Cómo nació Nora

Nora López, la protagonista de Todo en orden, es un personaje de ficción.

Puede parecer una obviedad afirmar tal cosa, pero tiene su importancia. La relación entre Nora y yo es la misma -salvando las distancias- que la que hay entre Flaubert y la señora Bovary: Nora López soy yo. Todo en ella es puro despeñamiento de mi imaginación y estoy convencido de que no hay alcaldesa de este país que es España que se sienta reflejada en ella.

O sea que, por ahí, nadie me va poder demandar.

En qué momento nació y por qué, quién sabe. Debió ser allá por el año dieciocho, cuando la pandemia no aparecía ni en las previsiones más agoreras, y nos prometíamos unos años razonablemente felices a base de endeudamiento infinito y patada para adelante -o sea, como siempre, como ahora.

Yo estaba cabreado. Me pasa con frecuencia. Cabreado con la vida, con la política, con las instituciones, pero cabreado especialmente con la literatura tramposa con la que nos inundan las editoriales mainstream para hacernos creer que leyendo lo que ellas publican se entiende mejor la realidad.

Es mentira, naturalmente, siempre ha sido mentira, pero lo es más en estos tiempos en los que la novela negra se ha convertido en el gran referente de la cultura prescindible de la clase media.

La novela negra -no confundir con la muy respetable novela policial británica de doña Agatha Christie y de sir Arthur Conan Doyle- nació en los primeros decenios del siglo pasado, como respuesta comercial, emocional y estética a los duros años de la Gran Depresión. Pero por arte de birlibirloque, unos y otros la han convertido en la lectura cómoda y evanescente de quien novelas porque fumar porros les sienta mal.

No me voy a parar ahora en esto. Lo que quiero decir es que la novela negra de ahora no me interesa en absoluto.

Nora López es Nick Corey

Adonde yo quiero llegar es a Jim Thompson. Jim Thompson es mi ídolo. Uno de esos escritores admirables y únicos, en los que vida y literatura se entremezclan sin que resulte fácil deslindarlas.

Como Homero, un poner.

Jim Thompson publicó unas treinta novelas y yo me las leí todas -todas las traducidas, porque su inglés no está a mi alcance- cuando buena parte de mi tiempo lo desperdiciaba en leer novela negra en lugar de labrarme un futuro en alguna prestigiosa escuela de negocios. Me vi también todas las películas que se rodaron a costa de sus historias.

Hace años que no vuelvo sobre las obras de Jim Thompson. Con una excepción: 1.280 almas, una novela que releo al menos una vez al año, junto con la Iliada y con alguna de las cosas de Sciascia.

1.280 almas es una novela prodigiosa, porque en muy pocas páginas, y en eso le gana a Homero, condensa el más despiadado, irónico y verídico retrato de la humanidad.

Como un tríptico de El Bosco, como si dijéramos.

Con un protagonista narrador -Nick Corey- que tiene todo lo que hay que tener en esta vida para triunfar: cinismo, inteligencia y una absoluta amoralidad. Nick Corey se quedó en sheriff de una pequeña localidad del sur de los Estados Unidos porque era muy vago. Con un poco más de laboriosidad hubiera llegado lejos: no me hagan decir a qué.

Total, que yo allá por el año 18 estaba cabreado y necesitaba algo más que leer 1.280 almas para canalizar mi cabreo. Necesitaba escribirla. Plagiar descaradamente a Jim Thompson y poner en un castellano equivalente su descalabrado inglés.

Me puse a retratar a Nick Corey. Y así nació Nora. Nora López soy yo, pero también Jim Thompson.

Ya les iré contando.

Contra los necios, contra los fanáticos

Un mes antes de morir, plenamente consciente de que se encontraba en los minutos de descuento, Leonardo Sciascia entregó a la imprenta dos libros, los últimos que habrían de sumarse a su extensa producción.

