Les presento a Nora López

Nora López fue alcaldesa de una ignota localidad española de trece mil habitantes más o menos durante los años en que Rodríguez Zapatero rigió los destinos de nuestro país. Nora pertenecía a una formación regionalista muy peculiar, y peculiar era el modo en que ella gestionaba los intereses de su vecinos, de manera que coincidieran sospechosamente con los suyos propios.

Nora no es muy culta, ni muy trabajadora, ni muy entregada a ninguna causa, así que no cabe esperar de ella grandes aportaciones al pensamiento político contemporáneo. Ni al pensamiento político, ni al pensamiento a secas. Bastante tiene con mantener a flote la alcaldía, con ayudar a su partido a que se mantenga, con que su hijo Julio no se le vaya de las manos y con practicar el sexo frecuentemente por razones estrictas de ocio y de negocio.

Pero, vamos, lo de ponerse a escribir, como que no.

Lo que pasa es que hubo siete días… caramba con aquellos siete días. La que se lio de la manera más tonta.

Y se vio en la necesidad de contarlo. A su manera, claro. Porque Nora todo lo hace a su manera.

Eso es Todo en orden, el libro que la editorial Adarve lanzó urbi et orbe el pasado 1 de junio y que ya se puede adquirir en cualquier soporte y en cualquier canal de distribución.

Es ficción, por supuesto, pero podría no serlo.

Desde este blog vamos a estar muy pendientes de Nora. No solo por lo que nos cuenta en la novela, sino porque no hay que descartar que tenga otras cosas que decirnos.

Historia de Ana

Hace seis años que Ana y su marido decidieron abandonar Madrid y su austera vivienda de setenta metros cuadrados para instalarse en un pueblo de la Sierra, en una parcela adquirida a lo que entonces era un buen precio y sobre la que se construyeron el casoplón de sus sueños.

Ana gestionaba en Madrid un pequeño negocio pero no le importó cerrarlo para empezar allí desde cero. Su marido tenía un buen trabajo en el sector de la construcción y fue él quien sugirió a su mujer una iniciativa empresarial adaptada a sus nuevas circunstancias: una empresa de limpieza integral de edificios y viviendas que diera servicio a los flamantes propietarios de segundas residencias que por aquel entonces crecían como los concursos televisivos en aquellas localidades y sobre cuya expansión no se vislumbraban límites.

Ana no conocía el sector, ni la limpieza doméstica había ocupado en su vida mayor espacio del que suele corresponder a una mujer casada con dos hijas y un razonable desahogo económico. Pero su marido lo tenía muy claro: “Tú llevas las cuentas, la organización y la parte comercial. Para la faena y el día a día, te buscas gente”.

La empresa fue un éxito. Y, lo que es más sorprendente, lo sigue siendo ahora, con la crisis y el parón en la construcción y venta de viviendas en la sierra de Madrid. Ana ha consolidado una organización muy flexible formada por una decena de mujeres, inmigrantes en su mayoría, al frente de familias desestructuradas y en grave riesgo de exclusión, a las que proporciona salario y derechos sociales porque, por supuesto, Ana lo tiene todo en regla y a la luz del fisco. (Dicho sea entre paréntesis, Ana no sabe nada de los discursos rimbombantes de la Responsabilidad Social Corporativa con la que las empresas del IBEX se llenan la boca, pero el enfoque socio laboral de su chiringuito daría para una charla en el IESE sobre la materia).

Sus tarifas son ligeramente, solo ligeramente, superiores a las de la clásica asistenta, pero, a cambio, la cobertura legal del servicio no tiene debilidades y, lo que también es importante, cuenta con una avanzada tecnología para la prestación de los servicios, que abarca escaleras adecuadas y seguras, aspiradoras industriales, karcher de vapor para la limpieza de espacios especialmente inaccesibles y todo tipo de productos y complementos auxiliares.

