El discurso del Rey

Todos los tratadistas coinciden en señalar la ciudad siciliana de Siracusa como el lugar donde nació la retórica como instrumento de persuasión. Alrededor del año 485 antes de nuestra era un par de tiranos malos como la quina habían expropiado las tierras de sus ciudadanos para entregárselas como botín de guerra a miembros de su ejército personal. Derrocados más o menos por esas fechas, y restablecida la democracia sui géneris que se estilaba entonces, los perjudicados por las expropiaciones acudieron a los jueces reclamando la devolución de sus bienes. Los pleitos generados por este lío (este lío colosal, que diría nuestro presidente) fueron tantos y tan complejos que los más espabilados se dieron cuenta de la importancia de la elocuencia para persuadir a los jueces. Aquí es donde se suele citar a Córax y a Tisias como inventores del género.

Más allá de las dudas que me provoca esta localización (seguro que los chinos la habían descubierto mucho antes, o los sumerios, o los egipcios: el etnocentrismo europeo es un poco irritante), nos vale ahora para determinar que el origen de la oratoria tiene una función perfectamente práctica y operativa: nada más útil que convencer a un juez de que falle a tu favor cuando es tu patrimonio lo que se dirime.

Los griegos y los romanos se pusieron a perfeccionar el invento, y a fe que lo consiguieron: al margen de otros usos más o menos populares, la oratoria fue una herramienta esencial para dirimir las diferencias de criterio en los ámbitos de decisión política, cuando las asambleas de ciudadanos libres en las polis griegas o cuando los senadores romanos tenían que adoptar decisiones en asuntos cruciales para las que había opiniones encontradas.

Tan importante fue la oratoria que los más sesudos pensadores de aquellos tiempos le dedicaron mucha reflexión y esfuerzo. Cicerón, que se las vio en una época difícil de la república romana, le dedicó tres libros al asunto porque entendía la retórica (el arte de bien decir) como una necesidad primordial del hombre público, si bien sostenía que “el fundamento de la elocuencia es la sabiduría” y que “sin la filosofía, nadie puede ser elocuente”.

Lo malo fue que, con la llegada del Imperio, la oratoria dejó de ser necesaria. Ya no había que convencer ni a jueces ni a senadores porque todas las decisiones estaban en manos del emperador, y a este no se le convencía con discursos. De manera que la retórica, que ya formaba parte del canon ineludible de la enseñanza reglada, se convirtió en una pieza más corpus humanístico, como la filosofía y la gramática, pero ahí se quedó, lustrosa pero inútil, apenas necesaria, hasta que hace menos de un siglo, anteayer como aquel que dice, desapareció de nuestras vidas y de nuestros planes de estudio.

De todo esto me acordé el otro día, oyendo el discurso del Rey con motivo de la conmemoración del cuadragésimo aniversario de las primeras elecciones de nuestra era. Fue un discurso malo, seco, plomizo, cargado de lugares comunes y palabras vacías, aunque mejor entonado que los de su padre. Felipe VI dijo aquello de que había que cumplir la ley y todo el mundo se quedó perplejo ante tamaño atrevimiento, en estos tiempos en que no la cumplen ni los que por expreso mandato constitucional tienen que vigilar su cumplimiento. Pronunció la palabra dictadura como un adolescente que suelta su primer taco y rellenó el resto del tiempo que le habían asignado con palabras más o menos correctas, que para eso tiene asesores con estudios. Pero el conjunto careció de armonía, de estructura, de tono, de vitalidad. Un conjunto vacío, para entendernos.

Si Felipe VI hubiera tenido que convencer a alguien con su discurso, dudo que lo hubiera conseguido. Por fortuna, las intervenciones públicas de nuestros monarcas –tanto del actual como del anterior- son pura cosmética protocolaria que solo sirven para que algunos periodistas vivan del cuento hermenéutico de descifrar unas frases perfectamente vacuas e intercambiables. Si algún día –no lo quieran los dioses- le toca a don Felipe asumir el papel de Jorge VI en la situación que describe la película que da título a esta entrada, vamos a tener un problema.

Pero ese sería un problema de futuro. El problema presente es que la oratoria ha desaparecido de nuestra escena pública y no tiene aspecto de que vaya a recuperarse. Nuestros parlamentarios se expresan a cacerolazos; los debates no persiguen convencer a nadie porque antes de que se celebren ya está cada uno convenientemente convencido; las polémicas no se sustentan en la retórica sino en el trazo grueso; nadie busca transmitir sabiduría mediante el buen uso de las palabras sino, a lo sumo, conseguir algún efecto puramente cosmético.

Decía Cicerón que “será elocuente el que en el foro y en las causas civiles hable de tal manera que pruebe, deleite o convenza”. Pero me temo que, en nuestro actual escenario público –no solo político: también la sociedad civil tiene un problema al respecto- nadie se propone probar nada, ni menos deleitar ni, por supuesto, convencer. Tenemos cada uno nuestras posiciones tan tomadas y nuestras convicciones tan firmes que ni nosotros sentimos la necesidad de expresarnos bien ni nos importa mucho que los demás no lo hagan. Nos basta con manejarnos con unas cuantas frases hechas, que no persiguen argumentar adecuadamente sino hacer algo de ruido, para que parezca que hablamos.
Algo así como el rey, en el discurso del otro día.