Para los millenials, centenials y asimilados que lean esta crónica verídica empezaré por aclararles que metrosexual fue un término -naturalmente, importado del inglés- que se puso de moda en el periodo de entresiglos y hacía referencia a un tipo de varón de la sociedad posindustrial urbana especialmente interesado en su cuidado personal y su apariencia física. El futbolista David Beckham fue uno de los más significados prototipos de esta tipología, y el hecho de que jugara en el Real Madrid entre 2003 y 2007 hizo que la metrosexualidad adquiriera en España una relativa resonancia.
El término cayó pronto en desuso -salvo para la RAE, esa institución que, de tan ineficiente parece un Ministerio gestionando una crisis, quien incluyó la palabra a toda prisa en su Diccionario y ahí la mantiene como si el mundo no hubiera cambiado-, pero el otro día me lo recordó un viejo y querido amigo cuando le conté que durante mis duros días en el hospital, y todavía grave, una de las primeras cosas que pedí a mi mujer que me mandara fue un neceser lo más aprovisionado posible para las necesidades estéticas de mi maltrecha persona.
Y., que me conoce bien, cumplió escrupulosamente y me hizo llegar una bolsa de un tamaño y un peso considerables. Contenía, para empezar, la maquinilla de afeitar, imprescindible para acometer el arreglo de la desastrada barba, que llevaba sin retocar desde los primeros días de los ataques de fiebre, y que utilicé como pude de inmediato. Pero, más allá de esa pieza esencial, el neceser contenía:
- peine, albornoz, chanclas, champú y gel de baño
- cepillo de dientes, crema y colutorio bucal
- juego de varios cortauñas y limas complementarias
- crema facial, aceite corporal, contorno de ojos y crema de manos.
- desodorante, colonia y aceite de árbol del té
- bálsamo reparador de labios y nariz
- agua termal para pieles sensibles
- (En un envío posterior se subsanaron dos olvidos notables: recortador de pelos de la nariz y polvos de talco)
Con tales provisiones yo era el tipo mejor preparado para enfrentarme al aseo matinal. Lástima que mis lamentables condiciones físicas de los primeros días apenas me permitían el uso de algunos de los elementos de mi amplio neceser, pero yo procuraba que, más allá de la somera ducha -que no es fácil cuando se está conectado al oxígeno y no se puede prescindir de él-, le echaba mis buenos ratos a lo largo del día para utilizar las cremas y aplicármelas, al menos algunas cada día. Las enfermeras alababan el buen olor que emanaba de mi cubículo y a mí, aquella sensación de limpieza y suavidad me proporcionaba mucho bienestar.
Pero, sobre todo, era un reto. Conseguir cada día un paso más en mi capacidad de arreglarme por las mañanas era un modo de marcarme jalones hacia la curación: lavarme el pelo con champú, cepillarme los dientes a fondo y enjuagarlos (imprescindible la renuncia al oxígeno durante esos momentos), cortarme y limarme las uñas de las manos, aplicarme desodorante, echarme colonia…, cada día un paso más en la reconquista del cuerpo.
Hasta el día en que fui capaz de cortarme las uñas de los pies. Eso sí -y mirad que no me gusta la terminología militar en este tema- fue una conquista. De modo que, mientras descansaba del tremendo esfuerzo, me harté de poner wasaps a los amigos dándoles cuenta de la hazaña.
En efecto, amigo Julio: un metrosexual en toda regla.
Publicado en el blog Enfermo de covid el 13/05/2020