A Ana, ya digo, le va bien el negocio incluso con la crisis sobre el moño. Bien es verdad que no se han cumplido al pie de la letra todas sus expectativas iniciales. Como ella misma dice, “cómo le vas a decir a una chica lo que tiene que hacer si no te lo ve hacer a ti. Así que, te pones, te pones, y terminas trabajando como una más”. Luego está la parte comercial: si alguien la llama para hacer una limpieza el sábado y ese sábado ya tiene a toda su gente ocupada y el cliente dice que o el sábado o busca en otro sitio, pues Ana coge sus bártulos y se va con quien encuentre a mano –su hija la ingeniera, por ejemplo- para no perder esa oportunidad de negocio, que puede llegar a ser recurrente.

Y luego está el marketing, claro. Que si carteles, que si buzoneo, que si las redes sociales –“qué lata dan el Facebook y el Twitter… pero hay que estar, a ver qué remedio”-, aunque lo que mejor funciona es el boca a boca y eso obliga a cumplir con todos, a trabajar todas las horas del día todos los días de la semana, a vigilar la calidad del servicio y la atención al cliente para que no caiga un solo borrón en la página de servicios, para cuidar al máximo la reputación de la firma, aunque ella no lo diga así.

Si hace seis años, cuando llegó a ese pueblecito serrano, Ana hubiera decidido, por ejemplo, hacerse librera, las cosas le hubieran ido peor, seguramente. Y no por culpa suya, porque las personas no son distintas según el sector en el que trabajen, sino porque se habría empapado del espíritu y los problemas inherentes a tan noble actividad.

Ana habría abierto su librería –con componentes de papelería, me imagino, también- en un espacio rápidamente saturado de títulos, de cachivaches, de molesquines, de lápices y de infinidad de cuentos para niños que, de un tiempo a esta parte, cada vez parecen menos cuentos para niños y más artilugios extraños de abultado volumen y distorsionadas multiformas.

En ese lugar abigarrado y confuso, Ana hubiera reinado rodeada de más proveedores que clientes. Editores tout court, distribuidores, comerciales, autores descarriados, editores desgajados de los grandes editores, editores vocacionales que editan títulos únicos y emblemáticos que los grandes rehúyen editar porque solo buscan el lucro y el beneficio… La librería de Ana se habría convertido en un gran almacén donde siempre habría libros para devolver, novedades recién llegadas que casi de inmediato se reempaquetarían de regreso, encargos especiales que llegarían en pedidos especiales, ofertas de bolsillo, propuestas para saldar, una colección en depósito, un anticipo de edición…

Los clientes, que no perciben una necesidad de libros tan imperiosa como la de tener la casa limpia, empezarían a sentirse incómodos en medio de tanto lío. Y con dificultades para ir, porque, claro, el horario de Ana sería el horario de una librera comme il faut: de 10 a 1,30 y de 5 a 7, de lunes a viernes, y los sábados solo por la mañana. Si a esto le añadimos que Ana no haría ofertas –porque la Ley del Libro se lo prohíbe-, ni tiene disponibles y en todo momento los cientos de miles de títulos que cualquier hipotético cliente puede solicitarle, ni capacidad mental ni física para saberlo todo y aconsejar sobre todo, ni despliegue tecnológico para gestionar los pedidos con eficiencia y orden… a nadie puede extrañarle que, a poco de abrir su librería, buena parte de sus clientela hubiera empezado a emigrar hacia las plataformas de internet que proporcionan el mismo servicio con mucha mejor calidad.

Si, en vez de librera, Ana hubiera decidido hacerse editora desde aquel lejano punto de la sierra madrileña, no creo que el proyecto le hubiera funcionado. En primer lugar, porque ella hubiera editado títulos maravillosos, extraordinarios, pensados como piezas culturales de valor único y no como vulgares objetos de consumo. Su editorial, por supuesto, alejada de la execrable avaricia de los grandes, no estaría volcada en la búsqueda del lucro sino en la obtención de la belleza y seguiría convencida de que a Tolstoi hay que editarlo en papel, con gramaje adecuado, con tintas estudiadas, sin parar mientes en tanto cacharro digital que está bien para que los chiquillos jueguen a banalidades pero que no sirve de nada cuando se trata de lo que de verdad importa.

