Tomando café con Bach

El único pero que se le puede poner a Bach es que no compuso ninguna ópera. Nunca explicó por qué. Puede ser, en parte, porque su formación luterana le disponía mal contra la propia idea del teatro, pero en parte también, y seguramente sobre todo, porque siempre tuvo demasiado trabajo y ninguno de sus clientes se la encargó.

Cabe pensar que alguna vez acarició la idea. Es una conjetura razonable porque, cuando su coetáneo Haendel arrasaba en la escena inglesa, fueron varios los intentos de ambos por verse e intercambiar experiencias. De algún modo se sabían complementarios y se buscaban. Finalmente no se vieron, y resulta fascinante aventurar si no será este uno de esos encuentros frustrados que, de haberse producido, hubieran transformado la historia.

Componer, dirigir y enseñar

No escribió ópera, digo, pero estuvo muy cerca de ella: sus grandes oratorios -las cuatro Pasiones que han llegado hasta nosotros, por ejemplo- así como las cantatas son piezas a las que les falta muy poco para estar en condiciones de dar el salto a la escena. Y hay una en concreto que lo da y que puede encuadrarse sin demérito alguno en el paquete de la opereta cómica, tan querida en la cultura germana. Me refiero a La Cantata del Café, compuesta por Johann Sebastian cuando tenía 49 años y ya llevaba once a las órdenes del Ayuntamiento de Leipzig como cantor y director musical en la iglesia luterana de Santo Tomás, un cargo que en la práctica lo convertía en el máximo responsable de cuanto tuviera que ver con la música en la cosmopolita capital sajona. Con la música y con su enseñanza, lo cual es mucho decir porque, en aquella sociedad precientífica y profundamente calvinista, la música era una disciplina a la que se dedicaba mucho más interés y esfuerzo que a otras más ilustradas, como las ciencias o la gramática.

La faceta didáctica de Bach ha sido siempre bien conocida. Su segunda esposa, Anna Magdalena Wilche, con la que, viudo y treintañero, se casó cuando era ella una jovencísima soprano, ha documentado bien la dedicación terca e incansable del músico en la formación de sus numerosos hijos. Pero más importante aún es la tarea que desarrolló en el Collegium Musicum de Leipzig donde impulsó actividades y métodos con una capacidad inagotable.

Por ejemplo, los miércoles del verano Bach cogía a sus muchachos y se iba al Café Zimmermann (mis dylanianos lectores, que los tengo, sufrirán en este punto una ligera conmoción) a animar las veladas de los satisfechos burgueses que paladeaban el brebaje de moda en toda Europa.

La hora del café

El café como infusión, tal como lo tomamos ahora, era muy reciente en Europa y apenas un recién llegado en las ciudades-estado del antiguo imperio germánico. También el té y el chocolate eran relativamente nuevos y andaban aún buscándose un lugar al sol en las modas del consumo europeo. Europa llevaba siglos manteniéndose a base de vino y de cerveza y las bebidas calientes -excepción hecha de la leche- le resultaban ajenas. Estas tres además eran poderosas, de destacados efectos euforizantes y consecuencias desconocidas aún.

El café, en particular, fue imponiéndose en un clima enrevesado de entusiasmo y sospecha. En Rusia, el zar cortaba las orejas a sus consumidores. El rey de Inglaterra lo prohibió también, aunque con poco éxito porque su implantación en la isla fue vertiginosa. Los poderes establecidos lo miraban como una droga que provocaba excitación y descontrol, pero no dejaban de apreciar sus cualidades para favorecer una noche en vela de oración o para disminuir la fatiga del trabajo y aumentar el rendimiento… Por esto, quizá, fue la joven burguesía protestante la que empezó a hacerle al café un lugar entre sus hábitos de consumo y, así, no extraña encontrarlo en una ciudad como Leipzig, donde sus constantes ferias y su continuo trasiego comercial la hacían idónea para cualquier novedad.

Llegados a este punto, tenemos los tres ingredientes que necesitamos: la cercanía de Bach a los jóvenes, que le hacía, sin ser la alegría de la huerta, entenderlos y apoyarlos; la moda del café, y el flirteo, modesto, del músico con la escena. La Cantata del Café es el resultado de estos tres ingredientes mezclados por un genio.

Conflicto generacional

El argumento de la pieza es simple, pero contiene más enjundia de lo que nos puede parecer hoy. Una joven, Lieschen,perfectamente asimilable a alguna de las hijas del maestro, se ha aficionado al café con un entusiasmo propio de la edad; su padre, Schlendrian, preocupado por los riesgos que entraña el consumo descontrolado de la bebida, se lo prohíbe, pero la hija se niega a aceptar tal prohibición. El padre la amenaza con todos los castigos posibles con tal de rendir su obcecación, pero la muchacha insiste en que ella no quiere privarse de sus tres tazas diarias de café. Finalmente, Schendrian esgrime la amenaza máxima: no le buscará marido. Lieschen se rinde ante la espantosa perspectiva de la soltería y abdica, pero para sí misma se dice que solo aceptará un marido que le permita beber cuanto café quiera. La breve pieza, en la que junto a los personajes interviene un narrador, termina con un trío que pone en evidencia la arrolladora llegada de las nuevas generaciones y el triunfo indiscutible de la bebida emergente: “El café entusiasma a las señoritas… La madre lo prepara a menudo, y la abuela también lo bebe. ¿Quién podrá pues, censurar a las hijas?”.

El libreto –la leyenda atribuye los últimos versos citados al propio Bach- está escrito por un colaborador habitual del músico, autor, por ejemplo, del texto de La Pasión según San Mateo. Christian Friedrich Henrici, más conocido como Picander, al que los entusiasmos enciclopédicos modernos tienden a calificar de poeta, no era en realidad más que un abogado de Leipzig, un funcionario público, modesto aficionado a la poesía, muy devoto, como Bach, y buen amigo suyo. Sus textos para música sacra son apenas adaptaciones eficientes de pasajes bíblicos apropiados para el caso y de su obra profana seguramente solo destaca esta bellísima cantata que, si en lo musical es perfecta, en lo literario cuenta con unos toques de humor, de ternura y de ingenio que no desmerecen junto a las notas del maestro.

Y basta ya. Ahora toca relajarse, disponer de veinticinco minutos y entrar en el Zimmermann a vivir una experiencia única. A tomarnos un café con Bach. Merece la pena.

(Publicado en Vozpópuli el día 3 de abril de 2013)