Los que pasaban por allí

“Está en tu mano no cometer un delito, pero no lo está evitar que te condenen por ello”. Esta frase, pronunciada por uno de los abogados de Steven Avery, resume en su esencia la demoledora y actualísima enseñanza de Making a Murderer, la sobrecogedora serie documental de Netflix que narra en diez sólidos episodios la increíble y triste historia de un ciudadano anónimo en los muy poderosos y civilizados Estados Unidos de América.

El argumento ya ha sido contado mil veces y la Wikipedia lo resume bien: “Steven Avery (nacido el 9 de julio de 1962) es un hombre estadounidense del Condado de Manitowoc, Wisconsin, que pasó 18 años en prisión por una sentencia errónea por agresión sexual en 1985. Fue exonerado cuando la mejorada prueba de ADN demostró su inocencia y liberado de prisión el 11 de septiembre de 2003. En 2005, Avery fue arrestado por el asesinato de la fotógrafa de Wisconsin Teresa Halbach y condenado en 2007 y sentenciado a cadena perpetua sin libertad condicional”. También el sobrino de Avery, Brendan Dassey, fue condenado como cooperador en el mismo delito.

Dos estudiantes de cine, Laura Ricciardi y Moira Demos, se acercaron al caso casi por casualidad y se enredaron en él hasta construir una pieza de narrativa judicial como seguramente no se había hecho hasta ahora. Fabricando un asesino (el título, escrito en español, golpea con más fuerza) quedará para siempre como un referente obligado en el conocido género de la indagación periodística sobre el mundo de la justicia.

Hay que decir que las dos jóvenes directoras hacen muy bien su trabajo pero cuentan a su favor con una ventaja de partida: en el estado de Wisconsin hay muy pocas cortapisas para la libertad de prensa, hasta el punto de que los medios tienen acceso a las conversaciones telefónicas del preso con sus abogados y familiares, a las pesquisas policiales y a las conversaciones de los investigadores. Durante los casi dos años que transcurren entre la segunda detención de Avery y su definitiva condena, todos los participantes en el caso (fiscales, investigadores, abogados defensores, especialistas forenses y, por supuesto, familiares y amigos tanto del acusado como de la víctima) no tienen reparo ni pudor en ofrecer ruedas de prensa o declaraciones a cámara con una soltura a la que al menos por estos pagos no estamos acostumbrados. De tal manera que si alguna pega se le puede poner a esta serie es la del exceso: acaso con la mitad de los episodios hubiera podido contarse lo mismo.

La tesis de la serie está resumida en la frase con la que arranco este artículo. Avery mantuvo desde el primer momento, y sigue manteniendo desde la cárcel, que él es inocente del crimen por el que se le ha condenado, como lo fue del anterior, que lo tuvo 18 años injustamente encerrado. Las directoras del documental no son neutrales a este respecto: se ponen del lado del acusado y apoyan la tesis de sus abogados de que las débiles pruebas en su contra fueron deliberadamente construidas por la policía. El mismo abogado de la citada frase pronuncia otra igual de clarificadora: “No creo que la policía quisiera incriminar a un inocente: estaba convencida de que era culpable y puso los medios para que lo pareciera”.

Moraleja

Hablaba hace unos días con algunos amigos sobre esta fascinante experiencia televisiva y había quien decía que era poco creíble, que acaso las directoras habían manipulado el material más allá de lo razonable hasta distorsionarlo. En concreto, los fiscales y los investigadores policiales, alguno de los peritos y, en general, lo que cabría calificar como el bloque de los “contrarios a Avery” transmiten una imagen de trapaceros y chapuzas que contrasta con el hecho de que fueran capaces de convencer a los doce miembros del jurado a partir de pruebas extremadamente débiles.

Yo no comparto esas prevenciones. Tengo la sensación de que Ricciardi y Demos han narrado lo que han visto, un terrible chapuza judicial, y lo han hecho desde el rigor y desde el asombro que logran transmitir al telespectador.

¿Por qué lo creo? Porque disparates así se han visto ya unos cuantos y se verán todavía muchos. Me permito recordar aquí –por citar solo algunos, y de suelo patrio- el caso Raval de 1997, “la mayor red de pederastia descubierta en Europa” al decir de la policía, que arrambló con la fama y el sosiego de un puñado de padres, educadores y dirigentes políticos y vecinales, absueltos finalmente por los jueces tras haber sido condenados sin remedio por la sociedad y los medios de comunicación. Hubo, ciertamente, dos pederastas condenados, pero el daño que se causó a los inocentes no tuvo justificación alguna.

Más escandaloso aún fue el caso Ahmed Tommouhi y Adderrazak Mounib, acusados y encarcelados por unos delitos que no cometieron. El segundo murió en la cárcel, en tanto que el primero cumplió íntegra su condena desde 1991 hasta 2006. Pese a las evidencias en contrario –incluidos los marcadores genéticos y las pruebas de ADN- los magistrados –uno de los cuales era la siempre progresista y hoy entregada diputada socialista Margarita Robles- condenaron a los dos marroquíes con la ayuda de un colectivo de policías, abogados y expertos a cual más incapaz.

La historia de Avery encontró en Laura Ricciardi y Moira Demos a las dos narradoras que la verdad necesitaba. El caso Raval tuvo en Arcadi Espada al autor de la investigación y el libro que puso en evidencia aquel disparate. Y Braulio García Jaén se dejó las pestañas y algunos años de su vida y su carrera en construir en Justicia Poética la evidencia del disparate urdido contra Tommouhi y Mounib.

Solo por citar algunos casos. Dicho sea en unos tiempos en que los cuerpos policiales españoles se han soltado la mano con una gran desenvoltura para incriminar de los más diversos delitos a muchísima gente. Unos, probablemente, culpables, pero muchos, me temo, que pasaban por allí.

Tendremos ocasión de irlo viendo.