El viernes 20 de marzo, sobre las seis de la tarde, me abrigué bien -la tarde estaba fresca, me parece- y me fui andando al Centro de Salud de Espronceda -el que nos corresponde-, a apenas diez minutos de casa. Era el séptimo día de fiebre y tos, y no había conseguido que los servicios telefónicos instaurados al efecto de la pandemia de coronavirus me hicieran el más mínimo caso. Pero ese día, mi mujer había llamado, ya desesperada, al centro de salud pidiendo ayuda y, para nuestra sorpresa, una doctora devolvió la llamada. Habló, al parecer, conmigo (ahí tengo un esguince de la memoria) y de nuevo con Y.: «A su marido se le nota en la voz que está mal. Que se venga corriendo aquí, a las urgencias del centro de salud». Y.: «De acuerdo, vamos para allá». Y la doctora: «No, lo siento, tiene que venir él solo». Y me fui.
No había nadie a la puerta, aunque estaba abierta, pero, al ir a entrar, una mujer con bata profesional se lanzó a detenerme de muy malos modos. «Espere ahí -señalando la entrada-. ¿Qué quiere?». «Me encuentro muy mal. Necesito atención médica. Me han dicho que venga». Se dulcificó algo, pero no bajó la guardia. Supongo que me pidió algún dato, o tal vez la cartilla (tengo muchos huecos en el recuerdo), y me alcanzó una mascarilla y una bata de plástico muy fino, que me puse como pude por encima del abrigo. «Póngase esto y vaya a la vuelta, en la otra puerta, para que le hagan una placa». Había otra persona, en la zona de pruebas, pero ya salía, y entró otra después de mí. Apenas tuve que esperar para la radiografía, por tanto, y tampoco tardó en llamarme el profesional que me atendió. «Esto está mal -me dijo sin tapujos-. ¿Quiere usted verlo?». Hice apenas un gesto y me volvió la pantalla del ordenador hacia mí: «¿Ve estas manchas? Este pulmón -señaló el izquierdo- lo tiene fatal, la mancha lo cubre casi todo. Y el otro también está tocado. Neumonía. Tiene que ir al hospital con urgencia». No recuerdo cómo fue el proceso de regresar a la primera zona, donde me habían dado la mascarilla y la bata, pero me vi allí, rodeado de varios profesionales, manteniendo una conversación vertiginosa. «Le llevamos al Clínico. Es su hospital de zona». Sugiero: «Yo es preferiría….» Me interrumpen: «Le corresponde el Clínico, y tal y como está, yo no me metería en enredos administrativos». Asiento: en realidad, me da lo mismo. «Hemos pedido ambulancia, pero nos dicen que la demora oscila entre las cuatro o cinco horas…». Alguien dice: «Está aquí el taxi», y me pregunta: «¿Tiene usted problema en ir en taxi?». Yo: «¿Problema? Si hay uno que quiere llevarme…». Aparece como salido de la nada y lo encuentro allí a la puerta, con el conductor ayudándome a subir. Que yo sepa, ni me despido de nadie. Mientras avanzamos por un Madrid desierto, el taxista me explica que es el marido de una de las enfermeras del centro de salud, que su mujer se pasa el día trabajando y que, como él no tiene nada que hacer, presta servicio de transporte voluntario a los profesionales del centro. Llegamos en un momento, me para a la puerta misma de Urgencias, intento pagarle la carrera y me corta, escandalizado: «¡Que hace usted! Váyase para dentro. Suerte».
En Urgencias
Desde el momento en que ingreso en el hospital hasta que me veo tumbado en una de las camillas de Urgencias, hay un espacio temporal -breve en todo caso- cuyos detalles ignoro. Me veo junto a la camilla, quitándome el abrigo y preguntando a una enfermera si me tengo que despojar del pantalón o de algo más de ropa: «Sí, mejor, quitéselo». Se marcha, empiezo a desnudarme, y aparece una nueva enfermera que me abronca: «¡Qué hace, por dios! Túmbese tal cual y estese quieto». Me tumbo, me conectan oxígeno mediante un ligero tubo conectado con las fosas nasales (lo que luego aprendí a llamar «las gafas»), me colocan una vía, me inyectan paracetamol, me toman la temperatura, la tensión, el nivel de oxígeno en sangre…Por primera vez en días, tumbado, con oxígeno y medicación, me encuentro razonablemente a gusto. No sé calcular el tiempo. En algún momento, nos traen la cena: un sándwich y un yogur batido, o algo similar, que ni siquiera sé si como. Tengo el móvil a mano, y me he traído también el cargador, y consigo conectarlo. Voy hablando por Telegram con Y. y L. y desde este momento, hasta que dieciséis días después me manden para casa, ese hilo será mi conexión con el mundo. No he tenido valor aún para releer aquellos primeros mensajes, pero sé que les describía el ambiente, que les hablaba de lo que tenía alrededor más que de mí mismo.
Las urgencias estaban abarrotadas, con camillas en todos los rincones, en todos los pasillos, en la puerta de los servicios, en cada hueco. Yo tuve suerte y me tocó en una sala agradable, de seis camillas razonablemente espaciadas. Junto a mí llegó una muchacha joven apenas veinteañera. Un enfermero, también muy joven, se acercó a ella. Resolutiva, le espetó: «Soy amiga de xxx, una residente que está ahora de servicio. Me ha dicho que pregunte por ella.» El enfermero no se inmutó mucho: «Es mi primer día aquí, no conozco a nadie: a ver, póngase el termómetro». Me despisté con otras cosas y tiempo después vi que la residente amiga había aparecido y le estaba diciendo a la muchacha que no le veían nada grave y que era mejor que se marchara. El resto del panorama, en cambio, desanimaba mucho, y desanimaba mucho ver que allí había gente con cara de llevar muchas horas -luego supe que, en algunos casos, días.
No sé bien cuántas estuve yo. Pasé la noche, desde luego, me dieron de desayunar (el primer café con galletas de los muchos que tomé), fui varias veces al baño peleando con una diarrea pertinaz, y yo procuraba no impacientarme porque veía que, de los que había cuando llegué, casi ninguno se había movido de su sitio. Pero en algún momento de la mañana del sábado pronunciaron mi nombre, metieron mis cosas en una bolsa, me subieron a una silla de ruedas, y una fornida auxiliar me guio por un largo pasillo desierto. Al subir al montacargas, casi entra con nosotros una auxiliar aún de calle que empezaba su turno, pero al verme se bajó espantada, diciéndole a su compañera: «Uy, no, espero al siguiente». Y la mía asintió: «Mejor. Hasta luego».
Subimos varias plantas. (Luego supe que a la cuarta: neumología). Otro rato de pasillo y entrada en una habitación. Revuelo, movimiento de idas y venidas: «Desnúdese y ´póngase el pijama». Tengo el calzoncillo manchado por la diarrea y una auxiliar, o una enfermera, alguien, hace ademán de guardarlo en una bolsa de plástico: «Tírelo, -digo yo-, está hecho un asco». Ella protesta: «¿Tirarlo? Es bueno…». Yo intento decir que paso, que se lo dono a la ciencia, pero me parece que no me llega a salir la frase. Insisto en que lo tire. Accede.
Publicado en el blog Enfermo de covid el 22/04/2020