Bernard Madoff es un personaje de hace cuatro días, un perfecto contemporáneo de todos nosotros y, sin embargo, suena a figura lejana, a secundario de los libros de historia. Detenido en diciembre de 2008, poco después de la caída de Lehman Brothers y en plena debacle del sistema montado en torno a las subprime y a la burbuja financiera, la primera asociación que el gran público hizo de la figura de este arisco y soberbio personaje estuvo asociada a los negocios especulativos que nos arrastraron, en buena medida, a la crisis en la que todavía estamos inmersos.
Sin embargo, Madoff, pese a que se codeó con lo más granado del stablishment, no era ni un financiero en el sentido en que cabe entender este término, ni un hombre de negocios, ni siquiera un especulador: por muy peyorativos que estos términos nos suenen, se trata de actividades legítimas, cargadas cuando menos de una cierta complejidad, que exigen por parte de quien las ejecuta una notable cualificación y mucha sabiduría. En otras palabras, para ser malo como Gordon Gekko hay que estar cualificado.
Lo de Madoff, en cambio, era de una vulgaridad sobrecogedora, puesto que todo lo que hizo fue aplicar, sin sofisticación alguna, el esquema Ponzi, una estafa de tipo piramidal que consiste en retribuir generosamente a los inversores con los fondos aportados por ellos mismos, de manera que acudan muchos más al olor de la retribución atractiva. La burbuja estalla generalmente cuando algunos de los inversores exigen a destiempo la devolución del capital aportado que, lógicamente, se ha volatilizado.
Sorprende comprobar cómo esta burda estafa funciona con asombrosa regularidad y, pese a los conocidos antecedentes, periódicamente surge algún espabilado que la reactiva.
Es muy entrañable para nosotros, y muy digna de tener en consideración, la figura de Baldomera Larra, hija del gran escritor romántico, que nos ha dado a los españoles el honor de ser el primer país del mundo que conoció un fraude piramidal de envergadura, al menos en los tiempos modernos. Doña Baldomera aplicó el esquema Ponzi aun antes de que Ponzi lo inventara, y, aportando hasta un treinta por ciento de interés a los ingenuos madrileños, logró levantar la bonita cifra de 22 millones de reales, que no sé a cuánto equivaldría hoy pero sospecho que a una cantidad respetable. Reventada la burbuja en 1876 y detenida, fue condenada a seis años de cárcel de los que cumplió muy pocos porque consiguió el indulto gracias al apoyo popular. Aún espera la biografía que se merece esta gran precursora de las burbujas financieras.
Más dramático es el caso de Jean-Claude Roman, que en 1993 asesinó a toda su familia e intentó suicidarse tras toda una vida de impostura y estafa. Condenado a cadena perpetua, esta historia delirante y atroz merece ser leída en el libro, impagable, de Emmanuel Carrère.
Pero entre los precursores más inmediatos de Madoff, tengo predilección por la figura de Giovanni Sucato, que en la primavera de 1990 tuvo la osadía de instalarse en las cercanías de Palermo y ponerse a ofrecer inversiones remuneradas con un veinte por ciento de interés. Durante meses, Sucato puso en jaque al propio sistema bancario nacional porque los sicilianos, y también los italianos de otras regiones, sacaron sus depósitos de los bancos para ofrecérselos a este nuevo Midas, capaz de multiplicar el dinero en cantidades inimaginables. A los pocos meses de montar su negocio, solo admitía depósitos de diez millones de liras, lo que llevó a los ciudadanos a organizarse en grupos para juntar sus ahorros.
Los palermitanos lo creyeron no solo porque veían los resultados, sino por algo más profundo: ¿quién iba a estar tan loco como para organizar un fraude en la capital de la mafia? Los propios mafiosos de segunda fila, los que tenían algún problemilla financiero, empezaron también a acercarse por las oficinas de Sucato. La policía dudaba, el fisco dudaba. Precisamente por lo mismo por lo que los ciudadanos no lo hacían: si en Palermo nada se organiza sin la mafia, ¿no será que detrás de Sucato está la propia mafia?
El 8 de septiembre, Sucato desapareció tras haber estafado siete mil millones de liras y haber manejado una cantidad superior a los sesenta mil millones. Poco después, reaparece, acepta su responsabilidad y se pone en manos de la justicia. Juzgado y condenado, lo mandan a la cárcel. Con el primer aniversario de la estafa lo ponen en la calle y durante seis años malvive, aterrado y solo, sabiendo que en Palermo el problema no es la justicia. Finalmente, el 30 de mayo de 1996, en la autopista Palermo-Agrigento, un coche aparece en la cuneta incendiado por una bomba. Dentro, el conductor es un cadáver carbonizado.
Pero los carabineros no tienen problema en reconocerlo: era Giovanni Sucato.
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017