Como todo el mundo sabe, la lógica difusa, o lógica borrosa (fuzzy logic, para que nos entendamos), fue formulada en 1965 por el ingeniero y matemático Lotfi A. Zadeh. En el 65 yo estaba, como aquel que dice, saliendo del cascarón, así que tardé algunos años en descubrirla, y lo hice de un modo tan difuso que no recuerdo ni dónde ni cómo ni por qué. Lo único que sé es que me cambió el modo de ver la vida. Y hasta ahora.
La lógica borrosa parte del hecho de que el cerebro humano, y el lenguaje con que se expresa, se desenvuelve con bastante naturalidad en el terreno de la incertidumbre: aquello está lejos, este señor es alto, el café está caliente, son percepciones y afirmaciones que se manejan con toda naturalidad sin parar mientes en que lejos, alto o caliente son magnitudes imprecisas, en las que hay mucho de subjetivo y de no delimitado.
La gran intuición de Zahed al formular su teoría es que la incertidumbre derivada de esta falta de rigor tiene aplicaciones muy prácticas para el conocimiento, para la investigación y para la industria.
No sé si era consciente de que tiene también grandes aplicaciones para la vida.
Pongamos algún ejemplo. Hay sesudos intelectuales que sostienen que una cosa es la cultura (ellos la suelen escribir con mayúsculas) y otra el entretenimiento. La distinción es importante porque les lleva a concluir que los artículos pertenecientes a la primera categoría hay que quitarles el IVA, y subvencionarlos, mientras que a los de la segunda se les debe cargar de impuestos y penalizar todo cuanto sea posible. No digamos nada de sus consumidores: un consumidor de cultura merece todos los parabienes y alabanzas, en tanto que un simple consumidor de entretenimientos debe ser considerado un ciudadano de segundo orden.
Bien: nada que objetar. Si así lo consideran los sesudos intelectuales, así tendrá que ser.
Y así es, en efecto, en un análisis sencillo: un señor (o señora, naturalmente) que no tiene ojos más que para Homero y que solo sale del Museo del Prado para asistir, en vivo y en directo, a la audición de una sinfonía de Sostakóvich merece entrar en el olimpo de la cultura con letras de molde, en tanto que otro (u otra, por supuesto) que solo lee el Marca y se atonta con las necias nocturnidades de La Sexta, debe ir al infierno de los incultos para siempre. Ya digo: nada que objetar.
Pero, ¿qué ocurre cuando nos acercamos a la frontera que separa ambos territorios? ¿Es culto alguien que solo consuma novelas policiacas de tercera regional? ¿O no lo es aquel para quien la música lo es todo, pero solo música techno, dancing, electrónica y por ahí? ¿Merece aplausos quien se atiborra con la colección completa de los premios Planeta y una condena firme, por ignorante, un experto gourmet?
Alguien muy querido me contaba el otro día que, tras haber sido un gran lector durante años, ahora le dedica más tiempo a ver series porque las encuentra, comparando ofertas, mucho más sugestivas. Y me decía: comprendo que queda fatal decirlo, porque no es lo mismo la frase «he pasado la tarde leyendo» que «llevo toda la tarde viendo la televisión». Le aconsejé que siguiera diciendo que lee mucho: nadie le va a preguntar qué, porque a nadie le importa: la cosa es mantener pulida la pátina de culto.
Precisemos aún más y sigamos analizando el binomio leer libros vs ver televisión. En abstracto este análisis es tan simple como apostar quién ganaría en una partida de ajedrez entre Carlsen y yo. Pero si bajamos de la anécdota a la categoría y convertimos el binomio en El libro de Ivanka Trump vs Los Soprano la frontera cambiaría de sitio.
«Hombre, no, -me dirían mis amigos intelectuales-, no hagas trampas: hablamos de buenos libros vs televisión basura…». Y, voilà, aquí es donde entra la lógica difusa. Porque han aparecido dos calificativos (buenos y basura) dificilísimos de definir. Tanto, que podemos terminar por mantener ideas diferentes cada uno sobre sus límites y su alcance.
Habrá que seguir hablando de esto.