Uno de ellos era la novela Una historia sencilla, injustamente ninguneada cuando se citan las grandes ficciones del autor siciliano. Es verdad que esta novelita de apenas un centenar de páginas carece de la profundidad cinceladora de El contexto, donde la Italia democristiana de los sesenta aparece desnudada en toda su crudeza; no está el implacable retrato inmisericorde de la Sicilia eterna de A cada cual lo suyo; ni siquiera contiene la ironía trágica de El Archivo de Egipto, en la que la impostura se convierte en protagonista y gana la batalla. En Una historia sencilla no hay nada de eso, o, mejor, dicho, está todo, pero tan concentrado, tan elidido, tan implícito, que solo cuando uno termina de leer empieza a entender lo que ha leído. En esta novela terminal y mágica Sciascia pone en juego toda su maestría para trenzar un relato de mafia y tráfico de drogas en el que jamás aparecen la palabras mafia o tráfico de drogas, en el que un suceso extraño transcurre con sorprendente normalidad, en el que hay de todo -asesinatos, policías corruptos y legales, curas e impostores- pero parece que no hay nada y en el que el título es la primera trampa que se tiende al lector, porque la historia que se cuenta es, pese a su apariencia, cualquier cosa menos sencilla.

Si la memoria tiene un futuro

Pero si el colofón de la narrativa sciasciana lo pone, cum laude, esta obra, yo prefiero quedarme, a modo de última voluntad del maestro, con el otro libro publicado al final de su vida: Para una memoria futura (si la memoria tiene un futuro). Objetivamente, este volumen tiene menos interés editorial porque se trata de una recopilación de artículos publicados en la prensa italiana entre 1979 y 1988, es decir, casi en los diez últimos años de la vida del autor, y ya se sabe que las compilaciones de artículos son, por lo general, un recurso facilón de hacer libros para aumentar el currículum o para cumplir compromisos con el editor. Pero Sciascia no necesitaba ya ninguna de las dos cosas y sin embargo se empeñó en ello.

Y se empeñó porque él sabía que no se trataba de una compilación cualquiera. El potente título, con resonancias brechtianas, es ya una advertencia al lector de que no se encuentra ante un libro coyuntural sino ante un auténtico testamento, el testamento civil de un hombre que ha dedicado su vida a poner, negro sobre negro, sus convicciones como demócrata por encima de los intereses personales. Cuando las introducciones suelen ser piezas perfectamente prescindibles en la mayoría de los casos, choca la dureza con la que en la de este libro Sciascia se revuelve «contra los necios, contra los fanáticos» que «gozan de tan buena salud que pueden pasar de un fanatismo a otro con perfecta coherencia, permaneciendo, sustancialmente, inmóviles en el eterno fascismo itálico». Estaba muy enfadado nuestro autor cuando compiló estos artículos. Muy enfadado y a las puertas de la muerte, así que se sentía muy libre para expresarse. Y se nota.

La treintena de artículos recopilados en Para una memoria futura tratan de un solo tema que se repite de forma insistente y machacona, por más que el pretexto algunas veces varíe: la lucha contra la mafia no puede ser el pretexto que sirva para recortar el estado de derecho; la persecución del terrorismo no puede servir para conculcar la ley. Y aún más claro: el fascismo de Mussolini venció a la mafia, pero si ese es el precio para vencerla, es un precio demasiado caro.

El Estado ante la mafia

Recordemos brevemente. La Sicilia posterior a la Segunda Guerra Mundial se había reconstruido en buena medida con el apoyo de la mafia, y el nuevo Estado italiano, bien respaldado en los Estados Unidos y en la Iglesia católica, había correspondido a ese apoyo con una permisividad hacia la organización criminal que, visto fuera de contexto, sería difícil de entender. Siempre hubo nombres aislados, funcionarios, servidores del orden, agentes de la ley, que intentaron alertar contra lo que representaba el cáncer mafioso en el desarrollo de Italia, pero su eco era generalmente ahogado por el propio Estado, poco interesado en aclarar las cosas.

El primer intelectual, sensu stricto, que levanta la voz contra esta situación es, precisamente, Leonardo Sciascia que, en sus primeros recopilatorios de cuentos de los finales de los cincuenta, Las parroquias de Regalpetra y Los tíos de Sicilia, despoja por primera vez a los mafiosos de su hálito de folclorismo buenista y los sitúa en el ámbito que les corresponde de organización criminal. Cuando en 1961 publica El día de la lechuza, la primera novela expresamente antimafia de la literatura italiana, el stablishment político y judicial se empieza a poner nervioso. Acusan a Sciascia de exagerado, de fabulador, de mentiroso incluso: la mafia no existe, le vienen a decir, eso no es más que un invento de los que no entienden la realidad siciliana.

