Dos patrias

No conozco a Fernando Aramburu de nada. Lo había (mal)leído y lo tenía en la lista de autores en observación, a la espera de comprobar si se venía arriba y escribía la Gran Obra que lo consagraría para siempre o si se quedaba en esa medianía que nos está destinada  al común de los mortales. Por fin, se anunció el lanzamiento de Patria con el boato que las editoriales del grupo Planeta (ah, ¿es que hay otras?) reservan para sus apuestas más notables y, vista la reseña, decidí que era el momento de hincarle el diente al autor.

Diré, como observación inicial, que en cuanto supe de qué iba la novela se me vino a la cabeza la que tengo para mí por la mejor novela escrita hasta ahora sobre el País Vasco y sus años de terror: La carta, de Raúl Guerra Garrido.

La historia de la escritura de La carta, de su difícil difusión y del duro contexto en que fue escrita y publicada puede leerse de un modo sintético en el artículo enlazado más arriba, pero baste con decir, a efectos de lo que viene a continuación, que contiene algunas sorprendentes similitudes con la novela de Aramburu, la más importante de las cuales es, nada menos, que el eje en torno al cual se vertebran ambas historias: el impuesto revolucionario (traduciendo de la neolengua del buenrollismo: el chantaje y la extorsión) que la muchachada etarra  y sus adláteres imponían a los empresarios vascos para financiar su delirante marcha hacia ninguna parte.

El impuesto revolucionario, pues, como protagonista de ambas historias. Lo primero que sorprende es que, en las menciones que Aramburu hace de Guerra Garrido -en el contexto de todos aquellos, bien pocos,  que antes que él han escrito sobre el terrorismo etarra-  no menciona nunca esta novela, ni, por supuesto, la siempre ignorada y excelente La costumbre de morir, sino la muy anterior, premonitoria pero todavía insuficiente, Lectura insólita de El Capital, también referida al mismo tema pero publicada originariamente en 1977, con el cadáver del Caudillo aún fresco, es decir, en un contexto político, social y emocional radicalmente distinto al que reflejan las obras posteriores. Tampoco he leído ninguna alusión a esta notable coincidencia temática en los muchos artículos que ha provocado la publicación de Patria. (Bien es verdad que no he visto todas las entrevistas a Aramburu ni he leído todas la referencias a su novela porque, si algo consiguen las apuestas más notables de las editoriales del grupo Planeta -ah, ¿es que hay otras?-, es que los periódicos y las publicaciones de todo tipo se inunden, quién sabe por qué, de material encomiástico e intercambiable).

Lo más probable es que nadie haya reparado en el parecido de ambas obras simplemente porque Guerra Garrido es hoy un autor al que se presta poca atención y porque La carta, específicamente, fue una novela a la que se postergó cuanto se pudo y de la que casi nadie se acuerda. (Cómo será la cosa que hace poco tiempo un señalado periodista cultural que sabe de todo esto, y de más cosas, mil veces más que yo, me hizo ver que Guerra Garrido no debía figurar en la lista de autores vascos porque es un «escritor madrileño», deslumbrante calificativo para alguien que, nacido efectivamente en Madrid, ha pasado en San Sebastián cincuenta años de su vida y es allí donde ha escrito la mayor parte de su obra, donde le han matado a sus amigos y donde le han quemado reiteradamente su farmacia). Es probable, por tanto, que sea una casualidad la ausencia de comparaciones entre La carta y Patria, pero a mí hay algo que, leídas las dos obras, se me vino encima con una claridad deslumbrante: los finales de ambas son tan opuestos que solo uno de los dos puede ser cierto.

A ver si me explico con claridad pero sin hacer espóiler. La novela de Aramburu es muy buena. Excelente. Deslumbrante. Nítida. Bien escrita. Muy bien desarrollada. Con un uso del lenguaje y del estilo narrativo que lo acreditan como uno de nuestros grandes narradores actuales. De las más de seiscientas páginas sobre las que está construida la historia, quinientas son sobresalientes. De lo mejor que he leído en los últimos años. Pero, ay, las cien últimas tienen trampa. La peor trampa del mundo, la más falaz, la que destierra la ficción al mundo de las fantasías: Aramburu se empeña en que Patria acabe bien, como las novelas rosas de Corín Tellado o las malas novelas policíacas en las que se encuentra y se condena al asesino sin resquicio alguno para la duda. Patria presenta el conflicto, lo explica ¡y lo resuelve! Como si la historia del País Vasco hubiera sido un mal sueño y el final de ETA el final de todos los problemas. Exactamente al revés de lo que sucedía en La carta, donde la resolución del conflicto no hacía sino anunciar otro conflicto más enraizado, más duro, más pertinaz. En Aramburu, el buenismo triunfa. En Guerra Garrido, cierra el amargor  de que esto tiene mal remedio.

Me temo que Alsasua , el Alsasua de 2016, está mejor reflejado en La carta de hace 27 años que en la Patria de hace unos meses. Me da la impresión.