Cinco cuadros magistrales y una ruta para seguirlos: Pensilvania, Nueva York, Doha (Catar), Londres y París. Perfecta para unas vacaciones. En cada una de estas ciudades hay un cuadro titulado Los jugadores de cartas y cada uno de ellos está firmado por Paul Cézanne.
Cinco cuadros, pues, Los jugadores de cartas. Pintados entre 1890 y 1895, se inscriben en la última etapa de Cézanne, en su plena madurez, cuando el pintor provenzal se encuentra ya de vuelta del impresionismo pero sigue obsesionado por captar la realidad más allá de cualquier intermediación. Ya saben: “No se trata de pintar la vida, se trata de hacer viva la pintura”. Y sostenido en ese axioma, se lanza a la tarea con solo dos armas: el color y las formas geométricas.

Cézanne había sido amigo de Zola desde la infancia y junto con él se había embebido del mantra del realismo, de la necesidad imperiosa de fotografiar el presente que a mediados del diecinueve había impregnado todas las manifestaciones artísticas. Pero, en tanto que a Zola las exigencias del realismo lo llevaron un paso más allá y se vio necesitado de inventar el naturalismo, Cézanne se empeñó en la búsqueda de la esencia y dedicó su vida artística a indagar sobre la luz y la materialidad de las formas a base de pintar bodegones fascinantes, paisajes procelosos y retratos precisos. Mientras Zola escarbaba en los más hondos resquicios de la realidad social, Cézanne se empeñó en que “el arte debe hacer eterna a la naturaleza en nuestra imaginación”. Esta divergencia acabó con la amistad entre ambos.

Los jugadores de cartas ya no es, desde su primera versión, un cuadro impresionista, pero no está claro qué es. Probablemente ni el propio Cézanne lo sabía y por eso se empeña en las sucesivas revisiones. El primer intento es fiel a su principio de que la clave está en “tratar a la naturaleza por medio del cilindro, la esfera y el cono, todo puesto en perspectiva adecuada”. Pero ahí hay demasiada gente para lo que él acostumbra. En la segunda versión simplifica, pero no aún lo suficiente. Es al tercer intento –la versión catarí- cuando da con la fórmula: el espectador de la partida es el propio espectador del cuadro. Los jugadores no están solos aunque lo parezca: nosotros les hacemos compañía.

Del cuarto intento no puede decirse que sea fallido pero parece que en él Cézanne intenta retrotraerse a los felices tiempos del impresionismo. Recupera los colores vivos, juega de nuevo con brochazos breves, desiguales, sueltos, aleja ligeramente a las figuras y oxigena el cuadro, lo espacia, lo dinamiza. Me inclino a pensar que esta versión lo dejó insatisfecho por lo que tenía de paso atrás, pero se trata de una conjetura para la que no tengo ninguna prueba.

Y por fin el milagro. Hay que detenerse aquí, en esta quinta versión definitiva, perfecta. Aquí ya está todo resuelto. Nada de espectadores, por supuesto, salvo nosotros mismos. El eje imperfecto de la botella. Las figuras, forzadas, con sus sombreros ridículos, para hacer más real la perspectiva. Los rostros –“una triste expresión, que no es tristeza sino algo más y menos: el vacío del mundo en la oquedad de su cabeza”, habría escrito Machado- concentrados en la partida. Y el tono general, de luz tenue, de espacio tabernario, de vespertino sosiego. El pincel ya no es, definitivamente, el de un impresionista: actúa sobre el lienzo con trazos largos y firmes, buscando remarcar los volúmenes y las líneas, esmerándose en las sombras. Dicen los que saben de esto que en este cuadro nace el cubismo. Posiblemente. Y culmina el realismo, tal y como hasta entonces había podido entenderse. Ya digo: un prodigio.

Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017