La periodista y los científicos

“Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de estas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”.

Este párrafo, corrosivo y soberbio, corresponde al comienzo de un libro esencial para quien se interese por esa extraña actividad humana que ha dado en llamarse periodismo. Lo escribió Janet Malcolm y se titula El periodista y el asesino, un binomio seductor en sí mismo, sin más aditamentos.

El periodista y el asesino reconstruye en 240 demoledoras páginas un suceso que les resumo en un pispás. En 1970, el médico del ejército de los Estados Unidos Jeffrey MacDonald había asesinado, al parecer, a su mujer embarazada y a sus dos hijas con una crueldad insospechada en un tipo y en una familia que respondían al mejor estereotipo de la clase media americana. MacDonald defendió –aún lo sigue haciendo- su inocencia y culpó de los crímenes a tres desconocidos hippies. Absuelto inicialmente, su suegro consiguió reabrir la causa por la que fue finalmente condenado a tres cadenas perpetuas.

En medio del lío, de la reapertura de la causa y del juicio, que finalmente se celebra en 1979, MacDonald conoce al periodista Joe McGinnis y alcanza con él un acuerdo: le dará acceso a todo para que escriba un libro sobre el caso. Los beneficios se repartirán a medias y es lógico, piensa MacDonald, que lo que en el libro se cuente ayudará a su causa.

Visión Fatal, que así se titula el resultado de aquel acuerdo, es todo lo contrario de lo que el acusado esperaba. A lo largo de los meses de convivencia, de las conversaciones y de las pruebas, McGinnis se convence de la culpabilidad del médico, al que acusa de ‘narcisista patológico’ que llega al paroxismo criminal en un proceso de creciente paranoia provocada por el consumo de anfetaminas.

Asombrado ante lo que lee –el autor, tal como habían acordado, no le pasa el texto a su fuente hasta que no está impreso-, MacDonald demanda a McGinnis y a partir de ahí se entabla una controversia de la que lo único que aquí nos importa es el libro de Janet Malcolm.

El periodista y el asesino no es un texto neutral ni una disquisición académica. Janet Malcolm parte de algunas preguntas básicas: ¿Dónde están los límites del periodista a la hora de trabar relación con un entrevistado? ¿Cuánta fidelidad se le deben a sus palabras y a su persona a la hora de escribir una historia? ¿Existen límites? ¿Son morales o éticos? ¿Son normas cuya infracción es judicializable?

Para Malcolm, lo que hizo McGinnis traicionando la confianza y la amistad de MacDonald era inmoral, pero, piensa, probablemente no hay otra forma de hacer periodismo. “A diferencia de otras relaciones –escribe- que tienen un fin determinado y están claramente delineadas como tales (dentista-paciente, abogado-cliente, profesor-alumno), la relación de autor-entrevistado parece depender, para perdurar, de una especie de oscuridad, de encubrimiento de sus fines. Si todo el mundo pusiera sus cartas sobre la mesa, la partida se acabaría. El periodista debe realizar su trabajo en un deliberado estado de anarquía moral”.

De todo esto me acordé un buen día, en una de las fascinantes sesiones de los Diálogos del Conocimiento, una tertulia a la que desde hace años se asoman mensualmente gentes bien diversas para hablar de todo aquello que no nos puede resultar ajeno. Aquel día, por una vez, las tornas se habían cambiado y al estrado se subió, con desenvoltura y sin papeles, la periodista Patricia Fernández de Lis que, pese a su insultante juventud, lleva más de veinte años escribiendo sobre ciencia en medios de primer nivel. Ejercía de público, junto a unos cuantos legos como yo mismo, un nutrido grupo de científicos e investigadores todos los cuales mantenían hacia la invitada esa extraña relación ambivalente que se establece entre quienes necesitan de los periodistas para que su trabajo se conozca al tiempo que los desprecian por la falta de rigor de sus textos.

Patricia lo hizo muy bien. Fue muy didáctica en la explicación de su papel como mediadora entre los especialistas y el público y consiguió engatusar a los presentes cuando reivindicó el papel de la ciencia como generadora de historias fascinantes que interesan a la gente común. Pero entre los intervinientes científicos no dejaba de destilarse la habitual incomodidad de estas situaciones: el modo en que se titulan las informaciones, la simpleza de las entradillas, la inconcreción de los resúmenes, la confusión de los conceptos… Un filósofo que andaba por allí hizo una intervención sugestiva, tan intensa como extensa, señalando el difícil entendimiento que puede haber entre dos disciplinas en las que el tiempo juega un papel diametralmente opuesto: para el periodista, la inmediatez lo es todo; para el científico, la lentitud es un valor: con semejantes ritmos vitales el encontronazo está servido.

En un momento del animado coloquio, Fernández de Lis explicó que ella nunca daba los textos a leer a sus entrevistados: la responsable de lo que allí estaba escrito era ella y cuando alguien accedía a contarle cosas ya sabía cuáles eran las reglas del juego… El periodista y el asesino, me dije, aunque con menos sangre. McGinnis traicionando a MacDonald. O, dicho en palabras de Janet Malcolm,

“lo que le da al periodismo su autenticidad y vitalidad es la tensión que hay en la ciega entrega de la persona entrevistada y el escepticismo del periodista. Los periodistas que se tragan por entero la versión de las personas entrevistadas no son periodistas sino publicistas”.

Y ahí está la clave.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017