Casi veinte años transcurren hasta que las tornas cambian. Las cosas han llegado demasiado lejos, ha corrido demasiada sangre y las extorsiones han alcanzado cotas demasiado altas y la administración de justicia empieza a entender que hay que poner nombre a las cosas. La lucha contra la mafia se convierte, casi de buenas a primeras, en una prioridad del Estado italiano, y los nombres de Falcone y Borsellino, del general dalla Chiesa y de tantos otros pasan a ser la punta de lanza del compromiso por su erradicación. La lucha ya es abierta y sin cuartel: la mafia mata sin reparo a cuantos se le ponen por delante y el Estado echa mano de recursos ingentes y de toda su capacidad legislativa para derrotar a ese enemigo que hasta hacia cuatro días se negaba a reconocer.

Y aquí es cuando Sciascia se encuentra, de pronto, al otro lado de la orilla. No porque él haya cruzado, sino porque le han movido el río. Él, que se ha pasado media vida pidiendo que la ley actúe contra los mafiosos, tiene ahora que dedicar la otra media a exigir que la ley sea justa, que la ley sea democrática, que la ley sea ley. Y los que lo acusaban, unos años antes, de fabular con la mafia, lo acusan ahora de aliarse con ella. De esto va Para una memoria futura, de dejar claro que él está donde siempre ha estado y de que los que se han movido son los otros.

Leonardo Sciascia murió al mes siguiente de editar este libro, hace ya casi treinta años. Y no es mal momento, en esta España nuestra tan atribulada, de refrescar las postreras páginas de este intelectual terco, que nunca tuvo pelos en la pluma por más que se fuera quedando cada vez más solo.

(Este artículo se publicó, con leves variaciones y con el título Si la memoria tiene un futuro, en Vozpópuli, el 24 de octubre de 2014)

El príncipe y el conde

Entre Giuseppe Tomasi y Luchino Visconti hay muchas diferencias, pero las pocas similitudes que comparten han unido sus nombres para siempre.

El primero fue un siciliano de pura cepa que nació en Palermo en las postrimerías del siglo XIX. El segundo, un hombre del industrioso norte italiano, nacido en Milán con el comienzo del XX. Tomasi estudió literatura y dedicó su vida al ocio y la lectura, siempre a la protectora sombra de su madre. Visconti estudió cine y se lanzó, independiente y altanero, a una actividad frenética en la que nunca cejó. Uno fue conservador. El otro, un convencido comunista.

Los parecidos son escasísimos. Que ambos murieron relativamente temprano, que realizaron la obra que nos ocupa a los 57 años y que los dos eran aristócratas, miembros de esa nobleza inútil y abolida de la nueva Italia, rabiosamente republicana.

Aquí reaparecen las diferencias: Giuseppe Tomasi enarboló con orgullo su viejo título de príncipe de Lampedusa, con el que ha eclipsado su apellido. Luchino Visconti no hizo uso jamás de su condición de conde de Lonate-Pozzolo. Pero, con reconocimiento o sin él, ambos estaban unidos por su origen de clase, por un modo de entender el mundo que les habían legado sus mayores.

Tomasi escribe Il Gattopardo a modo de condensación testamentaria de su vida y de su pasado. Cuando lo hace, próximo a los sesenta, ha pasado toda su vida, desocupado y cultísimo, contemplando su Sicilia natal y reflexionando sobre todo lo que ha sucedido en esta isla -y en el país en su conjunto- desde antes de la unificación.

Tomasi es de derechas, pero no es tonto y sabe distinguir perfectamente entre la añoranza del pasado que vivieron sus ancestros y la evidencia de una región que progresa, mal que bien, gracias a que forma parte de un gran país y a que los sistemas de producción se han puesto al día. Sicilia se había mantenido, hasta que llegó Garibaldi y mandó parar, en un estadio lamentable de atraso socioeconómico, a caballo entre un absolutismo trasnochado y un feudalismo peculiar. La nobleza terrateniente, a la que pertenecía Tomasi por ambas ramas familiares, había convertido Sicilia en el último banco de pruebas de su capacidad de resistencia, agotada desde siglos antes en el resto de la Europa occidental.

Todo esto lo sabe Tomasi y comprende perfectamente que su tiempo y el de los suyos ha terminado. No sabe en qué consiste el nuevo tiempo y además le importa poco. Solo sabe que será el tiempo de los advenedizos, el de la gente sin cultura y sin clase, el de los nuevos ricos como ese Calogero Sedarà, el alcalde de Donnafugata, que juega en su novela el papel de los que ahora mandan.

