El joven dramaturgo dedicó los días previos a la ceremonia a cincelar su discurso. No era la primera vez que tenía que recoger un premio literario, pero este era el más relevante de su carrera y el primero que obtenía como escritor teatral. El certamen en el que había resultado ganador era uno de los más importantes de España y estaba convocado por una entidad financiera con sede en una de las capitales vascas.
Para el joven dramaturgo también esto era una novedad. Como poeta y como narrador había ganado premios en distintas localidades de Andalucía, en las dos Castillas, en Madrid, pero nunca en el País Vasco, y menos en aquella ciudad tan exquisita. La conocía, por supuesto, la conocía muy bien, y tenía en ella buenos amigos que asistirían a la ceremonia para que se sintiera arropado. Pero al joven dramaturgo no dejaba de producirle una rara aprensión la paradoja de un territorio en el que todo el mundo parecía desenvolverse con naturalidad y desenvoltura mientras que unos cuantos asesinos, respaldados por sus fanáticos seguidores, descerrajaban tiros y secuestraban ciudadanos con la misma naturalidad con la que el barrio viejo de aquella capital se tomaban chiquitos.
Las veces que el joven dramaturgo había viajado a aquella ciudad y a sus alrededores, unas veces por motivos profesionales, otras por ocio o por turismo, siempre había encontrado entre sus interlocutores un muro de silencio respecto a las acciones de aquellos asesinos. No estaba bien hablar de ello, era como de mal gusto, como de pésima educación. Se hablaba de política, sí, y se criticaba al gobierno –sobre todo al gobierno de la nación- y todo el mundo se quejaba de lo mal que iban las cosas. Pero de los asesinos no se hablaba.
Pocos meses antes de que el joven dramaturgo acudiera a recoger su premio, los asesinos habían declarado una tregua. Se comprometieron a dejar de matar durante una temporada, con el fin de demostrar su buena disposición hacia la concordia, hacia aquella concordia que ellos mismos habían laminado. Aquel anuncio fue acogido por las autoridades y por los medios con grandes alharacas, con mucha celebración, con sonadas expresiones de que la paz estaba cerca. (Alguien que hubiera visto aquello desde fuera, no lo habría entendido bien: qué paz, si no había ninguna guerra; por qué se aplaudía a los asesinos en vez de detenerlos… Pero este es otro asunto en el que ahora no vamos a meternos).
Y es cierto que los asesinos dejaron de matar, pero sus seguidores más jóvenes, aquellos que aspiraban a ser como ellos cuando llegaran a mayores, se dieron –impulsados por los mismos asesinos- a emularlos en las calles de un modo menos extremo pero también siniestro: quema de coches, vuelcos de autobuses, rotura de escaparates, destrozo de mobiliario urbano… Es lo que se vino a llamar “terrorismo de baja intensidad”, y los medios ponían el acento en la palabra “baja”, eludiendo casi del todo la relevancia del sustantivo. Había terror, sí, pero no había cadáveres, así que todo el mundo estaba tan contento, casi eufórico.
También el joven dramaturgo, que se dejaba llevar por el discurso oficial y generalizado. Así que, cuando preparó el suyo, pensó que aquel nuevo clima era idóneo para pronunciar unas palabras emotivas, cívicas, relativamente valientes y conmovedoras, con las que invitar a todos a reunirse en el concierto ciudadano. La obra con la que el joven dramaturgo había ganado el certamen era un drama político, fuertemente comprometido e incluso un punto polémico, de modo que se sentía perfectamente legitimado para introducir en su discurso un leve encaje con la actualidad. Leve, desde luego, y bien inoculado de ironía, porque bien sabía el joven dramaturgo que el mejor modo de no correr riesgos es meter distanciamiento irónico en cualquier toma de posición.
Le quedó muy bonito el texto, que retocó en el avión y volvió a retocar en el hotel, por la noche, y en la mañana misma del acto, mientras desayunaba. Vinieron por fin a recogerlo. Lo acompañaron –maravillosa mañana de primavera, caminando por el paseo marítimo, junto a una de las playas más hermosas del mundo- hasta las instalaciones municipales donde se celebraba el acto. Pasaron al joven dramaturgo a una salita donde se encontraban otros galardonados: el de poesía en castellano, el de poesía en euskera, el de teatro en euskera…, puede que alguno más que él no acertó a ver, porque el joven dramaturgo solo estaba para sí mismo y su discurso.
Una persona de la organización les pidió que esperaran. Al cabo de unos minutos, llegó alguien importante, alguien de la entidad financiera que sostenía aquella juerga. Los saludó muy amablemente, les explicó cómo iba a transcurrir aquello, les describió el protocolo básico, y finalmente, tras una pausa medida, con un tono muy tajante y mirando a cada uno a los ojos, dijo algo parecido a lo siguiente:
-Mirad. Por último os quiero decir lo más importante. No es necesario que soltéis ningún discurso. Nos os lo vamos a prohibir, naturalmente, pero os aconsejamos que no lo hagáis. Es un acto muy largo, donde va a hablar mucha gente, y vosotros sois muchos, así que es mejor que no habléis. Cuando se os nombre, subís, saludáis, recogéis el premio y, en el atril, ante el micrófono, dais las gracias y os volvéis a vuestro sitio… Si alguien quiere decir algo más… no podemos impedírselo, pero es mejor que no.
El joven dramaturgo tenía su papel en el bolsillo de la americana, y la mano en el bolsillo. El texto hervía, le saltaban las letras entre los dedos y las palabras bailoteaban. El hombre calló, y de nuevo los miró uno a uno, a los ojos, inquiriendo dudas o demandas. Nadie dijo nada.
El acto empezó. Habló el alcalde, habló el presidente de la entidad financiera, habló alguien más, seguramente, porque en efecto, el acto era interminable. Cuando el joven dramaturgo escuchó al fin su nombre y la invitación a subir al estrado, aún no sabía qué hacer. Con el papel pesándole en el bolsillo como una bola de acero, recibió el trofeo, estrechó manos, se dirigió al micrófono, dijo con voz firme “muchas gracias” y regresó a su sitio.