El caso de Antígona es asombroso. Se trata, probablemente, del personaje de ficción que ha sido capaz de mantener, a lo largo de los siglos, su reputación y su reconocimiento en el punto más alto por encima de modas y avatares. La obra de Sófocles sobre la que se fundó su mito es permanentemente citada, traducida, leída y representada; en cada época, en cada estilo, han surgido nuevos autores que han reescrito su historia, la han reinterpretado y la han mantenido como elemento cimero de la heroicidad y la resistencia cívica… No hay año en que falte alguna Antígona en algún teatro del mundo y no hay actriz que se precie que no haga todo cuanto esté en su mano por encarnarla alguna vez.
Y si no es la Sófocles, es la de alguno de sus incontables discípulos.
A mí, francamente, me irrita un poco esta sobrevaloración de la heroína, entre otras razones porque deja en muy mal lugar a la que tengo para mí que se me merece un verdadero sitial en la consideración de las gentes: su hermana Ismene.
En la mitología griega, Edipo llegó a rey de la ciudad-estado de Tebas tras casarse con Yocasta, de la que ignoraba que era su madre, y con la que tuvo cuatro hijos: dos varones, Eteocles y Polinices, y dos mujeres, Antígona e Ismene. Cuando Edipo descubrió su pecado, dimitió a su manera, y aquello sí que era dimitir: se sacó los ojos y cedió el trono a sus hijos varones con la condición de que se alternaran cada año. Empezó a reinar Eteocles pero, cuando le tocó renunciar para dar paso a su hermano, se negó, como si fuera un precursor de algunos cantamañanas actuales. Polinices, justamente enfadado, se marchó a Argos, un estado vecino, se alió con su rey y se lanzó a conquistar Tebas por la fuerza. Ambos hermanos se enfrentaron a la puerta de la ciudad y se mataron mutuamente.
Hasta aquí, todo más o menos normal. No digo yo que ocurra todos los días, pero no es nada que no estemos hartos de ver en películas y series de televisión.
Muertos los herederos, el trono de Tebas pasa, por conducto natural, a Creonte, hermano de Yocasta y, por tanto, tío de los cuatro hermanos. Una herencia lógica, legítima y que nadie, hasta donde se sabe, cuestionó. Y la primera decisión que Creonte toma, como legítimo monarca, no es otra que aplicar la ley: ordena enterrar a Eteocles, que ha muerto defendiendo la ciudad y, por el contrario, decreta que el cadáver de Polinices, que se enfrentaba a ella, sea abandonado a merced de los buitres.
Era la ley, ya digo, la ley de la ciudad de Tebas.
Y aquí es donde aparecen las hermanas de los muertos. Antígona, la mayor, muy dispuesta, de mucho carácter, dice que a ella la ley le da lo mismo y que tiene que enterrar a su hermano Polinices, el traidor, porque así lo quieren los dioses.
Ismene, la menor, más apocada, más prudente, pero nada tonta, lo tiene muy claro:
“Yo no hago desprecio de los dioses, pero nací incapaz de oponer resistencia a nuestros conciudadanos”.
Se ve incapaz de incumplir la ley, nada menos. La ley de la ciudad, aquella de la que entre todos se han dotado.
El conflicto entre las dos hermanas estalla y, puesto que son seres de ficción y nada pueden hacer más allá de lo que quiera el poeta, gana la primera. Es lo que tienen los poetas: a ellos el discurso laico, prosaico, constitucionalista y simplón de esta Ismene les aburre una barbaridad. ¡Cumplir la ley, qué simpleza! A los poetas les va mejor la actitud rompedora e indignada de Antígona y, para que cuadre, nada más oportuno que tachar al pobre Creonte de tirano.
¿Tirano, Creonte? Ciertamente, la gestión de las ciudades-estado de la antigua Grecia –y más cuando estamos metidos en plena mitología- no era un modelo de democracia participativa tal y como la entendemos hoy (¡que ni siquiera tenemos claro cómo la entendemos!). Pero sin meternos en grandes honduras, Creonte llega al trono de Tebas sin violencia, por vía hereditaria, con plena aquiescencia de sus conciudadanos, y se dispone a gobernar conforme a los usos y costumbres de la ciudad. ¿Tirano, Creonte? Me parece que aquí Sófocles se vio necesitado de forzar el personaje para que la heroína le saliera redonda.
A partir de aquí, Antígona ha servido para un drama y para una tragedia. Desde que en el año 430 antes de nuestra era Sófocles estrenara su obra, han sido centenares, miles los poetas y dramaturgos que en Occidente han reescrito y representado el mito. El estudioso y crítico literario George Steiner tiene publicado un demoledor ensayo dedicado exclusivamente a recorrer, a lo largo de doscientas densas páginas, todas la Antígonas que, en formato de teatro, poesía, ópera o novela han surgido desde entonces. Asombra comprobar lo que ha podido dar de sí y asombra percatarse de que prácticamente todos se han mantenido en el mismo enfoque primigenio.
Creonte ha pasado, pues, a la posteridad como un tirano y, vista la historia desde esta perspectiva, es, desde luego, lógico que Antígona aparezca ante el pueblo como la gran heroína que se enfrentó a una dictadura. Este enfoque ha dado mucho juego y bellísimas páginas, porque la literatura de lucha y resistencia se presta siempre al lucimiento. Anouilh, que escribió su versión cuando algunos franceses, pocos, luchaban contra los nazis, es uno de los autores más notables de este enfoque. Brecht… qué les puedo decir de él que ustedes no sepan. Con lo que Anouilh y Brecht tenían encima, había razones sobradas para que utilizaran el mito. En este plan reivindicativo y progre, mi Antígona favorita es la de Espriu, una versión extraordinariamente hermosa de un catalán al que le dolía la España oscura de la dictadura.
Hay otras Antígonas curiosas, por decirlo de algún modo. Por ejemplo, la de José María Pemán, el poeta franquista por excelencia (dicho sea, por no hacer juicios de valor, en términos estrictamente convivenciales), que escribió una versión libre de la de Sófocles en excelentes y sonoros endecasílabos blancos. Una buena versión, digna de ser recuperada, alguno de cuyos fragmentos su amigo Gonzalo Torrente Ballester incluyó en los libros de Formación del Espíritu Nacional que estudiábamos en los colegios.
¡Cómo!, exclamarán algunos: la heroína utilizada por los fascistas, quién puede explicar esto…
Sospecho que había una causa: los dioses. La discusión, el debate que establecen Antígona e Ismene es un dilema interesante: ¿qué leyes hay que obedecer en caso de conflicto, las de los dioses o las de los hombres? Es claro, Pemán y el Torrente falangista, y Sófocles también, todo hay que decirlo, y Anouilh, y Espriu, y casi todos los demás, esgrimen la sabiduría divina como máximo argumento de autoridad. A Polinices había que enterrarlo porque de lo contrario su alma vagaría durante toda la eternidad sin hallar reposo (o, dicho en lenguaje nacional-católico, no hay otra ley que la que emana de la Iglesia Católica Apostólica y Romana).
Ismene y yo, que no vivimos bajo ninguna tiranía, que nos sabemos regulados por un ordenamiento jurídico laico y democrático (imperfecto, por supuesto, pero laico y democrático), nos conformamos con que se cumpla la ley civil, porque esa ley es la que nos hemos dado entre todos.
Seguramente no sea la mejor posible, pero es la nuestra, y habremos de cumplirla mientras nos ponemos de acuerdo para mejorarla.
¿Los dioses? Uf, ¡nos pillan tan lejos!
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017