Conocí a Alberto Descorial hace treinta años. Su verdadero nombre era –y espero que siga siendo- Alberto Martínez Sánchez, pero tan racial denominación la reservaba para su vida civil, de la que lo ignoro todo, y para su desempeño profesional, que consistía, por aquel entonces, en ejercer como probo funcionario de la Comunidad de Madrid en ásperas materias de administración municipal. Tengo entendido que era un experto en estos asuntos y de hecho es fácil rastrear una significativa bibliografía a su nombre con visos de interés.
Pero cuando el probo funcionario ejercía de poeta, entonces se transformaba en Alberto Descorial.
Era un hombre amojamado y pelón. Se movía sigilosamente por los pasillos de la consejería, donde se le tenía en alto aprecio, y no se inmiscuía en asuntos ajenos a sus competencias más estrictas, que se limitaban, me parece, a redactar sesudos informes recomendando medidas que luego nadie se encargaba de adoptar.
Él y yo compartimos durante unos meses aquella atmósfera municipal y espesa y un día el consejero nos presentó con una frase definitiva: “Los dos sois poetas”. Así que, desde ese momento, Alberto Martínez Sánchez se me trasmutó en el Alberto Descorial que llevaba dentro.
Todos los días buscábamos un hueco para encerrarnos en su despacho. Nadie le dio al asunto otro pábulo que el que tenía: dos poetas, ya se sabe.
Yo era entonces un joven airado, adscrito a la iglesia de la poesía de la experiencia, ávido de trasladar al papel la vida misma de cada día con el lenguaje que cada día nos da la vida misma.
Luis García Montero, ya saben. Y, por supuesto, Javier Salvago, cuyo entrañable prosaísmo tanto me marcó.
Menos fieros de lo que nosotros mismos nos pintábamos, los poetas de la experiencia andábamos por la vida con mucha indolencia y escasísimo rigor. Como de vuelta de todo pero sin haber ido a ningún sitio.
Así que Alberto me explicó que había que empezar por el principio.
Su poesía no contenía vanguardismos formales, ni mucho menos conceptuales. Bebía de las fuentes más clásicas de nuestra lírica y era muy dado a enfrascarse en la naturaleza y el paisaje para no tener que adentrarse en mayores enredos existenciales.
Alberto Descorial no escribía poesía para inmortalizarse sino para sobrellevar la mortalidad con elegancia.
El soneto era para él como el perpetuo aprendizaje. Un continuo adentrarse en la búsqueda de la exactitud expresiva y de la precisión rítmica. Un empeñarse en llevar al límite la elaboración del lenguaje poético impecable.
Le echamos unas cuantas horas, ahí dentro, en su despacho -y lamento decirlo, en horario laboral-, desentrañando los rigores de la rima y atacando las exigencias rítmicas del exigente endecasílabo.
Le fui llevando cosas y él me enseñó las suyas.
Me animaba, pero se mostraba implacable: “No te obsesiones con los temas, no emborrones un buen poema a base de toscas emociones. Para trabajar la técnica, busca temas que no te impliquen, cosas sin importancia”.
Así fue como me enseñó su Soneto a las pinzas de la ropa, del que por desgracia solo conservo el recuerdo de su primer espléndido verso: Bisnietas pobres del vetusto pino.
Me invitó a escribir un soneto al frigorífico, pero mis principios no me dejaron caer tan bajo. Suavicé un poco la profundidad de mis vahídos, introduje algo de humor y cierta socarronería de la que a él le sobraba y, en todo caso, durante algunos meses no hice otra cosa que escribir sonetos.
Hasta donde yo sé, la obra poética editada de Alberto Descorial se resume en dos libritos: Es indudable otoño en sus señales, del que conservo un ejemplar, sin dedicar, en alguna parte, y Cincuenta levitaciones del anciano Newton, del que solo supe años más tarde y nunca llegué a tener.
El resto es una obra ingente esparcida en millares de folios, algunos de los cuales conservo con tanto celo que ni yo mismo sé dónde los escondo. Igual que conservo muestras de otro soporte muy de Alberto: cintas de cassete con su voz leyendo sus poemas. Leía bien, con el tono justo de engolamiento, con la convicción del que sabe que, si se lee, debe uno gustarse un poco.
En algún sitio tengo esas cintas. No así el reproductor.
No todo eran sonetos. Había mucha estancia, largas ristras de heptasílabos y endecasílabos combinados, recuperando el tono y el sentir del mejor Garcilaso puesto al día.
Pero era en los sonetos en los que su maestría se mostraba esplendorosa, donde mejor fructificaban sus largas horas de encierro depurando las aristas de la inspiración. Una cosa así, por ejemplo:
Es indudable otoño en sus señales
de glaucas tenues luces vespertinas,
desgritadas de voz, y de neblinas
que divinizan a los robledales.Seria como el fulgor de los puñales
la tarde reverbera en las encinas.
Borroso el bosque, enteras las ruinas
donde asientan las dalias sus reales.Una dulce tristeza de la herida
que la playa recibe por el sable
de la ola llegando ya vencida,deshojada de modo insoslayable,
en cada embate dando algo de vida,
Octubre, cada vez más indudable.
No era un genio, Alberto Descorial, ni figurará en ninguna vanguardia. Hacía una poesía reposada y atemporal, previsible y acogedora, emotiva en su propia contención. Había mucho Garcilaso, sí, en sus versos, pero también un buen trago del mejor Quevedo, aquel que le hacía decir a un hombre que ya llevaba casado tres días, «todo lo cotidiano es mucho, y feo», sin que por ello se le trasmutara el paso acompasado, la mirada directa, el reposo al hablar.
Si algún soneto he escrito que merezca la pena, a él se lo debo. Y si no la merece, disfruté mucho haciéndolos, revisándolos, corrigiéndolos, ajustando cada tuerca y engrasando cada bisagra.
Fue una suerte cruzarme con Alberto Descorial. Desde aquel encuentro casual y de pocos meses, en una oscura oficina autonómica, no he vuelto a saber nada de él y me encantaría descubrir que sigue, dale que te pego, peinando las rimas, como a un niño travieso, de algún terco soneto especialmente rebelde.
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017