Tengo un amigo que hace años ejerció como director de comunicación de un importante Ministerio. Cuando mi amigo llegó al puesto se encontró con la sorpresa de tener bajo su mando un gabinete de prensa con más treinta profesionales para acometer tareas que en la empresa privada se realizan, en el mejor de los casos, con la tercera parte. Había un poco de todo: bastantes periodistas, lógicamente, pero también abogados, informáticos, secretarias -él mismo disponía de tres-, mozos de almacén, ordenanzas, sindicalistas liberados y todo por ahí, cada uno de ellos con unas categorías, unas condiciones laborales, unos horarios -los había de mañana y de tarde, de jornada intensiva, de horario reducido- y unos «derechos adquiridos» -expresión fascinante donde las haya que allí, al parecer, se utilizaba mucho- que mi amigo, en los escasos tres años que permaneció en el puesto, no fue capaz de aprenderse.
Lo que mi amigo supo pronto es que, de aquella treintena larga de personas, apenas cuatro eran profesionales dispuestos a rendir con parámetros propios de una empresa privada. Y no más de media docena en condiciones de rendir a medio gas, sin una gran entrega, pero con algo de dignidad. Del resto, mi amigo aprendió rápidamente a hacer como que no los veía, pese a que los tenía permanentemente por allí merodeando, buscando siempre conversación con unos y con otros -incluso con su propio jefe, mi amigo, al que en ocasiones afeaban su excesiva dedicación al trabajo- y dilapidando recursos en beneficio propio con una desenvoltura admirable.
Una joven periodista dedicaba sus ocho horas de jornada – pongamos que seis: tampoco la puntualidad era su fuerte- a escribir obras de teatro. Esta mujer, cuyo nombre mi amigo recuerda perfectamente, era muy de la cuerda de Muñoz Seca y escribía unos astracanes bastante divertidos y bien resueltos utilizando el ambiente de aquel gabinete de prensa y a sus propios compañeros como personajes. Mi amigo protagonizó varios de ellos. Al ritmo que escribía -una obra por semana, aproximadamente- y con tan intensa dedicación, la producción de esta mujer debe alcanzar a estas alturas varios centenares de tomos. Nunca ha visto mi amigo su nombre entre los dramaturgos del momento, pero no cabe descartar que el día menos pensado triunfe como se merece.
Otro periodista escritor que andaba por allí -ya mayor, y esperando solo la jubilación que se le enredaba- lanzó un buen día una nota de prensa, en nombre del ministro, anunciando el acto de presentación de un libro suyo -del periodista, no del ministro- en la librería de un amigo. El revuelo que se organizó entre los informadores habituales, que creyeron que el ministro iba estar en aquel acto, fue notable. Mi amigo quiso expedientar al escritor, al menos para que quedara constancia, pero el director general de Recursos Humanos le hizo ver que aquello no era para tanto y no había necesidad de estampar una mancha en la carrera de aquel esforzado funcionario.
Uno de los mozos tenía como tarea fotocopiar y repartir las centenares de páginas que los periódicos -de papel todos, naturalmente: esta es una historia del siglo pasado- dedicaban cada día a aquel departamento ministerial. Era un muchacho joven y estaba cursando Sociología o Ciencias Políticas en la Universidad Complutense. Admirable empeño. Lástima que se esforzara en realizar simultáneamente las dos tareas-repartir las fotocopias y asistir a clase- con evidente merma en la calidad de las dos. Una vez mi amigo lo reconvino por dejar desatendido su servicio y se llevó un buen chorreo por parte de los propios compañeros del muchacho por no ser sensible a la voluntad de aquel esforzado funcionario por formarse y llegar a más.
La gestión de compras
Me he acordado de esta experiencia de este modestísimo alto cargo al leer estos días las prodigiosas aventuras del Gobierno en la gestión de la crisis perpetua generada por la pandemia de la covid-19. Los medios, los analistas, las redes sociales, la gente del común ponen verde al pobre ministro Illa por su calamitosa capacidad para hacer compras de mascarillas, de respiradores, de guantes y de cualquier material necesario para atender a los enfermos y a los profesionales: materiales defectuosos, precios disparatados, remesas requisadas por otros países, plazos absurdos para materiales urgentes, anuncios incumplidos de manera continua… A algunas comunidades autónomas también les ha lucido poco el pelo, aunque acaso con menos calamitosidad que la del Ministerio.
Cuando leo y veo estas noticias, en la que todo el mundo se regodea, no paro de pensar que el ministro y los consejeros protagonistas de tales despropósitos no son los verdaderos responsables de ellos. No me imagino al ministro -un honrado filósofo dedicado durante años a repensar Cataluña desde el aparato del PSC- sentándose ante el ordenador a gestionar las compras, o buscando proveedores a través de internet, o llamando a los amigos a ver si saben de alguien que venda mascarillas a un precio apañado. El ministro tiene a sus órdenes a una pila de funcionarios supuestamente capacitados para la tarea por la que se les retribuye -usted y yo, amigo mío, los retribuimos- para que hagan lo que tienen que hacer.
Dos millones y medio de funcionarios
Según datos recientes España tiene más de dos millones y medio de funcionarios, de los cuales algo más de la mitad están dispersos en las comunidades autónomas. No sé a cuántos toca el ministro Illa. Un buen amigo, conocedor del complejo entramado sanitario de este país, me decía el otro día que el Ministerio de Sanidad «se ha quedado en los huesos» toda vez que casi todas las competencias han sido transferidas a las comunidades. Por eso, me decía, están gestionando tan mal. Pero al margen de saber qué se entiende en el sector público por «estar en los huesos» en comparación con la empresa privada, nos preguntábamos este amigo y yo si no podían haber echado mano de otros funcionarios, de otros ministerios -Comercio o Exteriores, por ejemplo- más acostumbrados a gestionar compras internacionales. Ah, pero es que entonces, el aparato administrativo, tan complejo, se hubiera tensionado, y hubieran salido a relucir las respectivas competencias, y vaya usted a saber…
En resumen, nadie tiene la culpa. La Administración es un enorme e ineficiente aparato en el que nadie asume la responsabilidad de nada. Corporativistas a machamartillo, defensores a muerte de sus derechos adquiridos y de sus prerrogativas, los burócratas, que llevan meses errando en la gestión de las compras necesarias para frenar la catástrofe, se ampararán en vaya usted a saber qué razones para eludir sus culpas. Y si el ministro o alguno de sus altos cargos se esfuerza por encontrar responsables, siempre habrá un director general de Recursos Humanos que detendrá el procedimiento porque no es cosa de echar un baldón en el expediente del probo funcionario por una tontería.
Una tontería que, de momento, algo ha tenido que ver en que hayan perdido la vida más de 22.500 personas, muchas de ellas, por cierto, funcionarias. Pero no burócratas.
26/04/2020