La pasión crítica de Ernesto Castro

Reflexiones sobre «Memorias y libelos del 15M»

Memorias y libelos del 15M es el último libro del joven filósofo y desatado grafómano Ernesto Castro. Tengo razones personales para apreciar a Ernesto desde hace muchos años, pero como conviene no mezclar espinacas con alharacas no voy a desvelarles los entresijos de nuestra relación. Lo cierto es que lo sigo y lo leo desde que empezó a publicar, en una edad muy tierna, y, sin poder afirmar que me lo haya leído todo -no me daría la vida para ello-, sí tengo un conocimiento de su obra podríamos decir que por encima de la media.

Me gustan de Ernesto Castro su curiosidad infinita y su desvergüenza intelectual, que le llevan a adentrarse en todos los terrenos del conocimiento humano -del trap al animalismo; de Aristóteles a Byung-Chul Han-, dispuesto a poner en solfa el pensamiento mainstream con un desparpajo que se despacha poco por nuestros lares. Me gustan menos algunos excesos conceptuales y las prisas de su prosa, que en ocasiones le conducen, y con él al lector, a ciertas oscuridades de dudosa eficacia.

Memorias y libelos del 15M es el libro de Ernesto que más me ha gustado porque tiene mucho de todas sus virtudes y muy poco de sus defectos. Es un libro legible, digerible, serio y divertido, y, por tanto, muy recomendable para todas y todos, les interese o no el 15M, porque, en realidad, del 15M es casi de lo que menos habla.

Ernesto no engaña a nadie, ni siquiera desde el título. Se trata, sensu stricto, de un libro de memorias, (lo que viniendo de alguien que ahora mismo tiene 31 años, da un pista de las esperanzas que podemos depositar en este hombre en lo que a producción memorialística se refiere) en el que emplea un mecanismo narrativo muy sugerente: sitúa el eje de la acción en torno a los sucesos ocurridos en la Puerta del Sol de Madrid a lo largo del mes de mayo de 2011 (lo que en la historiografía oficial y emocional de todos ha pasado a denominarse el 15M), pero en torno a ese eje narrativo Ernesto avanza y retrocede, se va de un lado para otro, nos cuenta su vida y la de sus amig@s y opina sobre todo cuando se mueve, e incluso sobre cosas que no.

Rabiosamente moderno

El género memorialístico tiene algunas ventajas innegables para quien lo cultiva: no exige los esfuerzos técnicos de la ficción -que tiene que hacer creíbles asuntos difíciles de creer-, ni el rigor intelectual del ensayo, que requiere de un cierto despliegue de aparato teórico. En las memorias uno dice lo que quiere, cuenta lo que le parece, desarrolla lo que le va bien y se salta lo que no encaja en su proyecto. ¿Riesgos? Los hay, claro, el más importante de los cuales es que al lector potencial no le importe nada de lo que le sucede al protagonista-narrador y termine por arrojar el libro a lo más recóndito de su disco duro.

Ernesto solventa bien el escollo: maneja la historia con buen ritmo narrativo, jalona los capítulos con sobradas dosis de sexo, droga y rocanrol, salpimienta el relato con provocaciones diversas e introduce algo que no es fácil de encontrar en el resto de su obra: mucho sentido del humor.

Con esos ingredientes sería suficiente para asomarse a la particular visión del autor sobre el 15M en particular y sobre la vida en general, pero en mi opinión hay algo que va mucho más allá y que lo convierte en un libro particularmente sugerente. Me refiero a la pasión crítica que exuda la obra desde la primera hasta la última página. Pasión crítica -me lo han oído mucho quienes me conocen- en el sentido que dota Octavio Paz a la expresión: la capacidad de poner en duda todo cuanto le rodea a uno, incluido uno mismo y el lenguaje (¡pobres académicos desnortados, qué soponcios con las licencias que se permite este hombre!). Desde esta concepción rabiosamente moderna, lo de menos es que el libro de Castro sea honesto, riguroso o certero, por derramar epítetos obligados de las reseñas bibliográficas. Lo importante es que es un libro que interpela, que nos sitúa ante una etapa de nuestra historia reciente y que nos hace transitar en ella por un terreno escabroso en el que no es fácil hacer pie y no hay donde agarrarse.