Tomasi crea al príncipe de Salina y lo convierte en el portavoz de su familia, de sus genes y de sí mismo. Lo convierte en la exaltación de lo que le hubiera gustado ser y en la aceptación del fracaso que sabe que le corresponde.

Tan consciente era Tomasi de que estaba escribiendo su testamento que, poco después de terminar Il Gattopardo, se murió.

A Visconti le fascinó la novela como fascinó a todos cuantos la leyeron entonces -se publicó en 1959, con el autor ya fallecido- y a todos cuantos la seguimos leyendo. El Gatopardo es de una belleza tan asombrosa, de una prosa tan espléndida, de unos personajes tan memorables, que lo extraño hubiera sido que a Visconti no le hubiera gustado.

Y se lanza rápidamente a filmarla. Tampoco aquí hay nada sorprendente. El director milanés ya había dirigido películas de época y su visión estética y colorista -nacida a la sombra del gran Renoir- encajaba muy bien con los amplios salones de los palacios y la engolada afectación de la aristocracia palermitana.

En la traslación, la fidelidad del cineasta con respecto al escritor resulta mayor de lo que es frecuente. Escrupulosa hasta el detalle. Es verdad que El Gatopardo-filme condensa la historia en un periodo de tiempo muy breve, frente al largo recorrido temporal de El Gatopardo-novela. Pero el periodo que la película describe se ajusta perfectamente a su correspondiente literario y, desde luego, con una literalidad absoluta de los personajes.

Y, sin embargo, tan similares en lo estético, ambas obras se tienen por opuestas en lo ideológico. Visconti cuenta lo mismo que Tomasi; el conde de Lonate-Pozzolo refleja en sus imágenes lo que el príncipe de Lampedusa en su prosa. Pero los expertos entienden que donde este entona una sentida añoranza manriqueña -¡cualquier pasado fue mejor!-, aquel apuesta por el tiempo nuevo, por el empuje de la joven burguesía, por los cimientos de un nuevo sistema.

Es probable. Que Visconti filma en clave progresista es algo que nadie discute, entre otras cosas porque es lo que hizo a lo largo de su extensa obra. Que Tomasi escribe en clave conservadora se lo reprocharon en su momento todos los escritores sicilianos comprometidos con el cambio, con el gran Leonardo Sciascia a la cabeza, y se ha quedado establecido como un lugar común que nadie pone en duda.

Y, sin embargo, a los cincuenta años de la filmación de la película y a los cincuenta y pocos de la escritura del libro, es el momento de valorar ambas obras por lo que valen en sí mismas y por lo que aún siguen diciéndonos. Ambas han trascendido a la categoría de clásicos y es absurdo buscar en ellas, a estas alturas, manifiestos políticos inmediatos. Son obras de arte y como tales hay que entenderlas y atenderlas.

La novela ha envejecido mejor que la película. Mucho mejor. El filme ha perdido frescura y ritmo, y por momentos parece que se le puede derrumbar el decorado. El libro, en cambio, sigue dotado de una prosa inigualable por su precisión descriptiva y por su poder de sugerencia.

Pero no estoy seguro de que esto vaya a ser siempre así. Ambos Gatopardos seguirán ahí, en lo más alto, y puede que los giros del gusto de cada época hagan oscilar a uno y al otro y los cambien de posición. Pero será solo ligeramente, siempre en la cumbre ambos.

El príncipe y el conde no tuvieron nada en común. Salvo este peculiar felino que un día se les cruzó en sus vidas y los unió para siempre. No va a haber quien los separe.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017

Lo que estaba pasando

Cuando escribió La carta, Raúl Guerra Garrido ya tenía a sus espaldas una sólida obra narrativa de variado espectro en la que el tema vasco había adquirido un peso específico muy determinante. Vasco de adopción, inmigrante asentado desde muy joven en San Sebastián y buen observador, había ido construyendo su obra desde la anotación implacable de cuanto le rodeaba. Entre 1976, año en que publica Lectura insólita de El Capital, y 1989, en que concluye la escritura de La carta, abordar con rigor temas referidos al País Vasco, a sus gentes y a sus asuntos, era imposible sin toparse con la cuestión de ETA y del terrorismo. Guerra Garrido lo había hecho en varias ocasiones, pero de forma muy directa, en dos: la mencionada Lectura… y la excelente y poco reconocida novela La costumbre de morir, una elaboradísima ficción sobre el modo en que un joven decide vengar la muerte de su padre, guardia civil destinado en Euskadi y asesinado por ETA.

