La crisis del 14


En el año 32 antes de nuestra era, el joven Cayo Julio César Octaviano, al que la historia habría de conocer como César Augusto, puso fin a la fracasada experiencia del Segundo Triunvirato, venciendo a su socio Marco Antonio a las puertas de Alejandría y obligando a Cleopatra al suicidio. Octaviano regresó a Roma, con apenas treinta años, heredero único del legado de César y poseedor de las inmensas riquezas de Egipto.

El oro egipcio llega en un momento en el que Roma ya es inmensamente rica y poderosa, dueña de casi todo el mundo entonces conocido y poseedora de una eficiente administración, capaz de extraer lo mejor de cada territorio para mayor gloria y bienestar de la Urbe. Con los nuevos tesoros, el imperator Octaviano se aplica a la liquidación del ejército (casi medio millón de hombres a los que compra tierras para cultivar), la anulación de las deudas de los particulares al Estado y la ejecución de grandes obras públicas, al tiempo que acomete una profunda reorganización administrativa. Contaba para ello con dos hombres excepcionales: Marco Agripa, su mejor general, que se demostró en la paz como un excelente burócrata, y Cayo Mecenas, un gran financiero, por más que su nombre perdure por uno de los aspectos más tangenciales de su actividad.

Las riquezas puestas en circulación en aquellos primeros años del mandato de Augusto provocaron una espiral inflacionista, que estimuló el comercio, pero también los precios, que subieron de manera astronómica. Cuando, en el año 14 de nuestra era, Tiberio es nombrado nuevo emperador en sustitución de su padrastro, se encuentra una situación económica insostenible y decide interrumpir bruscamente la espiral, reabsorbiendo la moneda circulante.

Aquellos que se habían endeudado contando con la continuación de la inflación se encontraron faltos de liquidez y corrieron a retirarla de los bancos. Según cuentan los historiadores de la época, hubo banqueros, como Balbo y Olio, que tuvieron que hacer frente, en un solo día, a trescientos millones de obligaciones y terminaron cerrando. Las industrias y comercios afectados no pudieron pagar a sus proveedores y cerraron también. Cundió el pánico. La retirada de depósitos se generalizó. El banco de Máximo y Vibón, el líder bancario de la época, no pudo satisfacer las demandas y pidió ayuda al banco de Pettio. Pero cuando la noticia se difundió, fueron los clientes de éste quienes se precipitaron a retirar su dinero e impidieron el salvamento de los colegas. Los bancos de Lyon, Alejandría, Cartago y Bizancio cayeron de forma simultánea, dando pruebas de una globalización bancaria efectiva. Las quiebras se desataron en cadena, y también los suicidios. Muchas pequeñas propiedades, cargadas de deudas, no pudieron esperar a la nueva cosecha para pagarlas y tuvieron que ser vendidas en provecho de los latifundios más preparados para resistir. Volvió a florecer la usura, los precios se derrumbaron y la situación quedó al borde del desastre.

Tiberio tuvo que rendirse a la evidencia y asumir que la deflación no es más sana que la inflación. La primera medida que adoptó –y casi la única– consistió en el reflotamiento del sistema bancario: distribuyó cien mil millones entre las entidades financieras para que los pusieran en circulación, con orden expresa de que los prestaran, sin intereses, por un periodo máximo de tres años. Bastó esta medida para revigorizar la economía, descongelar el crédito y devolver la confianza.

Publicado en el diario Negocio en 2009