Todos los que vivimos aquellos años deberíamos leer este libro para desenmascarar y desenmascararnos. Y los que no, con más razón, porque les permitirá transitar por ellos bien alejados de los tópicos al uso.

El futuro es muy futuro y mucho futuro

El filósofo Jesús Zamora Bonilla nos invita a conjeturar sobre la humanidad de dentro de millones de años


Una de las muchas virtudes de Jesús Zamora Bonilla es que es un filósofo que no parece un filósofo. No lo parece, por lo menos, si te lo encuentras fuera de su entorno. Supongo que si entras en un aula en el que hay un señor disertando sobre Kant y te dicen que es JZB pues, bueno, sí, será filósofo, claro. Pero como es catedrático y decano de la UNED y en la UNED no hay aulas, el ejercicio se complica.

Si, además, descubres que es también economista, y que tontea con la ciencia, y que tuitea sin descanso, y que es bloguero empedernido, y que ha escrito tres novelas estupendas que además son divertidas, entonces ya, qué quieres que te diga: vaya tipo más raro.

Pero, claro, como es filósofo, de vez en cuando escribe libros de filosofía. Y se ha despachado con uno que cuenta con una peculiaridad que lo hace encajar perfectamente en las páginas de este diario en el que escribo, en el que atendemos poco a la filosofía, pero donde tan preocupados andamos siempre con el futuro.

El libro se titula Contra apocalípticos y ya están tardando ustedes en comprarlo -o en sacarlo de la biblioteca- porque todo lo que escribe JZB merece la pena per se y yo no estoy aquí para suplir el rincón del vago.

A ver, un resumen rápido sí les tengo que hacer, porque si no no me van a entender.

La cosa va de que JZB echa un vistazo al pensamiento más en boga que se despacha hoy en día y lo pone verde. Poshumanistas, transhumanistas, animalistas, ecologistas, superfeministas, tecnologistas, metahistoricistas…, qué sé yo, invéntense ustedes lo que quieran: todo le parece mal. Se pone a revisar libros y autores y corrientes y escuelas del aquí y el ahora y no deja, como suele decirse, pensador moderno con cabeza (ni, por supuesto, pensadora).

Pongamos que tiene razón. Es difícil saberlo, porque cita tantos libros y tanta gente que cualquiera sabe. Yo mismo, que algo leo sobre tales materias, me quedo a dos velas con muchas de las referencias. Y con las que me suenan, pues, hombre, a saber, habría que ponerse muy a fondo para estar seguro de quién tiene razón y a mí, francamente, no me da la vida.

Bromas aparte, que sé que el autor sabrá perdonarme, el libro merece ser leído aunque solo sea por los autores que descubre y por los horizontes que analiza. Merece la pena también, y de manera muy especial, por la actitud desde la que el autor escribe y desde la que invita a leerlo: la actitud del relativismo ético que, cito textualmente, «no consiste en estar convencido de que todo da igual, sino en ser conscientes de la relatividad de los valores de cada uno» empezando por los propios, pero siguiendo también por los de los demás. «A la gente -dice el autor- le suele indignar que otros relativicen sus aspiraciones y sus creencias. Pero dejar de hacerlo ‘por no molestar’ es el camino seguro hacia un mundo poblado de fanáticos.»

Empeñarnos en «no molestar» es el camino seguro hacia un mundo poblado de fanáticos

Todo esto es esencial, pero no me quiero detener en ello porque sé que se van a comprar ustedes el libro ahora mismo y ahí van a poder leer todo esto con detenimiento.

