Hace seis años que Ana y su marido decidieron abandonar Madrid y su austera vivienda de setenta metros cuadrados para instalarse en un pueblo de la Sierra, en una parcela adquirida a lo que entonces era un buen precio y sobre la que se construyeron el casoplón de sus sueños.
Ana gestionaba en Madrid un pequeño negocio pero no le importó cerrarlo para empezar allí desde cero. Su marido tenía un buen trabajo en el sector de la construcción y fue él quien sugirió a su mujer una iniciativa empresarial adaptada a sus nuevas circunstancias: una empresa de limpieza integral de edificios y viviendas que diera servicio a los flamantes propietarios de segundas residencias que por aquel entonces crecían como los concursos televisivos en aquellas localidades y sobre cuya expansión no se vislumbraban límites.
Ana no conocía el sector, ni la limpieza doméstica había ocupado en su vida mayor espacio del que suele corresponder a una mujer casada con dos hijas y un razonable desahogo económico. Pero su marido lo tenía muy claro: “Tú llevas las cuentas, la organización y la parte comercial. Para la faena y el día a día, te buscas gente”.
La empresa fue un éxito. Y, lo que es más sorprendente, lo sigue siendo ahora, con la crisis y el parón en la construcción y venta de viviendas en la sierra de Madrid. Ana ha consolidado una organización muy flexible formada por una decena de mujeres, inmigrantes en su mayoría, al frente de familias desestructuradas y en grave riesgo de exclusión, a las que proporciona salario y derechos sociales porque, por supuesto, Ana lo tiene todo en regla y a la luz del fisco. (Dicho sea entre paréntesis, Ana no sabe nada de los discursos rimbombantes de la Responsabilidad Social Corporativa con la que las empresas del IBEX se llenan la boca, pero el enfoque socio laboral de su chiringuito daría para una charla en el IESE sobre la materia).
Sus tarifas son ligeramente, solo ligeramente, superiores a las de la clásica asistenta, pero, a cambio, la cobertura legal del servicio no tiene debilidades y, lo que también es importante, cuenta con una avanzada tecnología para la prestación de los servicios, que abarca escaleras adecuadas y seguras, aspiradoras industriales, karcher de vapor para la limpieza de espacios especialmente inaccesibles y todo tipo de productos y complementos auxiliares.
A Ana, ya digo, le va bien el negocio incluso con la crisis sobre el moño. Bien es verdad que no se han cumplido al pie de la letra todas sus expectativas iniciales. Como ella misma dice, “cómo le vas a decir a una chica lo que tiene que hacer si no te lo ve hacer a ti. Así que, te pones, te pones, y terminas trabajando como una más”. Luego está la parte comercial: si alguien la llama para hacer una limpieza el sábado y ese sábado ya tiene a toda su gente ocupada y el cliente dice que o el sábado o busca en otro sitio, pues Ana coge sus bártulos y se va con quien encuentre a mano –su hija la ingeniera, por ejemplo- para no perder esa oportunidad de negocio, que puede llegar a ser recurrente.
Y luego está el marketing, claro. Que si carteles, que si buzoneo, que si las redes sociales –“qué lata dan el Facebook y el Twitter… pero hay que estar, a ver qué remedio”-, aunque lo que mejor funciona es el boca a boca y eso obliga a cumplir con todos, a trabajar todas las horas del día todos los días de la semana, a vigilar la calidad del servicio y la atención al cliente para que no caiga un solo borrón en la página de servicios, para cuidar al máximo la reputación de la firma, aunque ella no lo diga así.
Si hace seis años, cuando llegó a ese pueblecito serrano, Ana hubiera decidido, por ejemplo, hacerse librera, las cosas le hubieran ido peor, seguramente. Y no por culpa suya, porque las personas no son distintas según el sector en el que trabajen, sino porque se habría empapado del espíritu y los problemas inherentes a tan noble actividad.
Ana habría abierto su librería –con componentes de papelería, me imagino, también- en un espacio rápidamente saturado de títulos, de cachivaches, de molesquines, de lápices y de infinidad de cuentos para niños que, de un tiempo a esta parte, cada vez parecen menos cuentos para niños y más artilugios extraños de abultado volumen y distorsionadas multiformas.
En ese lugar abigarrado y confuso, Ana hubiera reinado rodeada de más proveedores que clientes. Editores tout court, distribuidores, comerciales, autores descarriados, editores desgajados de los grandes editores, editores vocacionales que editan títulos únicos y emblemáticos que los grandes rehúyen editar porque solo buscan el lucro y el beneficio… La librería de Ana se habría convertido en un gran almacén donde siempre habría libros para devolver, novedades recién llegadas que casi de inmediato se reempaquetarían de regreso, encargos especiales que llegarían en pedidos especiales, ofertas de bolsillo, propuestas para saldar, una colección en depósito, un anticipo de edición…
Los clientes, que no perciben una necesidad de libros tan imperiosa como la de tener la casa limpia, empezarían a sentirse incómodos en medio de tanto lío. Y con dificultades para ir, porque, claro, el horario de Ana sería el horario de una librera comme il faut: de 10 a 1,30 y de 5 a 7, de lunes a viernes, y los sábados solo por la mañana. Si a esto le añadimos que Ana no haría ofertas –porque la Ley del Libro se lo prohíbe-, ni tiene disponibles y en todo momento los cientos de miles de títulos que cualquier hipotético cliente puede solicitarle, ni capacidad mental ni física para saberlo todo y aconsejar sobre todo, ni despliegue tecnológico para gestionar los pedidos con eficiencia y orden… a nadie puede extrañarle que, a poco de abrir su librería, buena parte de sus clientela hubiera empezado a emigrar hacia las plataformas de internet que proporcionan el mismo servicio con mucha mejor calidad.
Si, en vez de librera, Ana hubiera decidido hacerse editora desde aquel lejano punto de la sierra madrileña, no creo que el proyecto le hubiera funcionado. En primer lugar, porque ella hubiera editado títulos maravillosos, extraordinarios, pensados como piezas culturales de valor único y no como vulgares objetos de consumo. Su editorial, por supuesto, alejada de la execrable avaricia de los grandes, no estaría volcada en la búsqueda del lucro sino en la obtención de la belleza y seguiría convencida de que a Tolstoi hay que editarlo en papel, con gramaje adecuado, con tintas estudiadas, sin parar mientes en tanto cacharro digital que está bien para que los chiquillos jueguen a banalidades pero que no sirve de nada cuando se trata de lo que de verdad importa.
Los habitantes de la Sierra pensarían seguramente lo mismo que la editora y estarían decididos a que un día, cuando tuvieran tiempo y ganas, a lo mejor le compraban un libro.
También podría haberse hecho escritora, o cineasta o pintora, y estaría ahora enfadadísima porque no le dan subvenciones y este gobierno facha quiere acabar con su talento… En la panadería, donde por la mañana charlan las señoras antes de meterse en faena, la escucharían con atención y asentirían ante sus diatribas, hasta que una, que podría perfectamente llamarse también Ana, le dijera: perdona que te deje, pero es que tengo que atender mi negocio.
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017