Mis librerías

A mediados de los setenta conocí la FNAC en París y me quedé deslumbrado por su potencia y su modernidad –aunque ya entonces me pareció que eran mejores en música que en libros. Robé uno, una historia del jazz meticulosa y francófila, y me volví convencido de que España no sería un país moderno hasta que no los tuviéramos aquí. Llegaron a finales de los noventa y no tardé en comprobar que son una pésima librería pero que saben mucho de marketing.

Una afición precoz por el saldo -lo que hace la falta de posibles- me hizo desde muy joven adicto frecuentador de la Cuesta de Moyano, ese fantástico conglomerado de tenderetes que se acumulan junto al Jardín Botánico en uno de los recorridos más fascinantes de Madrid. Ahí aprendí a ser un auténtico comprador de libros: si buscaba alguno en concreto, nunca estaba disponible y acababan vendiéndome otro; si ignoraba la editorial que lo había publicado, el librero me miraba con cara de perdonarme la vida antes de desentenderse de mí; si pedía un título descatalogado en un puesto de novedades, me caían encima unas cuantas imprecaciones, las mismas que si pedía una novedad en una librería de viejo. ¿Los libreros de la Cuesta? Amables, casi ninguno; entendidos, unos cuantos. Solaperos, la mayoría.

Lo de los libreros solaperos lo aprendí después, con los años. No es una crítica, tan solo una descripción. Con el número de títulos que se publican en España cada año, sería un milagro que alguien los hubiera leído todos. Así que las solapas son muy socorridas; un método excelente de hacerse una idea general de lo que el libro contiene. El problema es que las solapas están escritas con un rigor dudoso y si no se menciona la fuente puede uno pensar que está comprando pata negra cuando lo que le venden es jamón de Teruel. Para evitarme estas sorpresas comencé a especializarme. En mis ya lejanos tiempos de poeta me pasaba por dos librerías entregadas en cuerpo y alma a la materia. En una siempre estaba el dueño y siempre leyendo -lo cual era un buen reclamo para el género, desde luego. Jamás me dirigió la palabra y, cuando yo intenté pegar la hebra, no conseguí más que algún monosílabo con el claro mensaje de que no le interrumpiera su lectura. Sin embargo, alguna vez entraba un escritor reconocido y reconocible y entonces el librero lo dejaba todo y se tornaba locuaz y distendido. Esa fue siempre mi prueba de que yo estaba lejos de la consagración.

En la otra librería poética, en cambio, el dueño me trataba bien, con amabilidad y simpatía. Un día le mencioné un proyecto que me rondaba y me propuso que en otro momento, con más tiempo, me acercara a tomar un café con él y a comentarlo. Volví, en efecto, y con papeles, pero ese día despachaba una mujer que luego supe que era su esposa. Me preguntó, le dije que pretendía tomarme un café con aquel hombre y me contestó horrorizada: “Qué barbaridad, con la que de cosas que tiene que hacer… Déjanos por escrito lo que sea y ya lo valoraremos nosotros”. He vuelto por la librería, no se vayan a pensar lo peor, pero sin papeles y con el café tomado.

Entre ocios y negocios, he tenido oportunidad de recorrerme librerías por todos los rincones de España. Me han colocado libros a espuertas: novedades del día, autores locales, ediciones del lugar… Lo más chocante me ocurrió en una localidad andaluza. Le pregunté a un paisano por una librería y me espetó un “¿y uzté pa qué la quiere?” que todavía me ronda en la cabeza. Al final me indicó una que acababa de dejar de serlo para reconvertirse en perfumería. Quedaban allí, en un rincón, arrumbados, un montón de libros que no interesaban a nadie y me los llevé todos por trescientas pesetas. Aún recuerdo Aurora de sangre: vida y muerte de Hildegart, que me hizo descubrir al gran y casi olvidado Eduardo de Guzmán.

Con las librerías de culto he mantenido y mantengo bastante relación. Son sitios importantes, necesarios, a los que hay que ir como los creyentes van a las iglesias, para inhalar fe y convicciones. No siempre me sé comportar. Una vez, una librera de pro me retiró la palabra (literalmente: dejó de hablarme para dirigirse a otro cliente) porque se me ocurrió hablar bien de El diario de Bridget Jones. En general, procuro decir poco porque me cuesta seguir conversaciones esotéricas sobre editores, distribuidores, agentes literarios, gremios y demás flora y fauna del ecosistema librero. En los últimos tiempos debo omitir, además, cualquier elogio a lo digital para evitarme una excomunión súbita. Pero hay ventajas añadidas: en estas librerías de culto entra mucho escritor consagrado y es un buen sitio para comprobar que son humanos como nosotros, ansiosos por asegurarse de que su libro está bien expuesto y prestos a degollar al del vecino.

También he entrado en muchas librerías de barrio, papelerías para ser más exactos, que las ha habido, y aún las hay, muy buenas. Fue en una de estas, de segunda fila, donde el librero me consiguió toda la obra de Sciascia publicada en español hasta entonces, cuando el encuentro con sus primeros títulos me provocaron una irrefrenable adicción. Esa librería, hoy, se dedica solo al cómic, lo cual es admirable.

La papelería de al lado de mi casa ahora ya no tiene apenas fondo, porque el dueño se jubiló y su hijo es un tipo sensato, pero en su día yo rapiñaba con todo lo que al librero le daba pereza devolver y se le descatalogaba solo en los anaqueles como a quien le caducan los yogures.

Con la vejez, la tecnología y los cambios de hábito, todas esas aventuras se me han ido al traste. Aunque sigo yendo a otras, y frecuento esas librerías-café que ahora han proliferado en Madrid como las franquicias de cien montaditos, soy fiel sobre todo a una que, en realidad no es una librería. No huele a libro, aunque dispone de casi todos los existentes. No tiene dependientes explicándote nada, pero es muy fácil manejarse en ella, ver las novedades y las que no lo son, moverse por las distintas secciones y categorías, hacer búsquedas por títulos y por autores sin que nadie se ofenda si no conoces la editorial que lo publica. Tiene libros en cualquier formato y en cualquier soporte, y no parece que considere mejor unos que otros. Puedes disponer de los electrónicos al momento y de los de papel en un tiempo muy razonable. Tiene precios imbatibles, con ofertas y descuentos que no sé si atentan contra la Ley del Libro pero que favorecen mi modesto bolsillo de ciudadano-consumidor. Y, aunque no tienes a un experto recomendándote nada, dispones de las opiniones de otros clientes y de toda la red para buscar consejos.

Es una librería, esta Amazon de mis amores, que está muy mal vista por los clásicos del lugar. Dicen que defrauda a Hacienda y que trata mal a sus trabajadores, pero entiendo que deben ser las autoridades fiscales y los sindicatos quienes habrían de ocuparse de esa vertiente. Dicen que no es una librería como dios manda, y es bastante probable que así sea porque lo ignoro todo sobre mandatos teológicos. Pero, ya digo, yo me siento en ella tan a gusto como me he sentido en tantas otras e incluso puede que más.

Publicado en Vozpópuli entre 2106 y 2017