Los habitantes de la Sierra pensarían seguramente lo mismo que la editora y estarían decididos a que un día, cuando tuvieran tiempo y ganas, a lo mejor le compraban un libro.

También podría haberse hecho escritora, o cineasta o pintora, y estaría ahora enfadadísima porque no le dan subvenciones y este gobierno facha quiere acabar con su talento… En la panadería, donde por la mañana charlan las señoras antes de meterse en faena, la escucharían con atención y asentirían ante sus diatribas, hasta que una, que podría perfectamente llamarse también Ana, le dijera: perdona que te deje, pero es que tengo que atender mi negocio.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017

Mis librerías

A mediados de los setenta conocí la FNAC en París y me quedé deslumbrado por su potencia y su modernidad –aunque ya entonces me pareció que eran mejores en música que en libros. Robé uno, una historia del jazz meticulosa y francófila, y me volví convencido de que España no sería un país moderno hasta que no los tuviéramos aquí. Llegaron a finales de los noventa y no tardé en comprobar que son una pésima librería pero que saben mucho de marketing.

Una afición precoz por el saldo -lo que hace la falta de posibles- me hizo desde muy joven adicto frecuentador de la Cuesta de Moyano, ese fantástico conglomerado de tenderetes que se acumulan junto al Jardín Botánico en uno de los recorridos más fascinantes de Madrid. Ahí aprendí a ser un auténtico comprador de libros: si buscaba alguno en concreto, nunca estaba disponible y acababan vendiéndome otro; si ignoraba la editorial que lo había publicado, el librero me miraba con cara de perdonarme la vida antes de desentenderse de mí; si pedía un título descatalogado en un puesto de novedades, me caían encima unas cuantas imprecaciones, las mismas que si pedía una novedad en una librería de viejo. ¿Los libreros de la Cuesta? Amables, casi ninguno; entendidos, unos cuantos. Solaperos, la mayoría.

Lo de los libreros solaperos lo aprendí después, con los años. No es una crítica, tan solo una descripción. Con el número de títulos que se publican en España cada año, sería un milagro que alguien los hubiera leído todos. Así que las solapas son muy socorridas; un método excelente de hacerse una idea general de lo que el libro contiene. El problema es que las solapas están escritas con un rigor dudoso y si no se menciona la fuente puede uno pensar que está comprando pata negra cuando lo que le venden es jamón de Teruel. Para evitarme estas sorpresas comencé a especializarme. En mis ya lejanos tiempos de poeta me pasaba por dos librerías entregadas en cuerpo y alma a la materia. En una siempre estaba el dueño y siempre leyendo -lo cual era un buen reclamo para el género, desde luego. Jamás me dirigió la palabra y, cuando yo intenté pegar la hebra, no conseguí más que algún monosílabo con el claro mensaje de que no le interrumpiera su lectura. Sin embargo, alguna vez entraba un escritor reconocido y reconocible y entonces el librero lo dejaba todo y se tornaba locuaz y distendido. Esa fue siempre mi prueba de que yo estaba lejos de la consagración.

En la otra librería poética, en cambio, el dueño me trataba bien, con amabilidad y simpatía. Un día le mencioné un proyecto que me rondaba y me propuso que en otro momento, con más tiempo, me acercara a tomar un café con él y a comentarlo. Volví, en efecto, y con papeles, pero ese día despachaba una mujer que luego supe que era su esposa. Me preguntó, le dije que pretendía tomarme un café con aquel hombre y me contestó horrorizada: “Qué barbaridad, con la que de cosas que tiene que hacer… Déjanos por escrito lo que sea y ya lo valoraremos nosotros”. He vuelto por la librería, no se vayan a pensar lo peor, pero sin papeles y con el café tomado.

