Nota sobre “El joven papa”

Uno se enfrenta a El joven papa con una mezcla de fascinación y reticencia, y esa intersección de sentimientos se mantiene durante los diez capítulos de la serie hasta que se alcanza a entender de qué va la cosa.

En un primer momento asombra que este producto peculiar de la HBO no haya provocado ningún tipo de escándalo, ni condena, ni rechazo por parte de la muy sensible Iglesia Católica. El Vaticano, y sus representantes en el resto de la Tierra, suelen tomarse muy a mal las críticas que se les hacen, y al amparo del respeto que al parecer merecen las creencias religiosas –particularmente las suyas- tienen una facilidad pasmosa para descalificar a cualquiera que se permita acusar a alguno de sus miembros de cualquier menudencia. No digamos nada del intento de someter a escrutinio público a su primer ejecutivo, que, amparado en su condición de vicario de Cristo, elude con una soltura inimitable el juicio político que le correspondería en su condición de Jefe de un Estado pequeño pero influyente.

Pues esta vez no. Esta vez la Iglesia no se ha rasgado la sotana ante una ficción que en su arranque resulta directamente blasfema, en la medida en que parece una permanente “expresión injuriosa contra alguien o algo sagrado”, por ceñirnos a la estricta, aunque floja, definición de la RAE.

No sé si están ustedes al corriente de la trama, que les resumo en dos patadas evitando en la medida de lo posible incurrir en pecado de espóiler.

Un papa excéntrico

Como consecuencia de esas carambolas que al parecer ocurren en los cónclaves, los cardenales han elegido papa, de forma sorpresiva, a un cardenal muy joven (no ha cumplido aún los cincuenta), norteamericano, fumador y excéntrico, que se sienta en la silla de Pedro con el nombre de Pío XIII, y de tal guisa nos lo encontramos cuando la serie comienza.

Para que quede claro de qué va el personaje, los créditos se presentan en una secuencia en la que el joven papa pasea por los pasillos vaticanos de forma muy desenvuelta hasta que en un punto derriba la estatua, sobrecargada y tétrica, de san Juan Pablo II: toda una declaración de intenciones.

En efecto, el tal Pio XIII es la antítesis de sus supuestos antecesores. Es frívolo y dogmático, misántropo y egoísta, autoritario y ciclotímico. Un hombre cargado de traumas infantiles, que proyecta en sus decisiones las carencias emocionales de una maduración mal resuelta.

Es además, medio ateo, es decir, en unos capítulos cree en Dios pero en otros lo pone en duda y en algunos manifiestamente expresa su incredulidad absoluta.

Y la Iglesia, sin reclamar la hoguera para semejante serie. ¿Dónde está la trampa?

La trampa Sorrentino

La trampa está en la habilidad del director, Paolo Sorrentino, para hacer malabarismos y salir indemne.

Sorrentino es un extraordinario director. No he visto ninguna de sus películas, ni siquiera La gran belleza, que se me atragantó de tanto aplauso previo, pero en El joven papa demuestra que tiene una capacidad hipnótica para captar imágenes y unas prodigiosas facultades para hilvanarlas con un hilo narrativo magistral. Sorrentino sabe hacerse con el espectador, sabe llevárselo a su terreno y fascinarlo. Sorrentino aporta –una vez que se le perdona cierta querencia a la cursilería- una nueva forma de narrar, eficaz y sorprendente.

Es, además, provocador. Sabe epatar cuando es preciso, arranca una sonrisa en los momentos tensos, crea tensión cuando no se espera.

Dirige a los actores extraordinariamente. (Que Dios me perdone lo que voy a escribir, pero hasta Javier Cámara me parece bueno).

Y la belleza de las imágenes, el tratamiento de la luz, la exactitud de los encuadres asombran por su calidad.

Una macedonia mal resuelta

Y todas estas virtudes, ¿para qué?

Pues para marcarse una presunta reflexión sobre el poder, sobre la trascendencia, sobre el perdón y la misericordia, sobre el pecado y la culpa, sobre el amor y la venganza, sobre el ser y la nada, que termina por convertirse en una macedonia mal resuelta de presuntas reflexiones profundas que no llevan a ninguna parte.

A mí, qué quieren que les diga, el guion de El joven papa me ha parecido escrito por Rodríguez Zapatero: un aluvión de buenismo infestado de frases huecas pretendidamente profundas.

Anoté algunas al vuelo: “Amo a Dios y a la ausencia de Dios, pero siempre de forma firme y decidida”. “El poder es una banalidad pero hay que ejercelo”. “La ficción nos cambia”. “Los que creen en Dios no creen en nada”.

Y así a lo largo de diez densos capítulos en los que no me quedó más remedio que descabezar algún leve sueñecito.

(Espóiler) A todo esto, Pio XIII, a medida que la ficción avanza, va demostrando que es más bueno de lo que parecía y más creyente de lo que le gustaba decir, y termina haciendo milagros y siendo querido por todos, en medio de un vacío conceptual que ya quisieran para sí los más acendrados amantes del budismo zen.

Todo lo cual me ha llevado a entender por qué la Iglesia no ha rechistado, pese a los aparentes ataques al status quo que la serie anuncia en su inicio y que finalmente no resultan otra cosa que levísimos pellizcos de monja muy apropiados para el caso.

Al final, Pio XIII y Francisco I coinciden: formas nuevas para decir lo de siempre. Sorrentino juega a enfant terrible cuando en realidad añora a la Democracia Cristiana. Vaya por Dios.

Anuncian segunda temporada, con otro papa y otro enredo: como ya he pillado la trampa es posible que la vea. Pero sin sonido.