronto a enredarse la situación. Al principio fueron protestas pacíficas, concentraciones más o menos airadas, voces. Después, algún escaparate roto, algún supermercado invadido, y la pasividad policial haciendo el resto, de manera que la protesta crece y se encrespa y se carga de más y más violencia. Durante el mes de febrero del 89 la situación se le fue al gobierno de las manos y a finales de mes no se le ocurrió nada mejor que sacar el ejército a las calles. El 28 de febrero se produce una salvaje represión con cifras que se estiman en centenares de muertos y millares de heridos, presos y desaparecidos.
El caracazo, mal gestionado y aun peor explicado, marcó definitivamente la segunda presidencia de CAP y definió de manera precisa, a partir de ese momento, la relación del pueblo con sus representantes políticos y el grado de confianza que los venezolanos eran capaces de aportar a sus instituciones.
Un joven escritor caraqueño, Ibsen Martínez, andaba por allí, por aquel entonces, labrándose un futuro. Tenía ya un nombre, una prestigiada columna en El Nacional y cierta facilidad para moverse en los despachos de la poderosa Radio Caracas Televisión. La RCTV, al igual que su competidora Venevisión, eran buenas empleadoras de escritores principiantes porque las telenovelas venezolanas llevaban décadas convertidas en producto de consumo masivo para los televidentes propios y para los foráneos. Después del petróleo, eran una de las mejores fuentes de riqueza del país y, por supuesto, de los accionistas de las dos cadenas.
El modelo de la telenovela venezolana se basaba -y se basa- en llevar al paroxismo la estructura tradicional de los cuentos de hadas y princesas, en el marco de un discurso burgués tradicional y profundamente conservador. Ya saben ustedes a qué me refiero. Ibsen Martínez tuvo la brillante intuición de utilizar el modelo para hacer todo lo contrario: para contar la realidad desde la óptica más popular, para pegarse a la vida misma y para reflejar, como un notario, el descontento civil de aquellos días.
Aquellas calles de entonces
El joven autor había empezado a pergeñar Por estas calles en los meses posteriores al caracazo, al calor del profundo desencanto sufrido y del distanciamiento de los ciudadanos respecto a la democracia representativa. Durante todo 1991 intentó convencer a la RCTV de las bondades del producto pero los directivos de la cadena no terminaban de ver aquel giro. Y no porque se sintieran comprometidos en el apoyo al gobierno, sino por puro sentido de la oportunidad. Al año siguiente, dos circunstancias les hicieron cambiar de opinión. En febrero, cuatro tenientes coroneles, entre los que se contaba un tal Hugo Chávez, intentan un golpe de estado que, aunque fracasa, aumenta el desprestigio gubernamental. En paralelo, la RCTV siente amenazado su liderazgo en el prime time televisivo. Como consecuencia de esos dos factores –mézclenlos ustedes como mejor les parezca- Ibsen Martínez recibe luz verde para poner en marcha su proyecto y Por estas calles comienza a emitirse en junio de 1992.
El éxito es inmediato, fulgurante, colosal. El descontento venezolano se ve proyectado en aquella serie de manera absoluta y sus personajes pasan a formar parte del universo simbólico de la población. Como el mismo autor ha reconocido con una lucidez autocrítica infrecuente, Por estas calles se instaló en el coro colectivo de la antipolítica, ese discurso populista tan frecuente en épocas de crisis según el cual «todos los políticos eran cínicos, todos los empresarios mantenían funcionarios corruptos en su nómina, y todas las transgresiones de la ley por parte de la lumpenpobrecía marginada estaban justificadas» (Todas las cursivas de la frase entrecomillada son del autor).
Incluso la trama inicial de la telenovela se vio progresivamente desbordada. En un primer momento, los hilos principales de la argumentación giraban, en paralelo, en torno a un juez que perseguía a los corruptos valiéndose de las armas de la ley y a un expolicía que echaba mano de la fuerza y la ilegalidad desde las mismas motivaciones y con los mismos fines. Ibsen Martínez sostiene que su intención era que, al final, el juez parara los pies al expolicía, pero de buenas intenciones está empedrada la historia de la literatura y lo cierto y verdadero es que la audiencia se volcó a favor del segundo hasta el punto de que terminó enterrando, literalmente, al mojigato magistrado. Por desacuerdo, por cansancio, por desbordamiento -nunca ha sido claro a este respecto-, Martínez terminó descolgándose del proyecto al finalizar el primer año pero la cadena no estaba dispuesta a renunciar así como así a aquella mina de audiencia y siguió un año más con nuevos guionistas, con una trama más enrevesada y con una disposición decidida a acabar con un régimen al que consideraba el causante de todos los males de Venezuela.
En esto, desde luego, la RCTV coincidía con casi todos los estamentos de la sociedad. Con la serie en pleno éxito -y todavía con su creador a los mandos-, Chávez había intentado un segundo golpe que el gobierno sorteó también, pero la suerte estaba echada desde tiempo atrás. Lo que las armas no habían conseguido lo consiguieron los manejos institucionales y en 1993 CAP se vio obligado a renunciar a la presidencia y a comparecer ante los tribunales, acusado de corrupción y apropiación indebida.
Seis años después, casi al mismo tiempo que los jueces reducían a menudencias los presuntos delitos de Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez ganaba las elecciones y se convertía en Presidente de la República.