Entre ocios y negocios, he tenido oportunidad de recorrerme librerías por todos los rincones de España. Me han colocado libros a espuertas: novedades del día, autores locales, ediciones del lugar… Lo más chocante me ocurrió en una localidad andaluza. Le pregunté a un paisano por una librería y me espetó un “¿y uzté pa qué la quiere?” que todavía me ronda en la cabeza. Al final me indicó una que acababa de dejar de serlo para reconvertirse en perfumería. Quedaban allí, en un rincón, arrumbados, un montón de libros que no interesaban a nadie y me los llevé todos por trescientas pesetas. Aún recuerdo Aurora de sangre: vida y muerte de Hildegart, que me hizo descubrir al gran y casi olvidado Eduardo de Guzmán.

Con las librerías de culto he mantenido y mantengo bastante relación. Son sitios importantes, necesarios, a los que hay que ir como los creyentes van a las iglesias, para inhalar fe y convicciones. No siempre me sé comportar. Una vez, una librera de pro me retiró la palabra (literalmente: dejó de hablarme para dirigirse a otro cliente) porque se me ocurrió hablar bien de El diario de Bridget Jones. En general, procuro decir poco porque me cuesta seguir conversaciones esotéricas sobre editores, distribuidores, agentes literarios, gremios y demás flora y fauna del ecosistema librero. En los últimos tiempos debo omitir, además, cualquier elogio a lo digital para evitarme una excomunión súbita. Pero hay ventajas añadidas: en estas librerías de culto entra mucho escritor consagrado y es un buen sitio para comprobar que son humanos como nosotros, ansiosos por asegurarse de que su libro está bien expuesto y prestos a degollar al del vecino.

También he entrado en muchas librerías de barrio, papelerías para ser más exactos, que las ha habido, y aún las hay, muy buenas. Fue en una de estas, de segunda fila, donde el librero me consiguió toda la obra de Sciascia publicada en español hasta entonces, cuando el encuentro con sus primeros títulos me provocaron una irrefrenable adicción. Esa librería, hoy, se dedica solo al cómic, lo cual es admirable.

La papelería de al lado de mi casa ahora ya no tiene apenas fondo, porque el dueño se jubiló y su hijo es un tipo sensato, pero en su día yo rapiñaba con todo lo que al librero le daba pereza devolver y se le descatalogaba solo en los anaqueles como a quien le caducan los yogures.

Con la vejez, la tecnología y los cambios de hábito, todas esas aventuras se me han ido al traste. Aunque sigo yendo a otras, y frecuento esas librerías-café que ahora han proliferado en Madrid como las franquicias de cien montaditos, soy fiel sobre todo a una que, en realidad no es una librería. No huele a libro, aunque dispone de casi todos los existentes. No tiene dependientes explicándote nada, pero es muy fácil manejarse en ella, ver las novedades y las que no lo son, moverse por las distintas secciones y categorías, hacer búsquedas por títulos y por autores sin que nadie se ofenda si no conoces la editorial que lo publica. Tiene libros en cualquier formato y en cualquier soporte, y no parece que considere mejor unos que otros. Puedes disponer de los electrónicos al momento y de los de papel en un tiempo muy razonable. Tiene precios imbatibles, con ofertas y descuentos que no sé si atentan contra la Ley del Libro pero que favorecen mi modesto bolsillo de ciudadano-consumidor. Y, aunque no tienes a un experto recomendándote nada, dispones de las opiniones de otros clientes y de toda la red para buscar consejos.

Es una librería, esta Amazon de mis amores, que está muy mal vista por los clásicos del lugar. Dicen que defrauda a Hacienda y que trata mal a sus trabajadores, pero entiendo que deben ser las autoridades fiscales y los sindicatos quienes habrían de ocuparse de esa vertiente. Dicen que no es una librería como dios manda, y es bastante probable que así sea porque lo ignoro todo sobre mandatos teológicos. Pero, ya digo, yo me siento en ella tan a gusto como me he sentido en tantas otras e incluso puede que más.

Publicado en Vozpópuli entre 2106 y 2017