Lo que me fascina, lo que me ha deslumbrado de este libro de JZB es el último capítulo sobre el que solo les voy a dar una pincelada para no cometer pecado de espóiler. Se titula Sobre nuestro futuro a larguísimo plazo y en él el autor se pregunta: «¿Cómo de largo es ese larguísimo plazo que sugiero considerar? Muy, muy largo, realmente largo. ¿Los próximos mil años? ¡Qué va! Eso es la vuelta de la esquina. ¡Qué digo la vuelta de la esquina!, eso es tan solo la prolongación del diminuto período histórico en el que andamos metidos, la Edad del Progreso. ¿Diez mil años entonces? Aún se me hace muy corto. ¿Cien mil? Nos vamos acercando, pero aún es un plazo de tiempo demasiado breve. Hablo más bien de millones de años y lo dejaré aquí sin especificar si son unos pocos millones o más bien cientos de millones pues esa es ya una diferencia que a nuestra imaginación le cuesta demasiado trabajo visualizar».

Por qué piensa Zamora Bonilla que la especie humana continuará con sus correrías en un futuro tan lejano es asunto que el autor argumenta con razones muy plausibles y que merece la pena que ustedes se apresuren a desentrañar entre las páginas del libro. Como merece la pena enfangarse en las singulares páginas de ese último capítulo en las que el filósofo -que no en vano se ha desenvuelto con soltura en la narrativa de la ciencia ficción- esboza los rasgos esenciales de una humanidad tan alejada de nosotros que apenas podemos imaginarla.

Zamora Bonilla es un firme convencido de que el Apocalipsis es un invento de populistas y amantes del pensamiento irracional y es también un convencido de que los seres humanos seguiremos perviviendo durante los siglos de los siglos de un modo bastante parecido a como somos en la actualidad.

Más allá de si sus argumentos nos convencen, más allá de si nos surge alguna objeción seria que pudiéramos introducir en un debate riguroso sobre la cuestión, lo que me fascina es el reto intelectual que supone indagar en un futuro visto a millones de años de distancia. Cuando aún andamos preguntándonos qué pasará en las próximas elecciones madrileñas, a dos años vista, dar el salto a un futuro tan lejano como el que JZB nos invita a pensar es verdaderamente un reto. Un reto que les invito a aceptar.

Publicado en LPO el 06/05/2021

La periodista y los científicos

“Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de estas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”.

Este párrafo, corrosivo y soberbio, corresponde al comienzo de un libro esencial para quien se interese por esa extraña actividad humana que ha dado en llamarse periodismo. Lo escribió Janet Malcolm y se titula El periodista y el asesino, un binomio seductor en sí mismo, sin más aditamentos.

El periodista y el asesino reconstruye en 240 demoledoras páginas un suceso que les resumo en un pispás. En 1970, el médico del ejército de los Estados Unidos Jeffrey MacDonald había asesinado, al parecer, a su mujer embarazada y a sus dos hijas con una crueldad insospechada en un tipo y en una familia que respondían al mejor estereotipo de la clase media americana. MacDonald defendió –aún lo sigue haciendo- su inocencia y culpó de los crímenes a tres desconocidos hippies. Absuelto inicialmente, su suegro consiguió reabrir la causa por la que fue finalmente condenado a tres cadenas perpetuas.

En medio del lío, de la reapertura de la causa y del juicio, que finalmente se celebra en 1979, MacDonald conoce al periodista Joe McGinnis y alcanza con él un acuerdo: le dará acceso a todo para que escriba un libro sobre el caso. Los beneficios se repartirán a medias y es lógico, piensa MacDonald, que lo que en el libro se cuente ayudará a su causa.

Visión Fatal, que así se titula el resultado de aquel acuerdo, es todo lo contrario de lo que el acusado esperaba. A lo largo de los meses de convivencia, de las conversaciones y de las pruebas, McGinnis se convence de la culpabilidad del médico, al que acusa de ‘narcisista patológico’ que llega al paroxismo criminal en un proceso de creciente paranoia provocada por el consumo de anfetaminas.

