Cuando la memoria hace trampas

Martin Guerre no era el hombre más feliz del mundo. Se había casado con Bertrande siendo ambos adolescentes y, aunque tenían un hijo, no habían aprendido a relacionarse ni sexual ni sentimentalmente. Tampoco con su padre se llevaba bien Martin porque pensaba que, pese a su condición de casado, se le exigía una dependencia económica y organizativa superior a lo que él entendía como razonable.

Estamos en el entorno rural de Toulouse, allá por 1548, y, aunque nos suene raro, ya entonces había gente que vivía situaciones de estrés insoportable.

Martin Guerre se lio la manta a la cabeza, lo dejó todo plantado y se marchó a la guerra sin decirle nada a nadie. Él no tenía más de 25 años y su mujer, alguno menos.

Ocho años después reaparece. O, al menos, reaparece uno que dice ser él. Viene de la guerra, ha sufrido mucho y ha pasado mucho tiempo, así que a todo el mundo le resulta plausible que existan algunas diferencias físicas entre este hombre y el que se fue. La familia lo reconoce, lo reconocen los vecinos y la que más, Bertrande, que desde el primer momento se muestra encantada con él.

Probablemente todo habría ido a pedir de boca si el nuevo Martin Guerre no se hubiera crecido pidiendo a su tío, nuevo cabeza de familia, la herencia que le correspondía tras la muerte de su padre. Han pasado tres años desde el regreso, Bertrande ha tenido dos hijas con su reencontrado esposo, pero el tío empieza a percibir detalles que le hacen pensar en una suplantación.

Denuncias, juicios, división de opiniones entre vecinos y familiares, Bertrande, eso sí, firme en defensa de su hombre… De nuevo probablemente, todo hubiera vuelto a la normalidad si no hubiera acaecido una sorpresa mayúscula: reapareció el verdadero Martin Guerre con una pata de palo y un cabreo considerable. Se reabrió el proceso, las pruebas contra el impostor empezaron a amontonarse (él sostenía que el impostor era el otro) y la enamorada Bertrande no tuvo más remedio que cambiarse de bando, visto lo que se le venía encima.

Arnaud du Thil, alias Pansette, fue ahorcado frente a la casa de Martin Guerre por suplantación de identidad.

El caso Bruneri-Canella

El 10 de marzo de 1926 un hombre es detenido en el cementerio judío de Turín por robar vasos funerarios de bronce. El hombre elude la cárcel merced a una aparente amnesia que le impide dar cuenta de su identidad. Encerrado en el manicomio de Collegno, las autoridades, temiendo que el Estado tenga que mantenerlo de por vida, publican una foto del desmemoriado (y así, como “el desmemoriado de Collegno”, se hará famoso).

Muchos se hicieron la ilusión de reconocerlo porque entre los años 1915 y 1918 Italia había librado una durísima guerra con numerosos desaparecidos. Pero fue una familia adinerada y notable quien creyó encontrar en el desmemoriado a Giulio Canella, filósofo, profesor y oficial del ejército, que había sido dado por desaparecido en Macedonia casi diez años antes.

El desmemoriado y el profesor se parecían más bien poco (no coincidían ni siquiera en la talla) pero, aunque con dudas, casi todos los amigos y colegas de Giulio Canella se inclinaron por el reconocimiento. La esposa, Giulia, no alberga duda alguna y desde el primer momento afirma la identidad del amnésico.

Sin mucha convicción, las autoridades entregan el desmemoriado a la familia. Tal vez todo hubiera terminado así de no ser porque, de pronto, otra mujer, esta de extracción baja, ninguna belleza y escasa formación, Rosa Negro, aparece de pronto para declarar que el pretendido profesor es en realidad su marido, el tipógrafo Mario Brunelli, un sinvergüenza con varias causas pendientes con la justicia. Las pruebas en favor de esta tesis se amontonan, las evidencias son casi irrefutables, pero los Canella tienen mucho dinero y contratan a los mejores abogados para mantener el caso vivo, instancia tras instancia y apelación tras apelación.

Finalmente, tras más de cinco años y dos hijos, el pleito se resuelve con la decisión de que el desmemoriado de Calegno es el tipógrafo Mario Brunelli, pero para entonces Giulia Canella y su reinventado marido se han instalado en Brasil y desde allí mantendrán una sorda lucha contra la justicia, la opinión pública y el sentido común en defensa de su tesis.

El caso Barclay-Bourdin

El 13 de junio de 1994, Nicholas Barclay, un niño de trece años de San Antonio, Texas, desapareció sin dejar rastro. Tres años después, alguien que no se parecía a él ni en el color de los ojos, ni en el acento y ni siquiera en la edad, llamó a la puerta de la familia y convenció a todos sus miembros y amistades de que era Nicholas y de que regresaba muy cambiado desde un infierno de prostitución infantil. El impostor, Frédéric Bourdin, vivió casi cinco meses con la familia hasta que un investigador privado local comenzó a sospechar y logró que el FBI obtuviera una orden judicial para registrar el ADN y las huellas dactilares del joven, que revelaron su verdadera identidad.

Bourdin pasó seis años en la cárcel por esta estafa, pese a lo cual continuó luego suplantando más personalidades.

La naturaleza humana… A estas historias les he dado alguna vuelta y siempre regreso a la misma reflexión: de acuerdo, la posición del impostor, en los tres casos, es más o menos comprensible (más dudosa en Bourdin, evidente en Bruneri, razonable en Du Thil); la posición de las esposas abandonadas, en los dos primeros casos, y de la madre y hermanas en el tercero, tiene también su lógica, mucho más implacable y dolorosa cuanto más atrás nos remontemos, habida cuenta de la dependencia de la mujer respecto al hombre para su supervivencia y la de sus hijos.

Pero, en todos los casos, ¿qué clase de memoria tenían los allegados, los vecinos, los familiares de segundo orden? ¿Cómo podía ser que gentes a los que la emotividad no tenía por qué cegarlos entraran al engaño con semejante simpleza y entusiasmo?

No es cosa de alargarme. Solo pretendo dejar constancia de que, cuando desde cualquier trinchera nos agarramos desesperadamente a la memoria para justificar determinadas posiciones, cuando nosotros mismos nos escudamos con tanta frecuencia en el antes para rechazar el ahora… en fin, recordemos a cuantos estaban seguros de haber reconocido a Martin Guerre, a Giulio Canella y a Nicholas Barclay en la figura de tres vulgares impostores.

(Publicado en Vozpopuli el 7 de junio de 2013)