Escribir sobre ETA hace veinticinco años no era frecuente. Hacerlo con lucidez, con precisión literaria y con exactitud ética era cosa de cuatro locos. Tiempos muy extraños, aquellos. Muy extraños.

En 1989, mientras Guerra Garrido escribe su novela, ETA asesina a 19 personas. El año anterior habían caído veintiuna y el anterior, más de cincuenta. Felipe González estaba en lo más alto de su segundo mandato y José Luis Corcuera ejercía en la cartera de Interior: la lucha policial contra el terrorismo etarra se había ensuciado con episodios lamentables, pero su eficacia también se había hecho notar. En medio de aquella ensordecedora lucha contra unos asesinos que ya cargaban sobre sus espaldas centenares de muertos, en Ajuria Enea gobernaba el peneuvista y plácido José Antonio Ardanza con el apoyo explícito del socialista y plácido José Ramón Jáuregui y el silencio cómplice y miedoso de una población que optaba por callar y hacer como si nada.

Dicho con más claridad: en 1989, en España, el silencio y el miedo hacían el juego al terrorismo etarra.

Y de eso va La carta.

La carta novela la historia de Luis Casas, un ficticio empresario leonés emigrado al País Vasco -como el propio autor- que vive plácidamente las rutinas de una vida acostumbrada a no mirar demasiado lejos y que un buen día recibe una misiva de un grupo terrorista que le conmina a entregar cincuenta millones de pesetas en concepto de impuesto revolucionario. El modo en que el empresario aborda este chantaje y su adentramiento en la sociedad vasca y sus instituciones configuran la trama de la novela.

No voy a hacer espóiler de ella, pero sí me veo en la obligación de adelantarles que el final es desolador y terrible por lo que tiene de profético. La moraleja de la obra es que si el miedo y la cobardía llevaron a la sociedad vasca hasta donde estaba en aquel momento, el mismo miedo y la misma cobardía seguirían tejiendo una trama de autoengaños y connivencias de las que no es fácil salir.

En 1990 Raúl Guerra Garrido intenta publicar su novela pero su editorial habitual la rechaza. La edita Plaza & Janés, pero lo hace casi a escondidas, sin alharacas ni anuncios. En Bilbao, en San Sebastián y en Madrid se anuncian presentaciones del libro que deben suspenderse ante las repentinas enfermedades alegadas por quienes iban a hacerlo. Las reseñas en prensa son escasas y leves, como de salir del paso.

Una de las más lúcidas novelas políticas de nuestra literatura, una pieza a la altura de El contexto de Sciascia o de La broma de Kundera, circula clandestinamente y se empieza a saldar a los cuatro días.

Después de La carta, Raúl Guerra Garrido siguió escribiendo mucho y bien. Sobre el País Vasco, algo; sobre la violencia y el miedo algunas otras cosas extraordinarias, como la inigualable Tantos inocentes, de lectura obligatoria para las alegres muchachadas y las etílicas cuadrillas de todo tiempo y lugar; y sobre asuntos mucho más alegres y entrañables, como ese gran fresco que es La Gran Vía es New York o el lúcido y brillante Castilla en Canal.

Sí: después de La carta sucedieron muchas cosas, como otros asesinatos terribles -algunos bien cercanos al autor-, como el Foro de Ermua y el comienzo de una conciencia ciudadana de amplias dimensiones, como el Premio Nacional de las Letras… Muchas cosas.

Entre unas y otras, entre sucesos desgarradores y una permanente necesidad de escribir, Guerra Garrido ha querido desvincularse cada vez más de ese País Vasco que tanto dolor le ha producido. Su visión sobre lo que allí sucede es profundamente pesimista y alguna vez le he oído decir que, con ETA o sin ETA, los problemas sustanciales no se han corregido. Pero él insiste en dolerse de que algunos entusiastas de su obra se empeñen en limitarla al enfoque vasco, y entiendo su queja porque cuanto ha escrito y publicado sobrepasa con mucho, en calidad y en temática, la problemática concreta de aquella sociedad. Pero como una vez alguien le dijo, su obra puede entenderse sin el País Vasco, pero el País Vasco no puede entenderse sin su obra. 

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017