Asombrado ante lo que lee –el autor, tal como habían acordado, no le pasa el texto a su fuente hasta que no está impreso-, MacDonald demanda a McGinnis y a partir de ahí se entabla una controversia de la que lo único que aquí nos importa es el libro de Janet Malcolm.

El periodista y el asesino no es un texto neutral ni una disquisición académica. Janet Malcolm parte de algunas preguntas básicas: ¿Dónde están los límites del periodista a la hora de trabar relación con un entrevistado? ¿Cuánta fidelidad se le deben a sus palabras y a su persona a la hora de escribir una historia? ¿Existen límites? ¿Son morales o éticos? ¿Son normas cuya infracción es judicializable?

Para Malcolm, lo que hizo McGinnis traicionando la confianza y la amistad de MacDonald era inmoral, pero, piensa, probablemente no hay otra forma de hacer periodismo. “A diferencia de otras relaciones –escribe- que tienen un fin determinado y están claramente delineadas como tales (dentista-paciente, abogado-cliente, profesor-alumno), la relación de autor-entrevistado parece depender, para perdurar, de una especie de oscuridad, de encubrimiento de sus fines. Si todo el mundo pusiera sus cartas sobre la mesa, la partida se acabaría. El periodista debe realizar su trabajo en un deliberado estado de anarquía moral”.

De todo esto me acordé un buen día, en una de las fascinantes sesiones de los Diálogos del Conocimiento, una tertulia a la que desde hace años se asoman mensualmente gentes bien diversas para hablar de todo aquello que no nos puede resultar ajeno. Aquel día, por una vez, las tornas se habían cambiado y al estrado se subió, con desenvoltura y sin papeles, la periodista Patricia Fernández de Lis que, pese a su insultante juventud, lleva más de veinte años escribiendo sobre ciencia en medios de primer nivel. Ejercía de público, junto a unos cuantos legos como yo mismo, un nutrido grupo de científicos e investigadores todos los cuales mantenían hacia la invitada esa extraña relación ambivalente que se establece entre quienes necesitan de los periodistas para que su trabajo se conozca al tiempo que los desprecian por la falta de rigor de sus textos.

Patricia lo hizo muy bien. Fue muy didáctica en la explicación de su papel como mediadora entre los especialistas y el público y consiguió engatusar a los presentes cuando reivindicó el papel de la ciencia como generadora de historias fascinantes que interesan a la gente común. Pero entre los intervinientes científicos no dejaba de destilarse la habitual incomodidad de estas situaciones: el modo en que se titulan las informaciones, la simpleza de las entradillas, la inconcreción de los resúmenes, la confusión de los conceptos… Un filósofo que andaba por allí hizo una intervención sugestiva, tan intensa como extensa, señalando el difícil entendimiento que puede haber entre dos disciplinas en las que el tiempo juega un papel diametralmente opuesto: para el periodista, la inmediatez lo es todo; para el científico, la lentitud es un valor: con semejantes ritmos vitales el encontronazo está servido.

En un momento del animado coloquio, Fernández de Lis explicó que ella nunca daba los textos a leer a sus entrevistados: la responsable de lo que allí estaba escrito era ella y cuando alguien accedía a contarle cosas ya sabía cuáles eran las reglas del juego… El periodista y el asesino, me dije, aunque con menos sangre. McGinnis traicionando a MacDonald. O, dicho en palabras de Janet Malcolm,

“lo que le da al periodismo su autenticidad y vitalidad es la tensión que hay en la ciega entrega de la persona entrevistada y el escepticismo del periodista. Los periodistas que se tragan por entero la versión de las personas entrevistadas no son periodistas sino publicistas”.

Y ahí está la clave.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017