Salman Rusdhie tenía cuarenta y un años y un enorme prestigio cuando publicó en el Reino Unido Los versos satánicos, su cuarta novela y la que habría de cambiarle la vida no precisamente para bien.
Debo matizar: el prestigio de Rusdhie era enorme en el entorno de la Commonwealth y otros países anglófonos, pero mucho más escaso en el resto del mundo. El hecho tiene su explicación en la biografía personal del autor y en sus particulares obsesiones.
Hindú de nacimiento pero británico de nacionalidad, Salman vivía esa doble condición con cierta angustia creativa. Él, como su familia, era laico, occidentalizado, progresista y tenía la convicción de que Gran Bretaña, como potencia colonizadora de la India, no había hecho bien sus deberes, abandonando el territorio a su suerte antes de haber conseguido que los valores de las democracias occidentales hubieran arraigado adecuadamente en su tierra.
Educado, como su padre, en los más selectos colleges ingleses, era, con todo, un laborista convencido y un firme defensor de todas las causas progresistas que entre los años setenta y ochenta del pasado siglo se dirimían en el mundo.
Pero la cuestión ideológica suponía para Salman Rusdhie su segundo interés. El primero era, por encima de todo, la literatura. Pese a que su primera lengua había sido el urdu, Salman dominaba el inglés con una maestría absoluta. Decían de él sus amigos, e incluso sus enemigos, que no había obra escrita en ese idioma que no hubiera leído, y su capacidad para analizarlas no conocía límites. Apasionado de los juegos de palabras y de la conversación ingeniosa y brillante, a principios de los ochenta los salones literarios de Londres se disputaban su presencia. Había escrito hasta entonces una primera narración, casi de ciencia ficción, y un libro de viajes sobre la Nicaragua sandinista, que no puedo juzgar porque no lo he leído pero que le causó más problemas de los que hubiera necesitado luego. Pero sobre todo había escrito dos extraordinarias novelas, Hijos de la medianoche y Vergüenza, ambas centradas en su obsesión sobre la labor descolonizadora de la gran potencia sobre India y sobre Pakistán.
Es justa la observación de muchos críticos cuando comparan estas obras con lo más florido del realismo mágico. En sus novelas también hay magia, y fantasía, y juegos extremos con la verosimilitud, pero hay además dos elementos no tan frecuentes en nuestros grandes escritores latinoamericanos: una profunda ironía que todo lo arrasa y un permanente juego intertextual en el que las referencias a las grandes obras de la literatura y a todo tipo de textos y subtextos se enredan y entremezclan de manera imparable. Confieso que nunca tuve a Rusdhie en mi altar de escritores favoritos (es más, reconozco que me cuesta terminar sus novelas) pero sé que la culpa es mía porque no entiendo la mitad de las referencias y casi ninguna de las bromas. Para seguirlo bien, me parece, hace falta mucho bagaje y mucha cercanía a su cultura.
Los versos satánicos no hubiera sido más que la cuarta de sus novelas (y no de las mejores) cuando la publicó hace ahora veinticinco años. Apareció primero en el Reino Unido y se puso de inmediato a la venta en los restantes países de habla inglesa. En la línea de sus anteriores obras, retomaba el conflicto cultural, repasaba las contradicciones que su propia condición de hindú-británico le producían y se reía un poco de todo y de todos a través de una historia complicadísima, muy enredada y cargada de elementos simbólicos y fantasiosos.
La diferencia en este caso es que le hace a la religión más caso de lo que en él era habitual.
Aunque de ascendencia musulmana, la religión nunca preocupó ni interesó al escritor, como no había interesado a su familia, si bien en su formación en Cambridge cursó una asignatura optativa sobre el Corán con un interés estrictamente literario. Pero en Los versos satánicos ironiza con desparpajo sobre la figura de Mahoma, bromea respecto a un imán y juega con los símbolos de la religión musulmana sin pararse en barras. Antes había hecho lo mismo con otros símbolos y con otras figuras. La monarquía británica había sido duramente zarandeada en sus anteriores novelas, como lo habían sido los líderes sociales y políticos de India y Pakistán o como lo estaba siendo por aquel entonces Margaret Thatcher, a la que Rushdie atacaba de forma inmisericorde por su política de ajustes.
Salman Rusdhie había hecho bromas sobre todo y sobre todos porque creía, como creemos muchos, que hacer bromas no es delito.
Primero empezaron los musulmanes británicos. Después los de la India y Pakistán. Poco a poco se le fue cercando a Rusdhie, se le fue acosando, se le fue acusando de atrocidades diversas: impiedad, blasfemia: delitos sin víctima en todo caso. Menos de un año después, el imán Jomeini, el hombre que había convertido en una cerrada teocracia la revolución civil que derrocó al sha, condenaba a muerte al escritor por el terrible delito de haber escrito.
Creo sinceramente que los años ochenta terminaron entonces, aquel dramático 14 de febrero de 1989, cuando la fatua del imán no fue contestada adecuadamente por todos los gobiernos democráticos y civilizados del mundo, cuando aquel intolerable torpedeamiento a la libertad de expresión no fue suficientemente contestado por todos los escritores, por todos los artistas, por todos los intelectuales del mundo. Hubo gestos, ciertamente. La propia Thatcher hizo honor a su categoría política brindando toda la protección y el apoyo del estado británico al hombre que más se había reído de ella. Susan Sontang, entonces presidenta del Pen Club Internacional, lanzó una campaña de solidaridad a la que muchos se adhirieron… Sí, hubo gestos.
Vaya si los hubo.
Las iglesias católica, anglicana y judía se apresuraron a sumarse a los musulmanes para deplorar las blasfemias del escritor. El presidente norteamericano George Bush (padre) declaró con desparpajo que se trataba de un asunto por completo ajeno a los intereses de los Estados Unidos. Intelectuales de la talla de Arthur Miller -el autor de Las brujas de Salem, el más emocionante alegato que se haya escrito jamás sobre la persecución fanática a un inocente- eludió manifestarse en público. La Comisión Europea -el gobierno de los entonces doce países integrados en la estructura común-, desoyendo a su Parlamento, que días antes había sido taxativo en la defensa del escritor, emitió un comunicado mezquino en el que ponía a ambos protagonistas al mismo nivel de la balanza.
Sí, creo que Europa empezó a desmoronarse entonces, y Occidente a perder fuelle. No a causa de una crisis financiera sino a raíz del momento en que uno de los principios esenciales de nuestra civilización -la libertad de conciencia y de expresión- fue puesto en duda y sacrificado sin miramientos en nombre de intereses geopolíticos.
En aquella tragicomedia absurda, que se ha prolongado durante años, España estuvo institucionalmente a la altura, con un Gobierno que se puso solemne, dieciocho editores que tuvieron el gesto de publicar unidos el libro maldito y un editorial, el del diario que entonces nos marcaba el paso, escrito con una contundencia y una claridad sin grietas que aún emociona.
Pero las vías de agua ya se habían abierto. Muchas voces en muchos lugares dejaron caer entonces aquello de “sí, pero”, de “está muy mal condenar a muerte, pero también lo está blasfemar” -como si ambos extremos tuvieran un parecido siquiera aproximado- y fue así como los valores más firmes de una ciudadanía bien entendida se han ido amojamando en nombre de un respeto a las creencias ajenas perfectamente mal entendido.
En aquellos días terribles, Salman Rusdhie dijo:
“Lo que nos estamos jugando es más importante que mi libro, más importante incluso que mi vida”.
Por fortuna, su libro y su vida, de momento, se han salvado, pero no sé si no habremos perdido la partida.
Publicado entre 2016 y 2017