Entre Giuseppe Tomasi y Luchino Visconti hay muchas diferencias, pero las pocas similitudes que comparten han unido sus nombres para siempre.
El primero fue un siciliano de pura cepa que nació en Palermo en las postrimerías del siglo XIX. El segundo, un hombre del industrioso norte italiano, nacido en Milán con el comienzo del XX. Tomasi estudió literatura y dedicó su vida al ocio y la lectura, siempre a la protectora sombra de su madre. Visconti estudió cine y se lanzó, independiente y altanero, a una actividad frenética en la que nunca cejó. Uno fue conservador. El otro, un convencido comunista.
Los parecidos son escasísimos. Que ambos murieron relativamente temprano, que realizaron la obra que nos ocupa a los 57 años y que los dos eran aristócratas, miembros de esa nobleza inútil y abolida de la nueva Italia, rabiosamente republicana.
Aquí reaparecen las diferencias: Giuseppe Tomasi enarboló con orgullo su viejo título de príncipe de Lampedusa, con el que ha eclipsado su apellido. Luchino Visconti no hizo uso jamás de su condición de conde de Lonate-Pozzolo. Pero, con reconocimiento o sin él, ambos estaban unidos por su origen de clase, por un modo de entender el mundo que les habían legado sus mayores.
Tomasi escribe Il Gattopardo a modo de condensación testamentaria de su vida y de su pasado. Cuando lo hace, próximo a los sesenta, ha pasado toda su vida, desocupado y cultísimo, contemplando su Sicilia natal y reflexionando sobre todo lo que ha sucedido en esta isla -y en el país en su conjunto- desde antes de la unificación.
Tomasi es de derechas, pero no es tonto y sabe distinguir perfectamente entre la añoranza del pasado que vivieron sus ancestros y la evidencia de una región que progresa, mal que bien, gracias a que forma parte de un gran país y a que los sistemas de producción se han puesto al día. Sicilia se había mantenido, hasta que llegó Garibaldi y mandó parar, en un estadio lamentable de atraso socioeconómico, a caballo entre un absolutismo trasnochado y un feudalismo peculiar. La nobleza terrateniente, a la que pertenecía Tomasi por ambas ramas familiares, había convertido Sicilia en el último banco de pruebas de su capacidad de resistencia, agotada desde siglos antes en el resto de la Europa occidental.
Todo esto lo sabe Tomasi y comprende perfectamente que su tiempo y el de los suyos ha terminado. No sabe en qué consiste el nuevo tiempo y además le importa poco. Solo sabe que será el tiempo de los advenedizos, el de la gente sin cultura y sin clase, el de los nuevos ricos como ese Calogero Sedarà, el alcalde de Donnafugata, que juega en su novela el papel de los que ahora mandan.
Tomasi crea al príncipe de Salina y lo convierte en el portavoz de su familia, de sus genes y de sí mismo. Lo convierte en la exaltación de lo que le hubiera gustado ser y en la aceptación del fracaso que sabe que le corresponde.
Tan consciente era Tomasi de que estaba escribiendo su testamento que, poco después de terminar Il Gattopardo, se murió.
A Visconti le fascinó la novela como fascinó a todos cuantos la leyeron entonces -se publicó en 1959, con el autor ya fallecido- y a todos cuantos la seguimos leyendo. El Gatopardo es de una belleza tan asombrosa, de una prosa tan espléndida, de unos personajes tan memorables, que lo extraño hubiera sido que a Visconti no le hubiera gustado.
Y se lanza rápidamente a filmarla. Tampoco aquí hay nada sorprendente. El director milanés ya había dirigido películas de época y su visión estética y colorista -nacida a la sombra del gran Renoir- encajaba muy bien con los amplios salones de los palacios y la engolada afectación de la aristocracia palermitana.
En la traslación, la fidelidad del cineasta con respecto al escritor resulta mayor de lo que es frecuente. Escrupulosa hasta el detalle. Es verdad que El Gatopardo-filme condensa la historia en un periodo de tiempo muy breve, frente al largo recorrido temporal de El Gatopardo-novela. Pero el periodo que la película describe se ajusta perfectamente a su correspondiente literario y, desde luego, con una literalidad absoluta de los personajes.
Y, sin embargo, tan similares en lo estético, ambas obras se tienen por opuestas en lo ideológico. Visconti cuenta lo mismo que Tomasi; el conde de Lonate-Pozzolo refleja en sus imágenes lo que el príncipe de Lampedusa en su prosa. Pero los expertos entienden que donde este entona una sentida añoranza manriqueña -¡cualquier pasado fue mejor!-, aquel apuesta por el tiempo nuevo, por el empuje de la joven burguesía, por los cimientos de un nuevo sistema.
Es probable. Que Visconti filma en clave progresista es algo que nadie discute, entre otras cosas porque es lo que hizo a lo largo de su extensa obra. Que Tomasi escribe en clave conservadora se lo reprocharon en su momento todos los escritores sicilianos comprometidos con el cambio, con el gran Leonardo Sciascia a la cabeza, y se ha quedado establecido como un lugar común que nadie pone en duda.
Y, sin embargo, a los cincuenta años de la filmación de la película y a los cincuenta y pocos de la escritura del libro, es el momento de valorar ambas obras por lo que valen en sí mismas y por lo que aún siguen diciéndonos. Ambas han trascendido a la categoría de clásicos y es absurdo buscar en ellas, a estas alturas, manifiestos políticos inmediatos. Son obras de arte y como tales hay que entenderlas y atenderlas.
La novela ha envejecido mejor que la película. Mucho mejor. El filme ha perdido frescura y ritmo, y por momentos parece que se le puede derrumbar el decorado. El libro, en cambio, sigue dotado de una prosa inigualable por su precisión descriptiva y por su poder de sugerencia.
Pero no estoy seguro de que esto vaya a ser siempre así. Ambos Gatopardos seguirán ahí, en lo más alto, y puede que los giros del gusto de cada época hagan oscilar a uno y al otro y los cambien de posición. Pero será solo ligeramente, siempre en la cumbre ambos.
El príncipe y el conde no tuvieron nada en común. Salvo este peculiar felino que un día se les cruzó en sus vidas y los unió para siempre. No va a haber quien los separe.
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017